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Afganistán, Senegal o Mauritania: La migración intercontinental cruza por Honduras

Los efectos de los conflictos, inestabilidad económica y social, hacen eco a través de los miles de kilómetros que separan África o Asia con el continente americano.

Desde una pequeña oficina del Instituto Nacional de Migración en Danlí, Honduras, las personas migrantes comienzan a hacer una fila a las 8:30 am, media hora antes de que abra las puertas, para recibir el permiso de tránsito que necesitarán para cruzar el país centroamericano legalmente. Semanas antes, la población hondureña protestaba en contra de una multa de cerca de $250 dólares que terminaría por dejar a muchas personas migrantes con menos posibilidades económicas para cruzar El Salvador, Guatemala, México y, finalmente, llegar a Estados Unidos.

Las autoridades cedieron, reconociendo el estatus del país como destino de paso de una ruta que no termina en Honduras y la importancia de facilitar ese tránsito a través de la amnistía a la multa. De manera que, sin ese cobro, se facilitaría incluso más que las personas puedan moverse con seguridad hacia su siguiente destino. Autobuses que cobran $40 dólares, les llevarían prácticamente de una frontera a otra, pero antes se detendrán en Danlí u otros puntos migratorios.

A la pequeña esquina del INM llegaron algunas personas en autobuses desde la frontera más cercana, Las Manos, en una hora de recorrido bajando la montaña. Otras, en taxis, acompañadas de coyotes apalabrados que aseguran un buen pasaje y comodidad durante su breve estancia en Honduras. Y las demás, las menos afortunadas, caminan a pie un trayecto de cuatro horas ya sea bajo la lluvia o un sol calcinante que solo se detiene por una nube ocasional.

Mientras se comienza a expandir la fila, un hombre mauritano pregunta en inglés cuándo habrá servicio médico disponible. “Ya dentro de poco, si quieres espera a que pases a la oficina y te esperamos aquí afuera”, contesta Kevin, psicólogo de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Honduras. El hombre acepta, señalando que tiene unas bolas en los pies que le duelen mucho. Por detrás, la clínica móvil empieza a dar consultas.

Lidia Guadalupe, agente de OIM, saluda y comenta, “prepárense, parecía que estaba bajando –el flujo migratorio-, pero no realmente. En días bajos habrá de 70 a 80 personas llegando en tandas de autobuses a lo largo del día, pero cuando sube el flujo habrá de 1,500 a 2,000 personas cruzando esta semana por aquí, la mayoría de Venezuela y países de Asia”. Los primeros en llegar son de África: Mauritania, Senegal, Angola, Somalia.

Los efectos de los conflictos, inestabilidad económica y social, hacen eco a través de los miles de kilómetros que separan África o Asia con el continente americano. Ahmed*, de 20 años, originario de Pakistán, cuenta que su ruta en búsqueda de seguridad ha durado un mes, cruzando cada país a veces sin quedarse más de una noche. “Volé de Pakistán a Dubái (EAU), luego a Qatar, de ahí me pude ir directo a Paraguay y lo que siguió fue Brasil, Colombia y Panamá, El Darién, y finalmente llegamos aquí, a Honduras”. Su hermano insistía en que no hablara más: hay que seguir el camino. Al fondo, un taxista-coyote, se impacienta, haciendo señas de que es momento de irse.

Ahmed, como migrante intercontinental, no está solo. En el último semestre el proyecto de migración de MSF en Honduras contabilizó que el 5.5% de la población que ha recibido atención médica es originaria de al menos 45 países entre África y Asia. Este porcentaje significa que al menos 611 personas de las más de 10,000 atendidas cruzaron prácticamente la mitad planeta para llegar a este punto de la ruta migratoria. De ellas, la mayoría buscaría atención médica por infecciones respiratorias, diarrea, condiciones musculares y de piel o tejido, pero también atención psicológica para los traumas y afectaciones causadas por las experiencias vividas.

Bajo el rayo del sol, ya hacia la 1:30 de la tarde, cientos de personas cruzaron por las oficinas del INM. Desde una esquina, Amina* se acerca tímidamente hacia la clínica móvil de Médicos Sin Fronteras, trae una niña en brazos que se le ve decaída, escondiendo su cara en el cuello de su madre. Pasa a su consulta y a la salida en la van-enfermería, menciona que el viaje la tiene exhausta: “Vengo de Senegal. Ha sido muy complicado llegar hasta aquí. Me he enfrentado a violencia, robos, agresiones. Todo con mi pequeña hija. Yo solo quiero una mejor vida, pero por los problemas con la familia de mi esposo fue imposible lograr eso en Senegal. Eso más la violencia que había en mi país me hicieron huir por primera vez”.

Huir una vez por violencia y, la siguiente, por un desastre natural sin precedentes, cuenta Amina. “Tenía mi vida mejor en Turquía, pero de pronto llegaron los sismos ¿has escuchado de ellos? Murieron muchísimas personas y nosotros nos quedamos sin nada. Todos los días teníamos miedo de que regresaran más réplicas. No nos quedó más opción que volver a salir, pero ya no tengo a mi familia, todos están en Senegal o Turquía, incluso allá está mi hija de 5 años que una vez llegando a Estados Unidos quiero poder recuperarla”.

Las necesidades de salud mental para las personas que migran como Amina no son menores. El duelo de dejar un espacio, en ocasiones, puede ser tan difícil de superar como cualquier otra pérdida. “Muchas veces hay personas que llevan años de haber salido de su lugar de origen, que estuvieron en varios países y ahora llegaron aquí, pero no pueden regresar”, comenta Mayner Rodríguez, psicóloga de MSF en Danlí. “La barrera del lenguaje en estos casos, por supuesto, es un reto al que nos debemos de enfrentar constantemente. Lo que ocurre entonces es que, en ocasiones, solo con el hecho de dar un oído, que se sientan escuchados, puede brindar un alivio que no habían tenido hasta el momento”.

“La estrategia”, continúa Mayner, “en muchos casos tiene que ver con normalizar los síntomas que tienen las personas. Por ejemplo, si sienten que les late el corazón rápido o no respiran bien, es decirles que bajo el estrés en el que se encuentran es normal que su cuerpo reaccione así. Luego, viene la validación de sus emociones y fortalecer el contacto y comunicación que tienen con su familia o personas con las que están haciendo el trayecto”.

Hacia las 4:00 de la tarde los camiones dejan de aparecer y las últimas consultas se llevan a cabo antes de levantar la clínica. Ahí, se sienta una mujer afgana con una niña de unos 12 años. No habla prácticamente nada de inglés, por lo que le habla a su hermana, Taara* de 22, y cuenta su trayecto: “Venimos caminando, por camión, avión, a través de la jungla de Panamá hasta llegar aquí. Nos dieron una visa humanitaria en Brasil cuando llegamos de Afganistán. La jungla fue difícil, pero todos estamos sanos y esperamos seguir ahora”, dice mientras un taxista-coyote le interrumpe al tomarle del brazo para señalar que suba al auto. Le pide un minuto.

“Si sabes, nuestro país, Afganistán, está ahora bajo el poder de los talibanes. Las mujeres como yo no pueden ir a la universidad, la escuela, no tenemos derechos. Queremos tener una vida pacífica en Estados Unidos; queremos libertad. Eso es lo más importante que una mujer puede tener”, termina.

En el fondo, los niños con los que viaja Taara, gritan su nombre: es momento de seguir el viaje.

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