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“Estoy agotado de caminar por ciudades reducidas a escombros”: Ali Almohammed, integrante de MSF en Líbano

Ali Almohammed, coordinador médico de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Líbano, cuenta que aspira a que trabajadores humanitarios dejen de ser necesarios en zonas de guerra.

Llevo más de una década formando parte del equipo de MSF, acudiendo allí donde más se necesita. Desde tratar la malaria grave en Sudán del Sur hasta atender a sobrevivientes de violencia sexual en Etiopía. (MSF).

Beirut es una ciudad que alberga muchos recuerdos de mi vida personal. Entre 2019 y 2021, viví y trabajé aquí en múltiples ocasiones. Sus calles y su gente quedaron profundamente entrelazadas con mis vivencias. Ahora, en 2024, esos recuerdos se ven empañados por el sufrimiento de la gente. La guerra ha trastocado vidas, transformando escuelas en refugios temporales para familias desplazadas. Las aulas, antes llenas de risas, ahora son el refugio de niños, niñas y padres que luchan contra el frío y la angustia de la incertidumbre. Los pequeños duermen en el suelo, preguntándose por qué no pueden volver a casa, mientras sus padres temen el siguiente ataque aéreo y las consecuencias desconocidas que traerá.

Cada día visito estos refugios, brindando la ayuda que está a nuestro alcance. Sin embargo, las personas con las que me encuentro comparten una súplica común: no solo necesitan asistencia, anhelan recuperar una vida en paz. Sueñan con un hogar seguro para sus hijos, lejos del miedo constante que oscurece sus días. A pesar de nuestros esfuerzos, el verdadero alivio no se encuentra en la ayuda temporal, sino en la esperanza de un futuro pacífico. El 28 de septiembre me reuní con un amigo cuya vida se había desmoronado: su esposa y su madre dormían en la calle, sin un lugar a donde ir. Fue un doloroso recordatorio de mi propio viaje desde Siria en 2014, cuando crucé a Turquía en la oscuridad de la noche, buscando desesperadamente un lugar seguro. Pasé meses desplazándome entre diferentes refugios en Turquía y el Kurdistán iraquí, sin saber nunca dónde encontraría cobijo a continuación.

Me hice médico porque creía en la importancia de tratar y salvar vidas. Sin embargo, tras más de 10 años respondiendo a crisis, he presenciado sufrimientos irreparables de formas que jamás imaginé. Con Médicos Sin Fronteras (MSF), he trabajado en numerosos conflictos y emergencias que para la mayoría son solo noticias: Siria, Sudán del Sur, Ucrania, Irak, Etiopía, Sudán y Líbano. Cada país, cada nueva crisis, ha añadido un capítulo a una larga historia de resiliencia en medio de un dolor insoportable. Pero esa capacidad de resistir se está agotando, no solo para aquellos a quienes sirvo, sino también para mí.

“Estoy cansado, agotado de ser testigo del sufrimiento y de los sistemas que lo perpetúan”.

No obstante, en medio de tanta angustia, encuentro razones que me impiden dar la espalda. Incluso cuando el camino se vuelve difícil y la esperanza parece lejana, sé que nuestros esfuerzos humanitarios pueden marcar la diferencia, aportando una pequeña luz en la oscuridad.

Desplazamiento: un compañero constante

Mi viaje de desplazamiento comenzó en Alepo en 2012. Una ciudad que una vez fue mi hogar, donde estudié medicina, amé, forjé relaciones e hice planes para el futuro. Pero la guerra destrozó esos sueños, dispersándome a mí y a millones más, obligándome a cruzar fronteras en busca de un refugio seguro. Incluso ahora, tras todos estos años, me cuesta encontrar las palabras para describir lo que se siente al ser arrancado de todo lo que conoces y amas.


Abandonar Alepo no solo significó perder mi hogar, sino también mi vida tal como la conocía y mi sensación de paz. El desplazamiento constante y la incertidumbre del futuro desgastan poco a poco. No se trata solo del cansancio físico, sino de una carga mental y emocional que te cala hasta los huesos. Cada movimiento está marcado por la obsesión de cuándo ocurrirá la próxima tragedia.

El agotamiento que arrastro también se refleja en los rostros de las personas que conozco. En los campos de Irak, los refugios temporales de Líbano y los hospitales abarrotados de Darfur Sur, veo a personas que no están cansadas, sino rotas. Han sobrevivido a bombas, violencia, brotes, desastres naturales y desplazamientos, y las cicatrices psicológicas los han dejado como sombras de lo que alguna vez fueron.

Una década de práctica humanitaria

Llevo más de una década formando parte del equipo de MSF, acudiendo allí donde más se necesita. Desde tratar la malaria grave en Sudán del Sur hasta atender a sobrevivientes de violencia sexual en Etiopía y gestionar crisis de desnutrición en Darfur, he entregado todo lo que tengo a este trabajo. Sin embargo, cada proyecto ha sido un recordatorio de la fragilidad de la vida y de las limitaciones inherentes a la ayuda humanitaria.

Curamos heridas y brindamos asistencia, pero las causas profundas de muchas crisis permanecen sin abordarse. He estado en innumerables mesas de negociación con grupos armados, tratando de garantizar el acceso a la ayuda vital, solo para ver cómo la burocracia o las agendas políticas bloqueaban la asistencia que estábamos desesperados por brindar. La lucha constante por dar atención médica frente a la resistencia política es un tipo de agotamiento que ningún descanso puede aliviar.

Estoy harto de ver morir a niños por enfermedades prevenibles. Cansado de ver a familias huir de sus hogares solo para descubrir que no hay un lugar seguro al que ir. Estoy agotado de caminar por ciudades reducidas a escombros, preguntándome cuántas generaciones más crecerán bajo la sombra de escuelas destruidas en lugar de aulas llenas de vida.

El peso del trauma

El trauma psicosocial no es solo algo que presencio en los demás; es algo que llevo dentro de mí. Recuerdo las caras de los pacientes y amigos que no pude salvar en Kobane (Siria), así como los niños y niñas cuyas vidas fueron truncadas por el conflicto. Estos recuerdos permanecen conmigo, sirviendo como un recordatorio constante de las limitaciones de lo que podemos hacer. Por mucho que lo intentemos, no podemos reparar los sistemas rotos que perpetúan este sufrimiento.

Sin embargo, en esos momentos más oscuros, también hay destellos de humanidad que me impulsan a seguir adelante. La sonrisa agradecida de una madre después de tratar a su hijo enfermo. Una mujer mayor que, a pesar de haberlo perdido todo, me dio las gracias al recibir su medicación para la diabetes. Estos pequeños actos de resistencia y gratitud son los que me inspiran a continuar, recordándome que aún hay luz en medio de la oscuridad.

Estoy cansado, pero no derrotado

Aunque estoy cansado, no estoy derrotado. A lo largo de mis 10 años con Médicos Sin Fronteras, he sido testigo del impacto duradero que el trabajo humanitario puede tener, incluso cuando parece ser solo una gota en el océano. He visto a personas levantarse, a pesar de las abrumadoras dificultades, y he comprobado cómo la solidaridad, incluso en pequeñas dosis, puede marcar la diferencia.

Mi cansancio no es solo personal; es colectivo. Es el cansancio de todos los trabajadores humanitarios, de enfermería, parteras y médicos que han estado en primera línea, entregando lo mejor de sí mismos en un mundo que a menudo se siente indiferente. Es el cansancio de un mundo que ha presenciado demasiado sufrimiento y muy pocos cambios.

Lo que espero, por encima de todo, no es solo el fin de mi propia fatiga. Sino el cese de la necesidad de que trabajadores humanitarios como yo operen en zonas de guerra. Sueño con un mundo en el que las familias, incluida la mía, no se vean desgarradas por la violencia. Donde los niños y niñas puedan crecer en paz, y donde el personal médico como yo puedan dedicarse a curar, no solo a sobrevivir. Sueño con un mundo en el que finalmente pueda estar con mi hijo, rodeado del amor de mi familia y amigos, en un lugar donde la paz ya no sea solo un anhelo.

Sí, estoy cansado. Pero mientras haya trabajo que hacer y vidas que salvar, seguiré adelante. Y me aferro a la esperanza de que un día el mundo deje de estar tan agotado”.

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