En uno de los galerones de este campo nevado hay una vitrina en la que se ven dos toneladas de cabello de mujeres y niñas que fueron rapadas por otros prisioneros, que tal vez eran sus padres o sus hijos. Luego de morir desnudas en las cámaras de gas, les cortaban el pelo, las despojaban de las incrustaciones en sus dientes y eran arrojadas a los hornos crematorios.
A este lugar los nazis lo llamaban Auschwitz.
“De aquí solo se sale por el humo de las chimeneas”, decía a los nuevos prisioneros el comandante de la SS, Karl Friertzch, cuando Polonia dejó de existir y se instaló aquí el principal centro de exterminio de judíos, polacos y gitanos en la Segunda Guerra Mundial.
Vine a Auschwitz atraído por el aforismo “quienes no recuerdan su historia, están condenados a repetirla”.
Con la complacencia de los líderes de Francia y Gran Bretaña, dos naciones democráticas dejaron de existir con meses de diferencia, Austria y Checoslovaquia, por obra de Hitler, que argüía maltrato a la población de origen alemán en esos países. Después pactó con Stalin para invadir Polonia, que también desapareció el 1 de septiembre de 1939.
La semana pasada se publicó en Pravda, de Moscú, una entrevista con quien posiblemente encabezará las conversaciones (abiertas o secretas) para terminar con la guerra en Ucrania, amigo y camarada de Vladimir Putin desde que fueron compañeros en la KGB, Nikolai Patrushev.
Dijo el ex director de la FSB (heredera de la KGB) por 16 años y asesor de Putin: “No se excluye que durante el próximo año Ucrania deje de existir”.
“Es necesario poner fin a la discriminación que sufre la población rusa en una serie de territorios, empezando por los países bálticos y Moldavia… No excluyo que la agresiva política anti rusa de Chisinau (la capital moldava) pueda conducir a la absorción de Moldavia por otro Estado, o su total desaparición”.
¿Chisinau? ¿Moldavia? ¿Los bálticos de nombre Estonia, Letonia, Lituania…?
Nadie los conoce, ¿quién va a ir a la guerra por ellos?, podría interpretarse de la algarabía de jóvenes que en una discoteca frente al hotel donde reviso estas notas, en Cracovia, cantan y bailan al ritmo de “La Macarena”.
Seguramente tampoco sus abuelos y los de otros jóvenes europeos habían oído hablar de “los Sudetes” ni sabían de la existencia de Leipzing (ahora Gdansk), y acabaron sus días aquí, con 25 kilos de peso, muertos de hambre o en las cámaras de gases, como el millón 100 mil judíos traídos en trenes de toda Europa, los 150 mil polacos no judíos, más gitanos y soviéticos.
Primero fueron las élites de intelectuales, artistas, periodistas, profesores, abogados y deportistas polacos. Por ahí se empieza la tarea de destruir una nación. En la pared hay fotografías de mujeres con ropas de presidiarias: Eugenia Smolenska, doctora en filosofía. Su hermana Janina Smolenska, ingeniera química, y otra hermana, Ana Smolenska, deportista. Aquí las asesinaron, o como la mayoría: murió de hambre.
Luego fueron los judíos, los gitanos, los opositores políticos...
Cada día entraban a los hornos crematorios cinco mil 540 cuerpos de seres humanos. Rudolph Hoss, jefe nazi en Auschwitz, vivía con su esposa e hijos pequeños junto a la última chimenea de los hornos crematorios. Por las tardes Hoss ordenaba tocar marchas alemanas a los prisioneros que eran músicos, cuando se hacía el recuento de los que volvían vivos de los trabajos forzados.
Pasé junto al arco de madera donde lo colgaron, afuera de su casa, el 16 de abril de 1947. Puse la mano en las tuercas (son las originales) de la cerca de alambres y fue inevitable pensar si la generación occidental de hoy, nacida en libertad, que come todos los días y hace sus necesidades en un excusado, también tendrá que mirar la vida a través de unas púas porque los dirigentes políticos han olvidado la historia y nos obligan a repetirla.
El “bloque de la muerte” tiene 28 celdas de castigo.
Hay varias de un metro cuadrado en la que encerraban a cuatro presos no judíos en cada una, por haber cometido alguna infracción como beber agua sin permiso en los trabajos forzados, esconder la foto de algún familiar entre sus ropas de presidiarios, o ayudar a algún compañero moribundo. (Los judíos infractores iban directamente a la cámara de gas).
Cuando llegaba la sentencia (cuatro semanas tardaba), los presos que habían sobrevivido a la asfixia, al frío entre el estiércol, orines y vómitos en ese metro cuadrado, por lo general eran desnudados y sacados al patio junto al bloque de las celdas para ser fusilados.
A la entrada de ese patio me crucé con Keir Starmer, el nuevo primer ministro de Gran Bretaña, acompañado de su esposa, que había puesto una pequeña corona de flores en el paredón de fusilamiento. “Me llevo la reflexión de defender la verdad sobre el Holocausto y luchar contra el antisemitismo y el odio en todas sus formas”, dijo momentos después de salir en silencio, cabizbajo, pálido como un ánima, casi sin equipo de seguridad.
¿Esa es toda su reflexión, señor Starmer? Me quedé con la pregunta, para no alzar la voz en un lugar que conmueve hasta las lágrimas.
El cabello que vi se almacenaba para la industria textil alemana y rellenar colchones.
Las incrustaciones de oro y plata en los dientes se enviaban al Banco Central de Alemania.
Vi las ropas de niñas judías, vestidos con tirantes de colores, sus zapatos pequeños con florecitas en la tela… llevaban una vida normal antes de llegar aquí, donde pasaban a las cámaras de gas porque serían futuras enemigas de Alemania…
Los niños gitanos morían en las manos del médico alemán Joseph Mengele, que buscaba en su ADN los genes de la maldad a fin de crear en probetas una raza pura.
Ciento cincuenta marcos por una mujer pagaba la farmacéutica alemana Bayer para experimentar y probar medicinas.
¿Eso hizo la nación de Goethe, Kant, Beethoven, Humboldt, Bach…?
Sí, fueron los nazis, pero no lo habría podido hacer sin el apoyo de la sociedad alemana que entregó, casi sin resistirse, su libertad de pensar, de decidir, sus instituciones democráticas.
Ni habría sucedido si los dirigentes políticos europeos hubieran frenado a un fanático desde que puso el primer campo de concentración, en 1933, o más tarde cuando despareció a Austria, luego a Checoslovaquia para la expansión del Reich.
Veo las alambradas de Auschwitz, me acerco, toco las tuercas de acero, observo al ministro Steimer lívido, que pasa junto a mí como un ánima sigilosa, y a unos kilómetros de nosotros está, otra vez, la guerra.