No había terminado la primera semana de enero cuando me llamó mi madre para avisarme que sus amigas, las brujas, pronosticaban un año muy complicado. Y como yo no creo en mucho, pero tampoco ando arriesgándome sin motivo, le conté a la gente que me rodeaba, que siempre han sido pocos, más que por prevenirlos por ser la primera en pronosticarlo. "Parece que 2020 será un año duro", le dije a mi socia, quien amenazó con dejarme por no querer trabajar con alguien que trajera ese tipo de energía (cosas de todos los días en Bali). Y le dije a mi 'Güero', quien no cree nada que no venga de medios confiables y no considera a mi madre uno de ellos y por ello me mandó a volar y siguió en lo que estaba: probablemente leyendo alguna noticia. Ahora sé que no es cuando se mira atrás con los pronósticos cumplidos que se puede decir que somos clarividentes o, para el caso, lo son las amigas de mi madre, sino antes, cuando hay algo que perder al afirmarlo y, en ese momento, ni yo ni nadie hubiera querido creerlo. En todo caso, lo más probable es que alguna de las amigas de mi madre fuera como mi 'Güero': asiduos a las noticias internacionales, y estuviera solo pronosticando sobre lo que ya se veía venir.
El 1 de enero cerró el Mercado de Mariscos de Huanan, tras el reporte de varios casos de personas infectadas por el nuevo coronavirus. Esto aún no era noticia internacional o quizá no de la magnitud y agotadora omnipresencia como lo es ahora. El 4 de enero regresé de pasar Navidad en Australia con la familia de mi 'Güero'. Llegué de madrugada a Bali, Indonesia, en donde resido intermitentemente hace alrededor de cinco años. Para el 5 de enero se descartó la posibilidad de que el nuevo virus fuera SARS y desde entonces todo fue cuesta abajo o a alguna dirección que no es necesariamente la mejor. Yo regresé a casa sola porque el 10 de enero comenzábamos nuestro primer retiro, el cual habíamos preparado, anticipado y sufrido un tanto exhaustivamente. Fue un éxito, al menos lo que se dice un éxito cuando un primer negocio sale sin ganancias, pero también sin pérdidas. Fue un éxito laboral, emocionalmente no tanto. Y eso que aún no había pasado "gran cosa" mundialmente hablando.
El día que comenzaba el retiro amanecí llorando, sin querer hacer nada, con miedo, así que decidí hacer acopio de mis fuerzas e ignorar lo que no entendía, solo para recibir más tarde uno de esos mensajes que quienes vivimos lejos entendemos y tememos: Llámanos.
Mi abuela murió a las nueve de la mañana de ese mismo día mientras yo lloraba en el baño de casa. Después comenzó el retiro de siete días durante el cual hice mi mayor esfuerzo por sonreír mañana y tarde mientras sostenía a un grupo de cinco mujeres a quienes había prometido dar lo mejor de mí. Fue una semana dura, de mucha reflexión y llanto, así como ha sido esta última, solo que ahora estoy segura de que no estoy sola y somos muchos millones los desconcertados, los que tenemos miedo, los que no hemos podido volver a casa, los que estamos preocupados por un ser querido, los que a veces todavía por las mañanas, esperamos unos minutos más antes de prender los teléfonos para hacer como si no estuviera pasando nada y que así nos dure un poco más el descanso.
No me queda ninguna duda de que escribo desde una posición de privilegio única. Aunque he trabajado mucho para que esto no me cause culpa, sino un constante agradecimiento, vivo con dejos de tradiciones (judeocristianas) anquilosadas que no me permiten ser libre de ella, no al 100 por ciento. No estoy enferma, tengo un techo sobre mi cabeza y comida sobre la mesa; puedo no salir a trabajar en un tiempo y no sufriré hambre ni abusos, que ya es mucho más de lo que la gran mayoría de gente en el mundo puede decir. Y me duele enormemente que se necesiten situaciones como esta para entender, si es que lo hacemos, lo injusto, dividido y polarizado que está nuestro planeta.
He estado triste porque dejé mi casa y, por ahora, todo sentimiento de estabilidad. Pienso en mis hermanos, en campos de migrantes o refugiados, en toda la gente que vive al día en mi colonia; en amigos que no han podido detener sus vidas porque están velando a un familiar y se me eriza la piel. Sé que como raza saldremos de esta, aunque me preocupa que continuemos siendo los mismos.
El 17 de enero terminó el retiro. Volví a casa para enterarme que había muerto la segunda persona en Wuhan. Sí, también me parece que eso hubiera ocurrido hace más de un año. En Bali lo único que hasta ese entonces se había escuchado del COVID-19 sería por Wayan, que un día llego a casa asustada a contarme de un nuevo virus que yo ningunee; por mi papá, que es médico y quien desde que se volvió padre ha vivido asustado de todo lo que podría matarnos.
A mediados de enero se escuchaba más. Entre amigos hacían alarde estúpido de que el coronavirus no sería algo que nos tuviera con pendiente. Bali está a 4 mil 327 kilómetros de Wuhan y tiene, o tenía, vuelos directos diarios. Ya tendré tiempo, espero, para contar de Bali y de cómo la vida ahí se mueve a un ritmo distinto marcado por los ritos religiosos, el clima y el turismo. Imagínenlo: en donde vivo quizá sea un poco como San Cristóbal de las Casas, pero con el endemoniado clima de Tuxtla Gutiérrez. Intercambiando todas las iglesias por templos hinduistas-balineses, con más gente, con mil veces más motos y con una mezcla de gente bastante interesante. En realidad, quizá no se parezca en nada a San Cristóbal de las Casas.
El 5 de febrero, por ahí de las seis de la mañana, confirmé que estaba embarazada. Las rodillas me desaparecieron del cuerpo y aunque no pude llorar, fue como si lo hubiera hecho de la alegría. Ese mismo día, alrededor de las siete, nos avisaron que el esposo de mi socia y amiga voló cuatro metros del balcón enclenque de su casa y se estrelló en el camino de concreto de la entrada. Ya para entonces iba claramente en picada el asunto. Aunque yo procuraba resguardar mi dicha, pasé los primeros dos días metida en el hospital con ellos, que la siguen viendo más difícil que la mayoría de gente con quien he cruzado camino en este mundo. Para entonces China ya había confirmado 425 muertos y 20 mil 438 infectados. En contraste, Bélgica tenía al primer infectado.
Así pasó nuestro febrero, inocentes al margen del resto del mundo que en realidad nos quedaba tan cercano, entre celebraciones y penas, preocupados y asustados por nuestros amigos, pero en realidad felices, o al menos yo porque el 'Güero' como que no se hacía a la idea de nada. Pero sintiéndonos seguros, lejos del caos internacional, como quizá ocasiona el vivir en una isla tan pequeña, haciendo planes como solo se hacen cuando sabes que tu vida cambiará ciento ochenta grados en ocho meses, que tu cuerpo ya no es tuyo y que es probable que el resto del tiempo que te quede tampoco.
Marzo fue distinto. Algo comenzó a cambiar y de un día a otro, así como quien dice 'agua cae', recibimos una llamada diciéndonos que yo podría estar infectada de coronavirus porque había pasado la tarde con una amiga: su hermana se encontraba grave en el hospital. Ese día fue como un cubetazo de agua fría. El 'Güero' y yo ya habíamos comprado un poco más de pasta, sin querer mucho la cosa, para no acaparar ni ser extremistas, pero ese día limpiamos la casa como no lo habíamos hecho ningún otro y nos hicimos de una reserva de comida que no habíamos tenido en seis años de vivir juntos. Comenzó la primera cuarentena .
Para el 16 de marzo me desperté cantándome las mañanitas. Cumplía 33 años. España ya había reportado 2 mil casos y 100 muertos en menos de 24 horas. Me celebré de un modo extraño, nunca acostumbrada a que nadie me despertara con esa canción a la que me condicionaron por veinticuatro años de vida. Seguimos en casa y éramos, por prevenir aquel contacto, de los pocos encerrados en toda la isla, 'a medias' porque íbamos por comida a la tienda o a caminar alrededor de la cuadra y todo seguía como si nada. En fecha y forma seguían los desfiles previos y las celebraciones de Nyepi, las más importantes de todo el año en Bali.
Nada pasaba en nuestra colonia y a veces podía olvidarme de lo que estaba sucediendo, sentarme en nuestro breve patio a escuchar los pájaros como si el tiempo estuviera detenido, pero el mundo estaba ya en tal grado de perplejidad que yo recibía llamadas diarias de mi padre preguntando por nuestro estado de salud y nuestros planes que hasta el domingo anterior habían sido los de siempre: Vivir un embarazo tranquilo y soñado en Ubud, con mis clases de meditación, los paseos a la alberca municipal, las caminatas largas. En junio o julio nos iríamos a México porque uno tiene que volver a la tierra natal a dar a luz, si no, ¿de qué se trata todo esto?
Papá nos asustó al llamarnos tarde, rompiendo el primer día que habíamos logrado pasarlo sin redes, para decirnos que sería bueno buscar salir de Indonesia. "¿Cuándo?", pregunté ingenua. No sabíamos cómo cada país iba a reaccionar a cómo se estaban viendo las cosas. Indonesia estaba tomando medidas tan lento como soltaba información, haciendo parecer que las celebraciones podrían significar un desastre infeccioso, y la recesión económica un desastre financiero para una isla que cada día vive más del turismo. El 'Güero' y yo lo habíamos pensado ya, no tanto por nosotros, sino por el pequeño e inusitado ser que crece dentro de mí y del cual sé muy poco. ¿Qué se hace en un país en el que ni siquiera puedes darte a entender al 100 por ciento, si se colapsan todos los servicios de salud y tú estás por convertirte en madre? ¿De qué me puedo arrepentir menos? Así funciona a veces mi cabeza.
Planeamos salir a Australia el domingo 22 de marzo porque fue el vuelo que encontramos. Mi visa aún estaba vigente y teníamos tiempo, o eso creíamos. Nos quedamos tranquilos hasta el día siguiente cuando el 'Güero' entró corriendo al cuarto a avisarme que el primer ministro de Australia cerraba fronteras en 24 horas para todos los extranjeros. La calma de dejar una casa con planes y sin miedo se transformó en angustia por salir corriendo de un país que aunque no nos mostraba grandes indicios de la pandemia, pero que tampoco nos tranquilizaba con sus medidas. Íbamos a otro sitio, más lejano de casa, pero en el cual tenemos familia y acceso a un sistema de salud en el que siempre hemos confiado un poco más.
La salida fue intensa, extraña, acelerada, dolorosa y también llena de pequeños logros. Nunca pensé dejar el primer sitio en el que comencé a hacer un hogar así: olvidando la mayoría de mis libros, dejando atrás la jamaica que he cuidado tanto y sin despedirme de ningún amigo. El 'Güero' no había conseguido volar conmigo, pero en uno de mis ataques ciegos de fe en la suerte que me ha cubierto siempre, le pedí que empacara conmigo, que me llevara al aeropuerto y que esperara. Estaba segura, como tantas otras veces que no he logrado nada, que se abriría un lugar.
El jueves 19 de marzo, tres días después de mi cumpleaños, tres horas antes de que Bali dejara salir el último vuelo a Australia, abordamos juntos con dirección a Perth. Yo pasé todo el camino agradeciendo y preguntándome si es normal vivir en un sitio del cual quieres irte cuando pasa algo así, si es momento de volver a casa, de estar más cerca de mi familia. Porque llevaba exactamente seis semanas extrañando México todos los días. Ofrecería mi sueldo íntegro por unas enchiladas verdes de las que hacía mi abuela con quesillo de Chiapas y que ya no volveré a comer nunca; soñando con comerme unos tlacoyos en el mercado de Tlalpan y con una búsqueda exhaustiva de tortillas azules y huitlacoche.
Ahora estamos en Melbourne, después de un interrogatorio exhaustivo y un día de cuarentena en un hotel en Perth. Aquí, un amigo de mi 'Güero', con la bondad que no mostraron mis vecinos de Bali conmigo, nos prestó su casa. Llevamos nueve días sin salir ni al portón. La familia nos trajo comida y eso hemos hecho: comer, reconectar con la gente que queremos e intentar trabajar un poco, en lo que se puede. Yo me arrastro con nauseas de un sillón a otro sin poder dejar de sentir que debería estar haciendo mucho más de lo que hago, pero cuando recuerdo que las nauseas indican que todo va bien, sonrío. No tenemos planes ni plantas ni yoga prenatal ni curso de parto gentil ni piscina municipal ni caminatas al atardecer ni reuniones con amigos ni muchas cosas ni casa, pero estamos bien porque la comunidad que tenemos cerca nos ha dado su apoyo.
Y sí, estoy bien, aunque me recuerdo que también se vale no estarlo, como lo estamos tantos. Es entonces que me permito estar triste por los cambios y las pérdidas sufridas en el corto tiempo; por la incertidumbre de no poder volver a casa pronto; porque no puedo proteger a todos los míos ni desde aquí ni estando allá a su lado. Tengo sueños largos en los que no pasa mucho: encuentro una rama seca y la pongo en la mesa para cada diez o quince minutos cortar una de sus ramitas hasta que la voy dejando hecha un tronco. Sus ramitas ahí, al lado, pero escindidas.
Creo que esto, como todo, pasará. Lo digo en el gran esquema de las cosas, en el que todo siempre pasa y el mundo sigue siendo mundo y el ser humano sigue siendo el mismo. Me gustaría creer, como lo hace tanta gente que quiero, que se dará un cambio monumental y que ahora quienes sobrevivan, que serán la mayoría, verán las cosas de forma distinta. Nos hermanaremos para disfrutar de la naturaleza y para apoyar en la construcción de un mundo más consciente de nuestro impacto y del prójimo. Me gustaría creerlo, pero la historia nos delata torpes y con mala memoria.
Estoy de acuerdo con Byung-Chul Han cuando dice que ningún virus es capaz de hacer la revolución. Somos, por lo general, individualistas de vista corta y rango de acción restringido. No todos, y es en aquellos distintos que recae toda mi alegría de vivir por encontrarlos. Pido perdón a quien esta lectura le agüite y agradezco a quien llegó hasta aquí. Lo que yo creo, como lo comprobé ya en el último temblor del 19 de septiembre, es que situaciones así no cambian a la gente, sino que exacerban nuestros caracteres dejando a los otros y a nosotros mismos ver quiénes en verdad somos cuando tenemos miedo, cuando hay incertidumbre, cuando recordamos que nadie tiene la vida comprada. Después pasa el tiempo, volvemos a nuestras casas, a nuestras rutinas, a nuestras mañas. Se nos olvidará que por un tiempo éramos felices con no enfermarnos y comenzarán las necesidades que nos abruman siempre. El miedo tiene esa cualidad, pierde poder con la distancia. Hace diez días yo solo quería que estuviéramos seguros, ahora me entristece enormemente no poder ver a mis padres.
Uno no cambia tanto ni tan rápido, y sigo siendo yo, con pandemia y sin ella. No extraño las fiestas que nunca disfruté demasiado, pero me entristece, por haber tenido que salir corriendo, no poder regar mis plantas o estar en mi casa. Extraño, por haber decidido vivir tan lejos, a mi familia y a mi país, y también tener más libros en español, de papel, que aquí no encuentro; salir a la calle e ir por un café a cualquier sitio. Uno no cambia tanto ni tan rápido, y si queremos en realidad el cambio hay que trabajarlo, porque este no se dará por estar en casa con temor o sin él.
No me atrevo a especular en qué dirección cambiará el mundo. La recesión económica será enorme y, como siempre, más grave y dolorosa para los que menos tienen. Quizá el miedo al prójimo tarde un poco en abandonarnos, y el viaje, por un tiempo, se vuelva algo que se hace por necesidad y no por gusto. No lo sé. A veces temo que mi cría llegue a un mundo que no se ha despojado del miedo y en el que salir a la calle siga costando una multa de diez mil dólares. Es extraño lo que se ha despertado en mi pecho con este inicio tan temprano de ser madre, lo que se ha exacerbado en mi cuerpo con esta pandemia y este mundo presente que cambia por minuto sus reglas. Una necesidad casi básica de volver a casa, de estar entre la gente que me reconoce. Un deseo único de escuchar mi idioma, de reconocer rostros, de sentirme capaz de correr a ver a alguien que quiero, aunque pueda tomarme dos horas.
Hasta el 2 de abril el conteo alcanzó un millón 11 mil 490 casos confirmados del nuevo coronavirus. Han muerto más de 52 mil personas, la mayoría solas, sin poder despedirse de nadie. Me duele enormemente lo que sus familias pueden estar sintiendo, y agradezco cada vez que lo pienso a la gente que está en las primeras filas con una valentía que yo no podría ni siquiera fingir, ayudando. Australia podría cerrar fronteras por seis meses y convertir la cuarentena opcional en arresto domiciliario. Nosotros estamos bien. Es difícil quejarse cuando se abren los ojos a lo que está sucediendo, pero creo que también se vale, además de ser conscientes de nuestras propias pérdidas, reconocerlas, darles su espacio, llorarlas, para entonces poder dejarlas ir y comenzar a sanar desde adentro, desde lo individual y así ser en verdad de ayuda para la comunidad que nos rodea.