En dos años, los conflictos que asolan la parte oriental de la República Democrática del Congo han provocado la huida de varios miles de personas. Desplazados en la frontera entre las provincias de Kivu del Sur y del Norte conviven con comunidades que también son vulnerables y están necesitadas.
"Habíamos escuchado que en Katasomwa había paz, así que decidimos venir", recuerda Justin. "Varias personas murieron en el camino. Desde que llegamos el pasado julio, nos cuesta encontrar algo que llevarnos a la boca. Estamos amenazados por la lluvia, los refugios en los que vivimos pueden incendiarse en cualquier momento. Tenemos una vida miserable".
Mientras Justin habla, una choza de paja arde a unas decenas de metros de distancia. Nadie se mueve: no se puede hacer nada más que dejar arder el refugio y todo lo que hay en él. En segundos, las escasas posesiones de uno de los 957 hogares de este enclave de desplazados internos de Katasomwa se esfuman.
"Vinieron por la noche a amenazarnos. Quemaban nuestras casas. Nos golpeaban todo el tiempo e incluso atacaban a algunas personas con machetes", relata.
Originario de Masisi, provincia de Kivu del Norte, Justin no tuvo más remedio que huir de allí. Con su familia y miles de personas más, cruzó la frontera provincial hasta la aldea de Katasomwa en Kivu del Sur. No fueron los primeros. Debido a los numerosos enfrentamientos durante los dos últimos años entre el ejército nacional y grupos armados de habla ruandesa, cerca de 10 mil personas han buscado refugio en un lugar en el que las más básicas infraestructuras y servicios brillan por su ausencia.
El largo camino que tuvieron que recorrer durante varias semanas no estuvo exento de dificultades. Mucha gente dice haber sido víctima de robos y violencia, incluida la violencia sexual. Cuando llegaron, tuvieron que enfrentarse a una realidad no menos difícil: la región es muy pobre y carece de recursos y servicios básicos; el acceso a la salud, la educación y la protección no está garantizado.
Una mortalidad desorbitada
Las mujeres y los niños constituyen la gran mayoría del flujo de personas desplazadas en las áreas de salud de Mushunguti, Ramba y Bushaku. Entre la odisea del camino recorrido y las condiciones de vida en el asentamiento, la gente enferma con facilidad: diarreas, infecciones respiratorias agudas, parasitosis intestinales. Una evaluación nutricional de 362 niños arrojó que 15 de ellos sufrían desnutrición severa, una tasa por encima del umbral de emergencia.
La afluencia de personas desplazadas está sobrecargando el frágil sistema sanitario. El cetro de salud de Katasomwa se mantiene en marcha gracias a un personal motivado, pero carece de recursos.
"Las mujeres desplazadas evitaban el centro de salud porque no tenían dinero para pagar la consulta", explica la enfermera Esther Isabayo Benimana. "Muchas han dado a luz en el campamento y algunas han muerto".
La penosa situación que impera en la zona llevó a Médicos sin Fronteras (MSF) a lanzar una intervención de emergencia. Un equipo se desplazó desde Bukavu para asistir a las comunidades más vulnerables. La prioridad era responder a las necesidades médicas, según David Namegabe, responsable médico.
"Nos centramos en las poblaciones en las que la tasa de mortalidad era mayor. Encontramos que se trataba especialmente de niños de entre cero y 15 años y mujeres embarazadas. También nos hemos centrado en todas las emergencias médicas y quirúrgicas, otra de las principales causas de muerte a nivel de la comunidad y en las estructuras de salud", apunta.
La voz de David es interrumpida por golpes de martillo: unos logistas están rehabilitando el centro de salud Katasomwa y otras estructuras médicas en las zonas de Mushunguti, Ramba y Bushaku.
Estas personas no habían recibido ninguna vacuna desde 2017, por lo que se puso en marcha una campaña de inoculación contra varias enfermedades, en colaboración con las autoridades sanitarias locales. En las tres áreas de salud en cuestión, cerca de 7 mil niñas y niños fueron inmunizados contra enfermedades prevenibles como el sarampión.
"Nosotros también tardamos nueve meses en nacer"
Las necesidades de la población desplazada son muy agudas y su llegada ha exacerbado las desigualdades ya existentes previamente en la zona de Mushunguti: las comunidades pigmeas, desalojadas del bosque Kahuzi Biega, donde habían vivido tradicionalmente debido a la designación del enclave como Patrimonio Mundial de la Unesco, siempre han sido el objeto de discriminación.
"Cualquier niño podría robar pero nos culpan a toda la comunidad pigmea", lamenta Roza Nyirakongomani, representante de esta comunidad nómada. "Acusan siempre a los pigmeos de robar. Aunque el responsable no pertenezca a nuestra comunidad. ¿Por qué? Porque no tenemos actividades (económicas) estables. Nuestras hijas están siendo violadas. Marchan por la mañana para reclamar una compensación, pero regresan sin nada. Las toman por la fuerza y, a veces, conocemos a las personas que lo hacen, pero no podemos llevarlas ante la justicia porque no tenemos el dinero para pagar el juicio".
Hundidos en el olvido, los miembros de esta comunidad acogen sin regañadientes toda ayuda que se les ofrece.
"Nosotros también tardamos nueve meses en nacer", insiste Roza. "No entendemos por qué siempre se nos olvida. Nos duele el corazón".
Para asistir a estos grupos más discriminados, MSF ha identificado a una persona en cada aldea que pueda ejercer como trabajador de salud comunitario. La persona es instruida para tratar con eficacia los casos médicos más leves y derivar los más graves al centro hospitalario más cercano, en Chigoma. Esto, además, ayuda a descongestionar los centros de salud.
"¡Esto es Katasomwa!", clama Innocent, un enfermero de MSF responsable de formar a este tipo de trabajadores. Después de escuchar la teoría, los aprendices se turnan para recibir un cuaderno, bolígrafos, botas de goma y medicamentos, el equipo básico que permitirá a los trabajadores de salud comunitarios atender y ayudar a los miembros de su comunidad.
Las tensiones, el aislamiento y los diferentes estilos de vida conducen a la desconfianza y a la estigmatización de las minorías, ya sean personas desplazadas o comunidades pigmeas, cuyos derechos fundamentales son constantemente violados. Más allá de las necesidades médicas a las que MSF respondió con urgencia, se debe garantizar la protección de las personas que viven en las áreas de salud de Mushuguti, Ramba y Bushaku, así como su acceso a los servicios de salud y educación, a justicia y a los recursos económicos que les permitirán continuar su vida diaria y garantizar un futuro a sus hijos.
Desde el inicio de la intervención en la zona, en noviembre de 2020 hasta enero, Médicos Sin Fronteras ha llevado a cabo más de 4 mil consultas con miembros de las comunidades locales, desplazadas y pigmeas y más de 850 personas han sido atendidas por responsables comunitarios de salud.
Alrededor de 100 supervivientes de violencia sexual recibieron tratamiento médico y psicológico y más de 6 mil niñas y niños menores de cinco años fueron vacunados contra el sarampión y otras enfermedades infecciosas, en colaboración con las autoridades sanitarias.
Los equipos también están trabajando para mejorar los servicios de saneamiento e higiene, incluida la construcción de 80 letrinas y la instalación de una red de agua. La situación nutricional en este enclave también es motivo de preocupación, y los equipos de MSF la monitorizarán de cerca en las próximas semanas.
Esta nota es de MSF y se publica bajo una alianza editorial con El Financiero para difundir el trabajo de la institución.
Médicos Sin Fronteras fue fundada en Francia en 1971 por un grupo de médicos y periodistas. Ganaron el Premio Nobel de la Paz en 1999 por su labor humanitaria en varios continentes. MSF tiene operaciones en más de 70 países, entre ellos México, donde la oficina se estableció en 2008.
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