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¿Qué es el ecofeminismo y por qué reconocer su lucha?

El ecofeminismo es una corriente de pensamiento que plantea transformar las prácticas sistémicas que oprimen a las mujeres y dañan el medio ambiente.

Integrantes del Colectivo Amasijo durante una de sus celebraciones.

El ecologismo y el feminismo son dos movimientos que han amplificado su voz en los últimos años y que han señalado al sistema económico imperante como el detonador de la crisis ambiental y de la violencia hacia las mujeres.

Aunque a simple vista sus objetivos parezcan distintos, existen puntos clave en los cuales convergen y que han dado lugar a una nueva forma de pensar esas luchas de manera conjunta: el ecofeminismo.

“El feminismo tiene docenas de observaciones académicas, se interpretan de diferentes formas, existen las olas del feminismo que ayudan a comprender las variaciones de las corrientes. El ecofeminismo es el resultado de todo ese ejercicio previo pero también es un ejercicio teórico, práctico e interdisciplinario”, explica la doctora en Economía Internacional y Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid, Aleida Azamar Alonso en entrevista para El Financiero.

La primera persona en hablar propiamente de ecofeminismo fue Françoise d’Eaubonne en su obra Le Feminisme ou la Mort escrita en 1974. Ahí la autora argumenta que la opresión de la mujer se da en forma paralela a la dominación de la naturaleza.

“Ella habla de un dominio indiscutible del hombre en todas las esferas de gobierno y en todas las instituciones que había conducido justo al escenario de crisis socioambiental. Esto ayudó a fincar todas las bases de este modelo de desarrollo en el que vivimos el cual depende del desarrollo, la producción y la explotación depredadora que se beneficia de la naturaleza pero también de la labor de la mujer”, detalla la académica.

Defensoras ambientales contra el sistema

La falta de representación política e institucional de las mujeres en regiones donde abundan los procesos extractivistas y de explotación ambiental ha propiciado la aparición de una lucha no solo por la defensa del territorio sino por la reivindicación de los derechos de las mujeres ante el Estado.

Un caso que lo ilustra es el del Centro de Servicios Comunitarios Mujeres en Lucha de San Miguel Topilejo, ubicado al sur de la Ciudad de México, en la alcaldía Tlalpan. Ahí, las oriundas del lugar se organizaron para transformar un terreno inseguro e insalubre en un espacio de vida y esperanza donde desarrollan actividades y ofrecen comida a 200 personas diariamente.

Para lograrlo tuvieron que enfrentarse al rechazo de los ejidatarios y a una legislación agraria excluyente, hasta que a principios de los años 2000 pudieron rescatar el lugar.

“Lo cuidan, tienen captación de agua de lluvia, dan trabajo a otras mujeres para que ya no sean tan dependientes y tampoco se tengan que trasladar. Es un gran ejemplo del ecofeminismo porque están defendiendo su territorio, sus derechos y han incluido poco a poco a los indígenas niños”, destaca Azamar.

Pese al éxito de este caso, resulta necesario aclarar que la falta de respaldo colectivo e institucional es uno de los mayores riesgos que enfrentan las mujeres en América Latina junto con la violencia y la estigmatización.

“Las mujeres somos netamente estigmatizadas, es mal visto que las mujeres participen en acciones más allá de las de su propio hogar. Las mujeres de la ciudad y que salimos a protestar hemos avanzado un poco en esa estigmatización pero las que viven en zonas rurales o periféricas se piensa que deben quedarse en su casa a cuidar a sus hijos, a cocinar, a cuidar a los padres”, señala la especialista.

Además, ”cuando las mujeres salen a defender el territorio, son amenazadas sexualmente, generalmente antes de matarlas, existe abuso”.

De acuerdo con los datos de Global Witness, en 2020, más de la mitad de los ataques en contra de activistas ambientales sucedieron en solo tres países: Colombia, México y Filipinas.

En México, se cometieron 30 homicidios relacionados con conflictos socioambientales, de los cuales no existen datos oficiales sobre la composición de género.

“Siempre hemos tenido muchos problemas con las cifras pero a pesar de ello, sí sabemos que es menor el número de mujeres que de hombres que participan en la defensa por los riesgos que corren”, afirma Azamar.

Ecofeminismo en México: Colectivo Amasijo

Los retos que plantea la defensa del territorio en uno de los países más peligrosos para los activistas ambientales y las mujeres, son muchos y desalentadores.

Sin embargo, un grupo de seis amigas ven en la comida un camino para lograr la reconexión con la tierra y así propiciar su cuidado y restauración.

Colectivo Amasijo es una agrupación de mujeres con diferentes conocimientos y “haceres” que descubrieron una nueva forma de incidencia socioambiental mientras cocinaban tamales de elote bajo un cielo encapotado de agosto.

Mientras desempeñaban las labores propias de la elaboración del platillo se dieron cuenta que cuidar la tierra era un acto que podían hacer desde la cocinada. Fue así como surgió la idea de crear un proyecto que cuestionara, hablara y reflexionara sobre sobre el origen y la diversidad de los alimentos.

“Empezamos a conectarnos con las mujeres que cuidan la tierra, y a cocinar esos insumos que nos daban y compartirlos con las personas de la ciudad”, narra Carmen Serra sobre los inicios del colectivo.

Mientras preparan los platillos se sientan a conversar con todas las implicadas en el proceso y es ahí donde comparten sus experiencias en un ejercicio de “escucha amplificada”.

“Esta metodología de estar haciendo algo mientras conversas hace realmente que tu escucha se amplifique. En esas conversaciones, las narrativas que surgen de las mujeres con las que estamos son las que realmente nos están hablando del cambio que hay en la tierra, del cambio climático,no es el científico que está en su computadora hablando de los tres puntos que se calentó la tierra sino es la mujer que te está diciendo que cuando llegaron las tabacaleras a Veracruz se acabaron las meliponas. Estas narrativas nos están dando cuenta desde un lugar de lo que le está pasando a la tierra”.

En cada comida o celebración como ellas la llaman, elaboran un pequeño compendio que contiene las historias de las materias primas que conforman los guisos.

“Los berros cada vez son más complicados de conseguir, esa hierba crece donde hay mucha agua y por lo general cada vez hay menos agua limpia. Uno debe estar muy al pendiente de dónde y cómo se corta. Ella es Mariluz de Lerma en el Estado de México”, reza uno de los fragmentos.

Además de estos rituales entre amigas y compañeras del campo, destacan otros de sus proyectos como el de la puesta en marcha del mercado ‘Echar montón: Milpa Alta territorio en resistencia’ en el Museo de Arte Carrillo Gil. Al lugar acudieron mujeres productoras del sur de la ciudad para compartir su conocimiento y urgir a los asistentes a ser más responsables con el cuidado de la tierra.

“Milpa Alta está en peligro porque están cambiando el uso comunal de la tierra, la quieren privatizar. La presentación fue un llamado a que nosotras desde acá pudiéramos estar hablando de estos temas en defensa del territorio de Milpa Alta, cómo traer algo que aparentemente es muy lejano a algo más doméstico y que puedes realmente ver, tocarlo, olerlo, sentirlo y conectarte. Estas historias nos ayudan a estar cerca”, explica Carmen con fervor.

Además de esto han participado en una investigación en torno al fandango titulada ‘Los sones de la tierra’ en el Salto de Eyipantla, comisionada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York y en la conversación activa, ‘Re-member’, en Cove Park, Escocia en el marco de la COP26.

En una de sus más recientes colaboraciones con el proyecto artístico de #NOVOYSOLA, exhortan a las marchistas del 8M a pasar por un taco de pato y unas tortillas de maíz producido en milpas de “familias amigas, donde las hierbas que nos alimentan nacen libres en el monte, donde los animales que sacrificamos crecen cerquita a una y donde el cuidado está al centro”.

Imaginar el futuro

El grupo clasifica sus proyectos como artísticos pues conciben al arte como un espacio “para poder decir cosas que a lo mejor en otro ámbito no te dejarían decir”.

“El arte es político, es social, amplifica y da permiso para imaginar mundos que a lo mejor no están tan evidentes. Empiezas a crear las condiciones para que sucedan otras pero desde un lugar más creativo, más imaginativo”, subrayan.

Es por eso que al visibilizar la aportación de las comunidades cercanas a la tierra y al compartirlo con personas alejadas de esta buscan demostrar que existe una alternativa al modelo de producción imperante.

“Los deseos del colectivo es el deseo de cómo queremos vivir, bajo el entendimiento de lo poderosas que somos cuando estamos juntas. En el momento en que empecemos a desfragmentar las relaciones quizá podamos empezar a imaginar y ponernos de acuerdo en qué es lo que queremos para estar en un bienestar y en un centro, todas”, concluye Carmen.

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