Apenas había comenzado a recorrer el campamento, cuando una señora se acercó de repente. Sin mediar saludo, me dijo con tono alarmado y señalando hacia la carretera:
-Anoche pasaron dando bala por allí.
Aunque me tomó desprevenido, intenté seguir la conversación normalmente para que no se notara la sorpresa. La señora comentó que no es la primera vez que se escuchan balaceras cerca del campamento. También dijo que los hombres jóvenes que viven allí están asustados ante la posibilidad de ser reclutados por bandas del crimen organizado.
Al notar que cargaba en uno de sus brazos un garrafón de agua de cinco litros, le pregunté qué otras cosas estaban afectando su vida en el campamento. Ella respondió que en las cuatro semanas que ha permanecido allí no ha existido suministro de agua potable. Y que son contadas las veces en las que han recibido donaciones de alimentos.
-Los domingos han venido personas de una iglesia a regalarnos sándwiches con jamón y queso y una bebida – detalló-. De resto, todo nos toca comprarlo por nuestra cuenta y acá hay muchos que no cargan ni un centavo encima.
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El campamento es un terreno en forma de rectángulo que limita en su parte norte con el río Bravo, que en este punto de la frontera es un canal de menos de 20 metros de ancho cuyas aguas están ocultas bajo una espesa capa de plantas invasoras. Al otro lado, tan cerca que casi se puede tocar, empieza Estados Unidos, el país donde habitan las promesas de bienestar y seguridad que justifican todos los dolores que han pasado quienes esperan en este punto a que les llegue su turno de cruzar.
En el piso de tierra se ven algunos charcos que son los últimos recuerdos de la reciente ola de frío que asoló la zona, obligando a las personas a reforzar la protección de sus carpas con plásticos y bolsas de basura para resistir las temperaturas extremas que llegaron a descender varios grados bajo cero. El olor a humo de leña inunda todo el espacio, aunque por momentos se combina con el de los desechos que se acumulan entre las carpas y en el borde del río.
Varias banderas de Venezuela izadas en lo alto de las carpas indican la procedencia de la mayoría de los habitantes del lugar. A esta hora de la mañana hay personas preparando el desayuno en fogones improvisados con piedras y en ollas renegridas por el tizne del carbón. Otras se dedican a barrer los alrededores de sus casas de campaña. Un grupo de niños hace fila alrededor del único tanque de agua disponible para todo el campamento. Cerca de ellos, dos niñas están jugando con un castillo de plástico y una princesa de largo pelo rubio.
En este campamento, todas las personas -2 mil 500 aproximadamente- intentan continuar con su vida cotidiana en la medida en que las circunstancias lo permiten. Todas ellas llegaron migrando desde el sur del continente y una gran proporción acabaron en este lugar tras ser expulsadas desde Estados Unidos mediante el Título 42. Con los recientes cambios en las políticas migratorias de ese país, quienes quieran cruzar de forma regular dependen de la realización de un trámite a través una aplicación digital llamada CBP One: La vida en suspenso a la espera de un click.
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El campamento está en Matamoros, una ciudad del noreste de México que en los últimos años ha sido el escenario de repetidas crisis humanitarias por cuenta de las decisiones políticas de Estados Unidos y México, que aumentan la vulnerabilidad y lesionan la dignidad de las personas migrantes. Estoy aquí como parte del equipo de Médicos Sin Fronteras, una organización que ofrece servicios de salud física y mental y soporte psicosocial a las poblaciones en movimiento en esta zona del país.
Tras reducir sus actividades en 2021, desde diciembre de 2022 desplegó una intervención de emergencia para responder a las necesidades de quienes han formado este campamento improvisado a las puertas de Estados Unidos. A medida que avanza el recorrido, los impactos de vivir bajo estas condiciones sobre la salud de las personas surgen rápidamente a la vista.
Al ver el logo en mi playera, un hombre joven salió de su carpa para comentarme que desde hace días lo afecta una diarrea con sangre. Aunque dijo que viaja con una receta médica que le indica el tratamiento a seguir, hasta el momento no ha logrado juntar el dinero para comprarlo. Mientras él hablaba, una pareja con una niña en brazos se acercó para contarme su problema: desde la noche anterior la bebé empezó a respirar agitadamente y con un silbido en el pecho. Una persona más me abordó en ese breve lapso: un hombre de mediana edad aquejado por una diabetes preguntó si podía entregarle los medicamentos necesarios para mantenerse estable.
A todas las personas les expliqué que un equipo de MSF está disponible para atenderlos tres días a la semana en una clínica móvil ubicada a una calle de distancia del campamento. A las afueras de la clínica de MSF, en una sala de espera improvisada bajo una carpa de tela, en este momento más de 15 personas esperan su momento de pasar a consulta. Los turnos son repartidos de acuerdo con el nivel de urgencia de cada caso, priorizando siempre a las mujeres embarazadas y a los menores de cinco años.
Adentro de la clínica, adaptada en la oficina de una organización aliada, el pequeño espacio se ha convertido en un consultorio médico de emergencia. Una enfermera y una doctora atienden a dos niñas acompañadas por sus mamás. En ambos casos se trata de afecciones respiratorias leves, uno de los diagnósticos más frecuentes cuando las personas deben vivir bajo condiciones tan hostiles como es este campamento. Cuando una de las mujeres sale de la clínica con su pequeña hija, me acerqué para preguntarle por su situación.
“Mi nombre es Yirimar, soy venezolana y viví en Perú un par de años antes de iniciar el viaje hacia Estados Unidos con mi esposo y mi bebé. Llegamos a principios de diciembre a Matamoros y gracias a Dios pronto vamos a poder cruzar legalmente a Estados Unidos para encontrarnos con una prima que nos va a recibir. Hicimos muchos intentos en esa aplicación hasta que por fin logramos que funcionara y nos dio la cita para pasado mañana. Queremos llegar a trabajar duro para pagar las deudas y dejar atrás todo lo que nos pasó durante el viaje”.
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Este campamento es una de las consecuencias del Título 42, una política heredada del gobierno de Trump que viola el derecho internacional a solicitar asilo mediante la aplicación de una medida de salud pública descontextualizada. Se empezó a formar en octubre pasado, cuando el gobierno de Estados Unidos decidió ampliar los efectos de esta medida a las personas migrantes venezolanas, quienes desde entonces son expulsadas de inmediato hacia ciudades de México como Matamoros.
“Al principio, muchas de estas personas se empezaron a aglomerar al lado del puente internacional que une a Matamoros con Brownsville, Texas, pero en un momento el flujo empezó a ser tan grande que tuvieron que moverse hacia ese terreno colindante con el río donde se encuentran ahora”, me explica Anayeli Flores, responsable de asuntos humanitarios de MSF en Matamoros. Aquí también confluyen quienes venían subiendo desde el sur cuando se tomó esta decisión, que también impuso la obligación de registrarse en la aplicación CBP One para hacer la solicitud de ingreso fuera de territorio estadounidense.
Aunque personas como Yirimar han logrado sortear todos los nuevos requisitos que impone Estados Unidos a los solicitantes, incluso el de contar con un patrocinador en ese país, Anayeli me cuenta que los retos técnicos y de conectividad de la aplicación hacen que el proceso avance a un ritmo muy lento. Si bien es un avance para organizar los flujos migratorios, también es una herramienta excluyente en varios sentidos. “Hay gente que no habla el idioma, o que no cuenta con los teléfonos ni con el conocimiento adecuado para usar la aplicación. Lo más grave de todo esto es que mientras resuelven estos inconvenientes, tienen que seguir viviendo en este campamento en condiciones deplorables que ponen en riesgo su salud, dignidad y seguridad”, concluye.