New York Times Syndicate

El surf como 'cura' del ébola en Sierra Leona

Aunque pareciera que a la playa Bureh no llegó el ébola, si llegaron sus consecuencias. Ahí se iba a realizar su primer torneo internacional de surf, con el que llegarían unos mil 500 turistas, pero la epidemia lo canceló. Ahora, reciben a los turistas, vigilan que no entre algún enfermo y disfrutan de las olas.

PLAYA BUREH, Sierra Leona. Por lo menos hay un sitio en este país, a lo largo de un caleta tranquila, bordeada de palmeras, donde nadie habla de cargas virales, ni de índices de mortalidad, centros de tratamiento, ni trajes protectores. En cambio, el centro de atención es más elemental y más pacífico: el ritmo de las olas, el jalón del océano, los grupos que entran.

Cada fin de semana, a pesar del hecho de que este país está en las últimas de una epidemia de ébola o, quizá hasta por eso, más o menos una docena de surfistas lugareños, conservadores, reman hacia la oleada azul verde, flotando en sus tablas como si fueran bichos de agua. "¿Cómo te va K.K.?", le gritó un surfista a otro en el agua, una mañana reciente. "Estoy bien", respondió a gritos K.K. Su sonrisa era enorme. "Acabo de atrapar una ola grande".

El ébola todavía carcome por todo Sierra Leona, el país más golpeado en el mundo. Cientos de personas se infectan cada semana, y el número oficial de muertes está llegando al 3 mil. Los buldóceres siguen derribando árboles para hacer espacio para más tumbas. Camionetitas con vidrios polarizados rondan los caminos del país, elementos fijos y ominosos en el horizonte, con las letras "RIP" pintadas en el toldo.

1

Hoy, lo que más ven es a un solo socorrista o a unos cuantos más, atraídos a trabajar en el ébola. El letrero rayado en una vieja tabla de surf lo dice todo: "Las olas te hacen sentir bien". Jahbez Benga, un hombre musculoso que solía ser pescador oficial hasta que se paró sobre una tabla por primera vez y nunca miró hacia atrás, dijo que surfear es como una terapia, en especial en momentos como éste.

"Cuando estás en el agua", explicó, "no deberías estar pensando en nada, no en el ébola, en nada, solo las olas". Los surfistas de Bureh practican una especie de Zen cuando bloquean todo mientras se deslizan a toda velocidad por los bordes de las grandes olas del océano y navegan sobre la espuma. Sin embargo, por toda la caletilla, otros, hasta los que han tenido la suerte suficiente de sobrevivir al ébola, batallan para reconstruir su vida.

George Bangalie, quien vive como a una hora de distancia, apenas si recuerda cuando cayó enfermo. Estaba mareado; después delirante; luego, se fue rápidamente a una clínica de ébola. Todo lo que puede recordar ahora es los quejidos de los pacientes, a los médicos sin rostro, así como a enfermeras, personas que limpiaban y hombres borrosos que lo miraban parados junto a él, cubiertos de pies a cabeza por los trajes de plástico amarillo.

"Parecía que estaba viendo un mundo diferente", dijo. Bangalie se recuperó del ébola y ya retornó a su antiguo mundo, una barriada. "Me siento mejor", dijo. "Pero realmente necesito un trabajo". Para muchos pacientes de ébola, el ejercicio fue una parte importante de su recuperación. Quizá solo era psicológico, pero muchos sobrevivientes dijeron que recuperaron su fortaleza trotando alrededor de las clínicas y haciendo lagartijas en el piso de concreto de las clínicas, con apoyo de su médico.

1

Sin embargo, a medida que avanza la muerte, avanza la vida, cada una igual de terca que la otra. Cada mañana, miles de personas salen de las espesas colinas verdes que rodean a Freetown, la capital, para tomar su lugar en sus escritorios, o en sus quioscos de lámina de metal, o a lo largo de las principales vialidades, donde gran parte de la economía – desde mangos y pilas de pantalones, hasta tubos de plástico y cubetas de grava – cambia de manos.

Intrépidos emprendedores están convirtiendo la tragedia en arte – y comercio – haciendo películas de bajo presupuesto sobre el ébola, que se venden en dos dólares cada DVD. Pollos que se rostizan dando vueltas en los escaparates de restaurantes libaneses donde la gente se reúne a comer y echarle una hojeada a los periódicos para enterarse de la ronda más reciente de malas noticias. Los hoteleros dicen que ha caído el movimiento, pero mantienen un frente positivo.

"Buen día, amigo. Buen día, amiga", los empleados dicen a voz en cuello cada día nuevo. Sin embargo, en las afueras de Freetown, a lo largo de una media luna perfecta, de arena dorada, donde chocitas de madera miran hacia el mar, y cocos pesados y crespos cuelgan de las palmeras, el Club de Surf Playa Bureh da nuevo significado a la palabra "resistencia". Nadie aquí se inclina ante el virus.

Más bien, los surfistas parecen determinados a vivir su pasión como una forma de salir adelante. El Club apenas empezaba a marchar cuando golpeó el ébola. La idea detrás de él, fundado en el 2012 por pescadores pobres, manejado como cooperativa, era la de mejorar el ecoturismo, proteger la prístina costa de Sierra Leona y crear algunos empleos. El Playa Bureh es el único club de surf en el país, y los más o menos 30 surfistas se ganan la vida, a duras penas, rentando tablas y preparando alimentos en la playa para los turistas, que solían llegar por veintenas.

1


Ese vigor parece ser parte del reto nacional de Sierra Leona, especialmente ahora, cuando tantas personas están obsesionadas con mantenerse saludables. Al amanecer, las calles de Freetown están llenas de hombres y mujeres, vestidos con los atuendos de licra más modernos y más brillantes, trotando, haciendo estiramientos, saltando la cuerda o haciendo sentadillas en el pasto.

Los domingos por la mañana, algunas calles y rotondas están tan llenas de los aficionados al ejercicio, que da la impresión de que está a punto de comenzar un triatlón. No es inusual dar vuelta en una esquina y encontrar a un hombre de mayor edad dando saltos en tijera, él solo, en mitad de la calle.

En la Playa Bureh, todos parecen tener una condición física increíble. Los surfistas son delgados y fuertes, con cinturas de avispa, hombros amplios y tablas de lavar bien definidas. Ninguno de ellos se ha enfermado. A la entrada de la playa hay un puesto de control donde está un surfista con un termómetro infrarrojo para escanear a los visitantes y asegurarse que siga sin haber enfermos.

El Club consiste de un pequeño laberinto de casuchas, algunas para dormir, otras, para cocinar. Más o menos una docena de tablas están recargadas contra un estante de madera lavado con cloro. Benga es el entrenador en jefe y cobra 12 dólares la lección.

1

Observó cuidadosamente a un visitante. - ¿Primera vez? - Esta está bien – dijo, tomando una tabla de siete pies. Ambos caminaron con dificultad por la arena suave y húmeda, y se sumergieron en las olas. El agua no pudo haber estado a menos de 80 grados Fahrenheit. Llegaron las olas, un rompiente limpia de tres pies de altura.

A la distancia, de cara a la caleta, está un hotel a medio terminar, otra baja más del virus. El Playa Bureh iba a realizar su primer torneo internacional de surf en otoño, el cual se esperaba que atrajera a mil 500 turistas y generara 500 empleos. El ébola lo canceló. Tras unos cuantos fallidos intentos tambaleantes, el visitante logró montar una ola.

No hay nada tan emocionante como el shh, shh, shh de la orilla de la tabla cortando el agua, haciendo saltar una fina línea de rocío blanco, impulsada por la naturaleza. "¡Se levantó! ¡Se levantó!", gritó Benga. Después, de entre las chozas de la playa, apareció un suntuoso festín: cangrejo a la parrilla, pescado recién capturado, papas fritas a la francesa, cortadas a mano, y montones de arroz con especias.

Benga resplandecía de orgullo al presentar la comida en platos viejos y resquebrajados. Después, tomó su tabla y se volvió a surfear. No pensaba en el torneo que se canceló, en el hotel desierto ni en las heridas de su país. En ese momento, todo se trataba de "las olas".

También lee: