De todos los distintos escenarios en las elecciones del domingo en Venezuela, fuimos testigos del más probable: Nicolás Maduro fue anunciado como el ganador por la autoridad electoral del país, controlada por aliados cercanos del presidente autoritario.
Poco después de la medianoche en Caracas, el Consejo Nacional Electoral (CNE) anunció que Maduro obtuvo 51 por ciento de los votos, frente al 44 por ciento de su rival Edmundo González, a pesar de que las encuestas mostraban al candidato de la oposición con una clara ventaja con márgenes de dos dígitos
El ente electoral no presentó los recuentos individuales de cada mesa de votación para respaldar el resultado tras señalar que sufrió un ataque “terrorista” a sus sistemas de transmisión. ¡Qué inconveniente! También calificó el resultado de “irreversible”, aun cuando quedaba por escrutar 20 por ciento de los votos y la diferencia entre ambos candidatos era de solo siete puntos porcentuales. Igualmente sospechoso es que tardaran más de seis horas en publicar el recuento; cabría esperar que un resultado tan inesperadamente favorable al gobierno se hubiera hecho público muy rápidamente para acallar cualquier especulación malintencionada.
La oposición denunció el resultado como lo que es: una farsa que no hace más que coronar un proceso viciado desde el principio, y su principal líder, María Corina Machado, indicó que, basándose en 40 por ciento del recuento que lograron conseguir, González obtuvo 70 por ciento de los votos. Con ambos bandos proclamándose vencedores, el panorama a corto plazo es de mayor inestabilidad e incertidumbre políticas. América Latina y los países que quieren ver una Venezuela democrática y próspera deben involucrarse rápidamente para ayudar a encontrar un camino que respete la voluntad de los millones de ciudadanos que desafiaron la obstrucción y la violencia para emitir su voto.
Maduro nunca iba a aceptar la derrota, y la idea de que saldría tranquilamente del palacio presidencial siempre fue una ilusión. Al mismo tiempo, su estrategia no puede confundirse con fortaleza o invencibilidad: es una apuesta coherente con el comportamiento hegemónico del chavismo, el movimiento socialista que gobierna Venezuela desde hace más de 25 años, y que, sin embargo, encierra varios riesgos para el régimen.
Para empezar, el ente electoral tiene que mostrar las actas que acreditan el resultado (el CNE se comprometió a hacerlo “en las próximas horas”). Esto es clave porque en este momento solo los aliados más acérrimos de Venezuela (es decir, Cuba, Nicaragua, Bolivia, Irán, Rusia y China) han felicitado a Maduro por su “victoria”. Y si es cierto que la oposición certificó el 40% de los votos, eso debería bastar para demostrar que los números no cuadran. Como bien dijo el presidente chileno, Gabriel Boric, los resultados son “difíciles de creer”, agregando que su país se abstendrá de reconocer resultados que no sean verificables. Estados Unidos y la Unión Europea expresaron preocupaciones similares.
Aunque el silencio del presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, y de su homólogo colombiano, Gustavo Petro, el domingo por la noche puede interpretarse como una concesión táctica, también podría ser una señal de negociaciones diplomáticas secretas. (El ministro de Relaciones Exteriores de Colombia, Luis Gilberto Murillo, pidió posteriormente una verificación y auditoría rápida de carácter independiente). Es poco probable que Petro (y el mexicano Andrés Manuel López Obrador, el otro gran líder de izquierda de la región) se manifiesten con dureza contra Maduro, pero Lula expresó su frustración con el líder venezolano días antes de los comicios. Y su asesor de asuntos exteriores, Celso Amorim, estuvo en Caracas durante las elecciones. La posición de Brasil tendrá un peso significativo en este drama, donde la ya dañada legitimidad del régimen se está reduciendo aún más.
Y luego están las Fuerzas Armadas de Venezuela, que ahora deben estar haciendo sus propios cálculos. Machado volvió a apelar a los militares el domingo por la noche, diciendo que esperaba que hicieran cumplir el voto popular. Aunque señaló que su movimiento es pacífico, no debe descartarse la capacidad de la oposición para movilizar a los manifestantes si es necesario.
En definitiva, se trata de aguas traicioneras para el chavismo que podrían desembocar en nuevas sanciones —tanto a nivel personal como gubernamental—, más aislamiento y desacuerdos internos que podría poner en jaque la estabilidad económica artificial de Maduro. No en vano, en sus declaraciones postelectorales, el líder, adornado con joyas, llamó a un “nuevo consenso” dentro del país. Y si algo nos han enseñado los 11 años en el poder de este conductor de autobús convertido en dictador, es a no subestimar su capacidad de supervivencia. El siguiente paso en esta historia dependerá de cómo jueguen sus nuevas cartas el gobierno y la oposición.
Para quienes aún dudan de los resultados de anoche, no olvidemos que estas no eran unas elecciones típicas, ni siquiera antes de los errores garrafales del domingo. El régimen hizo todo lo posible para inclinar la balanza de los votos a su favor, inhabilitando candidatos (Machado, en especial), permitiendo que solo un pequeño porcentaje de la diáspora venezolana votara en el extranjero, suprimiendo la presencia de observadores e incluso prohibiendo la entrada de líderes regionales que querían evaluar el proceso electoral en el país. Eso es suficiente para ser consideradas unas elecciones injustas en cualquier democracia.
El espectáculo de millones de venezolanos valientes y esperanzados dentro y fuera del territorio intentando cambiar el destino de su país pacíficamente debería ser una fuente de inspiración mundial. En este año de elecciones, debería movilizar a las democracias para que convoquen el ingenio y la determinación colectivos necesarios para defender la primacía de las urnas sobre las porras y las balas. Los vecinos democráticos de Venezuela deben ponerse de pie, y el resto del mundo libre debe apoyarlos.