El poder judicial se está acercando a Jair Bolsonaro.
El jueves, la policía federal de Brasil recomendó levantar cargos contra el expresidente y 36 de sus aliados cercanos —incluidos 25 militares— tras obtener pruebas de que en 2022 tramaron un golpe de Estado para impedir que su sucesor, Luiz Inácio Lula da Silva, llegara al poder. Lo que es más grave aún, la investigación de la policía también argumentó que Bolsonaro sabía de un complot para asesinar a Lula, al vicepresidente Geraldo Alckmin y al juez del Supremo Tribunal Federal, Alexandre de Moraes, tras las últimas elecciones presidenciales, según informaron los medios de comunicación brasileños.
Estas impactantes acusaciones se suman a la larga lista de asuntos legales pendientes del expresidente: Bolsonaro ya fue inhabilitado para postular u ocupar cargos públicos hasta 2030 por difundir afirmaciones falsas sobre el sistema de votación de Brasil, y se enfrenta a otras dos graves investigaciones por la presunta venta ilegal de regalos recibidos de Arabia Saudita y Bahréin, y por registros de vacunación falsificados. Si, como se espera, el principal fiscal del país sigue adelante con las acusaciones y el caso avanza en el tribunal supremo, las posibilidades de que Bolsonaro acabe en la cárcel seguirán siendo elevadas.
Al mismo tiempo, la acusación policial debería ser un momento de profunda reflexión y reestructuración para la clase política brasileña. Estas acusaciones van a inflamar nuevamente las pasiones en un momento delicado para la democracia brasileña: justo la semana pasada, un hombre murió tras intentar entrar en el Supremo Tribunal de Brasilia con explosivos atados a su cuerpo, un incidente extremo y poco frecuente que recordó el violento ataque observado en la capital en enero de 2023. Para una buena parte de la sociedad brasileña, los últimos problemas de Bolsonaro son una prueba más de una conspiración en su contra por parte de los altos poderes del país, en particular el controvertido Supremo Tribunal Federal. Tanto es así que en una entrevista local realizada el jueves, Bolsonaro centró sus ataques en el juez Moraes, quien dirige las investigaciones.
Sin embargo, no deberíamos sobreestimar el “efecto persecución” que estas nuevas acusaciones pueden desencadenar. A pesar de toda su aparente pasión, no todos los votantes de Bolsonaro apoyan una dictadura o respaldan sus afirmaciones no probadas de fraude electoral. Una encuesta realizada en febrero por AtlasIntel, por ejemplo, reveló que casi 47 por ciento de los brasileños pensaba que Bolsonaro había planeado de hecho un golpe de Estado para mantenerse en el poder (también reveló que una estrecha mayoría considera que es injustamente perseguido).
Los partidos de la oposición deberían espabilar y centrarse en construir una candidatura alternativa para las elecciones presidenciales de 2026, dejando atrás los prolongados escándalos de Bolsonaro y la prohibición efectiva de su candidatura. La centro-derecha ahora dirige la mayor parte del país y cuenta con varios gobernadores y figuras clave con potencial atractivo nacional. La reticencia de Lula a abordar con decisión los crecientes problemas fiscales del gobierno y el factor edad (tendrá casi 81 años cuando se celebren las elecciones generales) lo convierten en un rival vulnerable en 2026, aunque aparezca claramente por delante en las primeras encuestas. Si de algún modo se permitiera a Bolsonaro presentarse, Lula estaría encantado ante la perspectiva de enfrentarse a su némesis en una revancha de las últimas elecciones. Eso sería un autogol para la oposición: es hora de que la nueva generación de líderes de Brasil dé un paso al frente y deje atrás esta perjudicial dicotomía Lula-Bolsonaro.
Por supuesto, eso no es lo que Bolsonaro y su bando intentarán hacer: está claro que sigue siendo la figura de derecha más popular del país y jugará la carta de la polarización en un intento por convertirse en un mártir político. Incluso si el camino para que se convierta en candidato presidencial ahora está aparentemente cerrado, esto es Brasil, donde lo inesperado es lo que se debe esperar. Si el escándalo de corrupción Lava Jato de 2014-2021 encierra una lección, es que quienquiera que sea acusado de cometer delitos graves —justamente o no — debe esperar sentado a que cambien los vientos políticos del país. Al fin y al cabo, el propio Lula estuvo en prisión 580 días y fue considerado un cadáver político antes de resurgir en un regreso realmente espectacular. Bolsonaro seguramente se imagina sus posibilidades, sobre todo después de ver el viaje de redención de su amigo del alma Donald Trump, aunque su propia situación legal sea mucho más complicada. Y cuando todo lo demás falle, tiene a sus hijos para continuar la dinastía.
En una columna para Folha de S.Paulo, Bolsonaro argumentó recientemente que las elecciones de mitad de mandato en Brasil mostraron “un tsunami” de apoyo a nuevos líderes y candidatos de derecha. Tiene razón. La oposición conservadora de Brasil debería mirar al futuro, no al pasado. Cargar con el lastre de Bolsonaro sería una propuesta perdedora y un flaco favor al país.