Si visita Ciudad de México desde Estados Unidos estos días, además de su encanto habitual, notará algo sorprendente: Las calles están llenas de vehículos eléctricos de la empresa china BYD.
Puede que los estadounidenses estén blindados de la revolución global de BYD, pero su impacto al sur de la frontera es visiblemente real, e incluye al colorido Dolphin Mini por menos de 20 mil dólares o los versátiles modelos compactos utilizados en servicios de transporte compartido en la ciudad. La compañía afirma haber vendido 40 mil unidades en México el año pasado y espera duplicar esa cifra en 2025, lo que la convertiría en una de las marcas más populares del país.
Esta disrupción llega en un momento de gran tensión para México y la industria automotriz norteamericana, epicentro de las guerras comerciales de Donald Trump. De ahí la cautela de la presidenta Claudia Sheinbaum al hablar de China y, en concreto, de BYD. Cuando la semana pasada se le preguntó sobre el tan esperado proyecto de planta en México del mayor productor de vehículos eléctricos del mundo, lo desestimó afirmando que los planes de la compañía no eran concretos: “Tienen una inversión propuesta, pero nunca fue algo formal”, dijo, haciéndose eco de sus comentarios iniciales de noviembre tras la victoria electoral de Trump.
Las declaraciones de Sheinbaum tienen un perfecto sentido táctico: Estamos a pocos días de la decisión de Trump sobre los aranceles recíprocos y no hay motivo para ‘agitar las aguas’. México envía más de 80 por ciento de sus exportaciones a EU; no hay una alternativa geopolítica realista para el país más allá de su integración con EU expresada en el tratado comercial T-MEC. A pesar de la retórica nacionalista —a veces incluso antiestadounidense— de su movimiento político, Sheinbaum ya ha demostrado un compromiso inquebrantable con la causa norteamericana, incluso mayor que el de su mentor, Andrés Manuel López Obrador.
Pero al mismo tiempo, México no puede simplemente traicionar a China, su segundo socio comercial más grande. Tener una planta de BYD operando en México, que ya alberga a más de una docena de fabricantes de automóviles con capacidad para producir 5 millones de vehículos, debería ser un objetivo estratégico independientemente de lo que Trump pueda pensar, particularmente si insiste en obligar a la cadena de suministro automotriz a regresar a suelo estadounidense desde México y Canadá. Detener los planes legítimos de inversión china porque a la Casa Blanca no le gustan privaría a México de ingresos, buenos empleos y acceso tecnológico, un alto precio a pagar cuando Trump ya está perjudicando a México con aranceles sobre sus exportaciones no pertenecientes al T-MEC, acero y aluminio, en clara violación del tratado comercial regional.
No hay duda de que BYD no puede repetir los vergonzosos problemas a los que se enfrentó en Brasil, donde las autoridades detuvieron la construcción de una planta a finales del año pasado, alegando que los trabajadores vivían en condiciones comparables a la “esclavitud”; tiene que cumplir la normativa mexicana y contratar personal local.
Pero con estas importantes salvedades, no veo por qué un fabricante de automóviles chino debería ser discriminado en un mercado abierto como el de México. De hecho, todo lo contrario: México debería fomentar su participación, como ha hecho con otros fabricantes de automóviles, como la surcoreana Kia.
Más allá de los movimientos tácticos, México debería preservar su relación con China como una carta estratégica y mantener sus opciones abiertas. Después de todo, no se sorprenda si más adelante Trump acaba alcanzando un gran acuerdo con Xi Jinping de China. “México no puede ignorar a China y si EU sigue dándonos la espalda, tendremos que buscar alternativas”, me dijo Juan Carlos Baker, exsubsecretario de Comercio Exterior de México que ayudó a negociar el T-MEC durante el primer gobierno de Trump.
Además, como argumentó recientemente mi colega Liam Denning, las grandes automotrices en su conjunto se enfrentan a una “crisis de productos fabricados en China”, acelerada por el reciente avance de BYD en la carga rápida. De ser así, cerrarle las puertas a BYD podría representar una apuesta arriesgada, sobre todo porque la tan promocionada planta Tesla en Nuevo León no se construirá pronto.
Por supuesto, BYD bien pudo haberse echado atrás respecto a una planta mexicana a pesar de haber dicho repetidamente que un acuerdo era inminente. El Financial Times informó la semana pasada, citando fuentes no reveladas, que el Ministerio de Comercio de China está retrasando la aprobación del proyecto ante el temor de que México, o incluso EU, acceda a la tecnología y los conocimientos avanzados de la empresa.
Cabe preguntarse si ese riesgo no siempre estuvo sobre la mesa y ahora es solo una excusa útil para justificar no seguir adelante con un proyecto cuyas perspectivas se ven sombrías. Sin la capacidad de acceder al mercado estadounidense, es improbable que BYD replique en México la escala y los bajos costos que obtiene importando vehículos desde sus plantas asiáticas, lo que permitió campañas de marketing inusuales en el país, como “compra un auto y llévate otro gratis”.
México decidió hace años apostar por el sector automotriz. Ahora es uno de los principales actores del mundo. Ante la amenaza estadounidense de recuperar parte de esas operaciones, el país necesita replantearse cómo reposicionarse en una industria en rápida transformación. Definitivamente no logrará avances tecnológicos significativos con sus ingenuos planes de un vehículo eléctrico nacional liderado por el gobierno, como propuso Sheinbaum el año pasado. Que BYD establezca operaciones en el país es parte de la solución, no del problema.