El cerebro humano siempre ha sido una fuente de inspiración para la investigación en inteligencia artificial (IA). Para muchos investigadores de IA uno de sus objetivos principales es “emular” las capacidades del cerebro.
Es importante diferenciar la palabra de “emular” a “simular”. Un “simulador” intenta duplicar el comportamiento, mientras que un “emulador” busca duplicar el funcionamiento. De forma muy natural, el comportamiento nos puede referir más a la psicología y el funcionamiento más a la ingeniería. Un comportamiento describe y el funcionamiento explica. Tanto la descripción como el funcionamiento son considerados como parte de los mecanismos cognitivos que empoderan al admirable - y al parecer a veces mágico - cerebro que estudian los neurocientíficos.
En la búsqueda de abordar estos enormes desafíos, ya nos estamos acostumbrando a vivir con la implementación de ciertos diseños computacionales (algoritmos) que han sido inspirados por mecanismos específicos del cerebro humano y que con el paso del tiempo y la correspondiente adopción de la tecnología van consolidándose al ofrecer prometedores resultados. Un hecho que me parece bastante revelador del estado de las cosas en materia de IA es el hecho de que cada vez más se están utilizando elementos mismos de los procesos que explican dichos comportamientos e incluso el funcionamiento - aunque sean muy primitivos - para extender el entendimiento mismo de dichos mecanismos cognitivos humanos.
Una de mis pasiones dentro del espectro de mis actividades diarias es justamente el análisis de patentes (por aquí puedes empezar https://patents.google.com/). En dicho dominio ya podemos encontrar productos que justamente hacen uso de herramientas de IA para ir mejorando a los propios algoritmos que emulan el funcionamiento mismo de la creatividad y hasta cierto punto, podemos decir, de la innovación.
Dicha posibilidad es materia de enormes y ya históricas discusiones en el seno de los organismos reguladores internacionales, quienes han venido sugiriendo el vetar a dichos cerebros artificiales de ser propietarios de las invenciones que se obtienen como resultado de sus algoritmos, algunos de los cuales pueden incluso hacer uso de datos provenientes de la experiencia y comportamiento del ser humano.
Esta semana, Steve Lohr (NYT) publico algunas reflexiones interesantes de Daron Acemoglu (https://www.nytimes.com/2022/01/11/technology/income-inequality-technology.html) que en resumen hace un llamado a re-orientar el uso de la tecnología a dominios en los que la automatización pueda empoderar a la fuerza laboral humana.
Uno de los objetivos e inquietudes principales es el poder soslayar la naturaleza del mercado, el cuál, como destino manifiesto se le acusa de ir relegando al humano y reemplazarlo por máquinas, las cuales entre otros componentes, requieren justamente de cerebros electrónicos que controlen sus acciones.
Al final de cuentas, las máquinas no pueden hacer nada más allá de las acciones para las que fueron programadas. Los métodos más recientes han consolidado el rol del aprendizaje automático, el cuál está prioritariamente alimentado por los propios comportamientos humanos en forma de datos crudos: es labor de dichos cerebros electrónicos el transformar dichos datos en información que soporte la creación de herramientas de apoyo a la toma de decisiones, de preferencia, inteligentes.
Todavía es labor de nosotros decidir dónde ponemos dichas máquinas y cómo afectan las estructuras operativas de nuestros sistemas de producción. Entre mejor se soporten dichas decisiones, seguramente seremos una mejor sociedad, más productiva y si nos lo proponemos, más justa.