La inversión privada ha sido el componente ausente de la demanda agregada en México durante los últimos años. Del 2016 hasta el 2018 la inversión privada apenas creció el 1.1 por ciento en promedio, derivado de la incertidumbre originada por factores externos como las elecciones presidenciales en Estados Unidos y la renegociación del ahora T-MEC. En el 2019 la inversión se contrajo por cuestiones locales como las elecciones federales; y en el 2T20 derivado de la pandemia, alcanzó niveles no observados desde 1994. En los últimos 25 años la inversión privada llegó a representar un máximo como porción del PIB del 20 por ciento, ahora ha quedado reducida al 15 por ciento con base en información del cierre del 2020. Y de la mano de la falta de inversión privada, la pública ha descendido considerablemente, por una férrea disciplina fiscal de la actual administración. La inversión pública está dirigida a los proyectos insignia; los que parecieran tener dudosa rentabilidad. Pese a que este año la inversión privada rebotará en doble dígito, producto de un comparativo muy fácil de superar, se trata únicamente del reemplazo de depreciación y amortización que no se ha realizado en los últimos años.
Las expectativas de crecimiento sostenible de la demanda agregada resultan ser el factor determinante para poner en marcha nuevos proyectos productivos. Si no se vislumbran mayores consumidores en el futuro se pone en duda la factibilidad de la inversión. Sin embargo, una perspectiva positiva de crecimiento económico no es la única determinante para detonar un nuevo ciclo virtuoso de inversión. En el proceso de toma de decisiones se encuentra la rentabilidad de los proyectos, y más importante aún las condiciones económicas y políticas de la región. Para la inversión privada, tanto doméstica como extranjera, existe un riesgo adicional inherente cuando se trata de una economía emergente. De facto se le exige un mayor retorno por las condiciones de dichas economías, como lo es el caso de México. Un clima de negocios adverso, generalmente suele exigir un mayor retorno sobre la inversión, lo que pudiera acabar por desechar los proyectos productivos.
En México, la falta de inversión de los últimos años es un tema medular que limitará la capacidad de crecimiento en el mediano y largo plazos. Si bien es cierto que en el corto plazo las inversiones de grandes dimensiones no modifican sustancialmente la aguja del crecimiento económico, son el cimiento para poder aspirar a un mayor crecimiento en el futuro. Si no existen proyectos productivos rentables, el aumento de los empleos se verá limitado, por lo tanto de los ingresos disponibles de la población, y a la postre minará el consumo, que en el país representa el 60 por ciento de nuestra economía. Probablemente el crecimiento de la economía en los siguientes años se vea condicionado únicamente a nuestra capacidad exportadora.
El aumento en el crecimiento económico del 2021 y 2022 serán de rebote e inercia. Luego de la caída tan abrupta del PIB en el 2020, hay espacio suficiente para recuperar parte de la actividad económica. Sin embargo, de mayor plazo el potencial económico se verá limitado. La brecha de producto de acuerdo con cifras de Banco de México asciende a 4.92 por ciento. Una vez agotada la capacidad ociosa del país muy probablemente la economía comience a retroceder.
Las políticas públicas del gobierno no hacen más que dificultar el clima de negocios y polarizar posturas entre empresarios y gobierno. El incipiente Estado de derecho, la cancelación de varios proyectos productivos de la iniciativa privada, la concentración de poder y más recientemente la propuesta de reforma eléctrica, generan condiciones adversas para la inversión. Es una necesidad imperiosa detonar un nuevo ciclo virtuoso de inversión, de lo contrario, estamos condenando el potencial económico de México para los siguientes años. Será muy ambicioso pensar inclusive en un crecimiento potencial del 2.0 por ciento, ritmo al que hemos avanzando en las últimas décadas.