Cuando Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca, Ford, GM y Chrysler cabildeaban para que el arancel a los automóviles extranjeros (que era, y sigue siendo, del 2.5 por ciento) se elevara sustancialmente. La organización sindical que agrupaba a sus trabajadores (UAW) exigía que además se limitara la importación de autos japoneses.
Lo que motivaba esas demandas era la desesperación de las compañías, al ver que sus ventas habían caído a los niveles de 1961 y que, en sólo cuatro años, los autos japoneses pasaron de 9 a 22 por ciento del mercado americano. Por el cierre de plantas, el sindicato había perdido medio millón de miembros.
Era cierto que la recesión económica le había pegado muy fuerte a esas empresas. Pero también lo era que se habían puesto en mala situación por su necedad de seguir haciendo vehículos grandes, que les dejaban altos márgenes de ganancia, en vez de los compactos que la gente buscaba para ahorrar en la gasolina.
Reagan, muy presionado por un Congreso proteccionista, envió al representante especial de comercio a negociar con los nipones. Ante la amenaza de perder el acceso a su mayor mercado, aceptaron restringir ‘voluntariamente’ sus exportaciones a 1.7 millones de unidades anuales.
Ellos ya se habían dado cuenta de que la demanda era inelástica, pues los estadounidenses pagaban mil dólares más por un auto oriental. Subieron entonces el precio hasta en 30 por ciento y volvieron estándar las opciones especiales (dirección hidráulica, pintura anticorrosiva, quemacocos). Se fueron además hacia los segmentos de autos medianos y de lujo (Lexus de Toyota, Infiniti de Nissan, Acura de Honda). Como resultado, con menor volumen de ventas obtuvieron más utilidades.
Entendieron que las presiones proteccionistas no se iban a aplacar. Para evitar nuevas restricciones, y venciendo su temor por las diferencias culturales, decidieron abrir factorías en la Unión Americana.
Tuvieron un éxito rotundo. Con la expectativa de empleos bien pagados y de atraer nuevas inversiones, los estados del sur les ofrecieron mano de obra barata, centros de capacitación, leyes laborales que no incluían la cláusula de exclusión, exención de impuestos, infraestructura requerida, terrenos gratis y hasta créditos blandos para construir sus naves industriales. Desde 1994 producen en territorio americano más de lo que exportan hacia allá.
Flojera
En contraste, las tres grandes, que adicionalmente se beneficiaron de la política general de reducción de impuestos y regulaciones (reaganomics), tardaron mucho en reconvertir sus fábricas obsoletas y en adoptar los procesos que le daban ventaja a sus rivales: inventarios justo-a-tiempo; control de calidad; uso intensivo de robots; más coordinación entre ingenieros, diseñadores, proveedores y trabajadores; menos niveles de supervisión.
Fueron muy renuentes a invertir en tecnología y en introducir avances como la tracción delantera, los frenos de disco o los sistemas de encendido electrónico y de inyección de combustible.
Bill Clinton estableció un programa para ayudarlos a crear una nueva generación de automóviles con mayor eficiencia energética. Lograron hacer carros menos pesados, al utilizar fibras de carbón y hojas de aluminio más delgadas en las carrocerías. Pero no consiguieron gran impacto ambiental al presentar nuevos motores diésel.
Aunque algunos modelos fueron favorecidos por los compradores (el Taurus de Ford, la pickup Cheyenne de GM o las minivans Voyager y Caravan de Chrysler), seguían perdiendo participación de mercado, tanto en su país como en el resto del mundo.
En parte porque no podían adelgazar su estructura de costos laborales. Sus trabajadores tenían sueldos y prestaciones muy superiores a los de sus competidores y frenaban la automatización.
Lo único que les permitía mantenerse a flote era el acuerdo de libre comercio con Canadá, que Reagan propuso en 1988. Las factorías que pusieron en Windsor, a unos kilómetros de Detroit, eran mucho más eficientes.
Por eso, fueron las tres grandes quienes principalmente promovieron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Desde los 60 habían observado lo beneficiosa que fue para Volkswagen y Nissan la mano de obra barata en México.
La UAW no se opuso radicalmente a la firma del tratado porque sabía que las empresas estaban en situación crítica, pero sí exigió estrictas reglas de contenido y regulaciones laborales y ambientales.
Sin el TLCAN es probable que no hubieran podido soportar la inestabilidad económica de los 90. De hecho, GM y Ford tuvieron que desinvertir y Chrysler fue adquirida por Daimler Benz.