La primera vez que vi “en vivo” a James Carter fue en la convención demócrata de 1976. No entendía cómo un agricultor de una pequeña población de Georgia había arrebatado la nominación presidencial a personajes tan experimentados y poderosos como el representante Morris Udall o el gobernador de California, Jerry Brown (a quien presentaban como “el nuevo Kennedy”).
Un amigo me comentó que después del trauma de Vietnam y de los abusos de poder de Nixon, los americanos estaban cansados de las mentiras de los políticos de Washington. Efectivamente, en sus discursos, el candidato reconocía fallas e insuficiencias y no prometía demasiado.
Tanta sinceridad no le ayudó en la campaña y en los debates. En una entrevista para Playboy admitió haber deseado a mujeres distintas a su esposa. Apenitas le ganó a Gerald Ford, impopular por haber perdonado a Nixon.
Lo volví a ver en la visita de Estado del presidente López Portillo a la Casa Blanca (febrero de 1977). Ahí entendí que era diferente, pero no por ello era un mal político. Tenía muy clara la importancia de la relación con México y, con su mente de ingeniero, estaba muy enfocado en lograr acuerdos en temas concretos.
Era, en efecto, un gran negociador. A pesar de que el Congreso, controlado por su partido, nunca lo apoyó, logró desregular los sectores financiero, de energía, transporte y comunicaciones. Promovió leyes de ética y transparencia en el gobierno. Creó los departamentos de Educación y de Energía y propuso las primeras legislaciones de protección ambiental.
Venciendo grandes resistencias, restableció relaciones diplomáticas con China y pudo sacar adelante los tratados para devolver el canal de Panamá. También, los acuerdos de paz de Camp David entre Egipto e Israel y el tratado Salt II de control de armas nucleares. Impulsó una política exterior de promoción y defensa de los derechos humanos.
Lo que marcó negativamente su gobierno fue la escasez de petróleo provocada por la Revolución iraní. Los americanos sólo podían cargar gasolina en días pares o nones (de acuerdo con la última cifra de las placas de sus autos) y la inflación se disparó.
Aunque hizo todo lo debido (fomentar el uso del carbón y de la energía nuclear, desregular el gas natural, crear una reserva estratégica, favorecer la conservación) y en discursos memorables intentó explicar la situación, los estadounidenses no lo reeligieron.
Por un tema de energía hubo entonces un diferendo con México. Pemex había convenido con gaseras tejanas la venta de grandes volúmenes de gas a un precio muy bueno. Sin embargo, el proyecto era incompatible con los planes energéticos de la administración y con la ley del gas recién aprobada en el Capitolio. El precio ofrecido era intransitable porque el de los canadienses era menor.
El presidente vino a México (febrero de 1979) para tratar de solucionar el problema. Al terminar la comida en la Cancillería, López Portillo regañó al visitante y lo tachó de mentiroso y abusivo. Mientras toda su comitiva se ponía verde, Jimmy dijo un mal chiste para romper la tensión y, con toda amabilidad, brindó por las buenas relaciones entre nuestros países.
Todos los presentes pensamos que en adelante Washington nos daría un trato duro. No fue así. En septiembre, Carter recibió con mucha cortesía a López Portillo en la Casa Blanca y firmó el acuerdo de venta de gas, en menor volumen y precio de lo originalmente previsto.
UN HOMBRE DECENTE
A principio de los 80, Robert Amundsen, director del US-Mexico Studies Institute de la Southern Methodist University, me invitó a un evento en Dallas y ahí pude platicar durante casi tres horas con el ya expresidente. Acababa de abrir el Centro Carter y con franqueza me expresó su preocupación por encontrar la forma de promover la democracia sin que se afectara la soberanía de las naciones. Estaba muy consciente de que en México y en otros países hay un sentimiento antiyanqui. Años después, con buena voluntad, consiguió organizar exitosas misiones de observación electoral en docenas de países.
Me impresionó su sencillez y jovialidad, su orden mental y su auténtico deseo de servir. Mismas virtudes que apreciaba en él quien fue su vicepresidente. Con Walter Mondale, que era tan idealista y humilde como Carter, tuve largas conversaciones en la Universidad de Minnesota. Invariablemente defendía el legado del presidente, diciendo que había demostrado que puede haber rectitud en la política.