Durante décadas hubo una fuerte alianza entre los grandes sindicatos industriales y el Partido Demócrata. Las causas laborales se reflejaban en las leyes y en las políticas de los gobiernos demócratas, al tiempo que el voto de los trabajadores de cuello azul llevaba a la Casa Blanca y al Capitolio a candidatos de ese partido.
Los sindicatos eran muy sólidos. Tenían sedes impresionantes, con grandes auditorios, salones de banquetes, bibliotecas, salas juego y boliches. Contaban también con centros vacacionales en las playas o en las montañas. Alrededor de cada uno había clubes femeninos y juveniles, ligas deportivas y grupos de scouts y de Alcohólicos Anónimos. El nivel de sueldos permitía a sus miembros hacerse de una casa y un auto; las pensiones les aseguraban una vejez tranquila.
Los trabajadores sentían que sus habilidades y laboriosidad eran socialmente valoradas y tenían orgullo de pertenecer a sus empresas y sindicatos. Estos eran hermandades en las que no se hacían diferencias raciales (aunque había pocos negros y migrantes) y se ayudaba al que tenía problemas.
Esto empezó a cambiar en los setenta, cuando las importaciones de automóviles y otros productos orientales hicieron poco competitivas a muchas empresas. El cierre de plantas obsoletas y la automatización de las nuevas desplazaron innumerables puestos de trabajo.
Vino luego, en los noventa, el traslado de plantas a lugares del extranjero con menor costo laboral. Miles de obreros y de habitantes de los poblados donde estaban las factorías se quedaron sin chamba y no hubo un esfuerzo suficiente para reentrenarlos o para ayudarlos a mudarse a lugares con oferta de empleo. Se sintieron menospreciados y excluidos. Con toda razón, abandonaron a los sindicatos y al partido que no los defendieron.
Donald Trump supo aprovechar ese caldo de cultivo. Culpó a los tratados comerciales de llevarse los empleos a otros países y atacó a los migrantes ilegales, que presionan los salarios a la baja. Criticó también a los alcaldes demócratas que no logran frenar la delincuencia y no le han cumplido las promesas de progreso a los afroamericanos.
BIDEN Y KAMALA
Hace cuatro años, Joe Biden logró unificar a las corrientes moderada y progresista de su partido y convenció a muchos trabajadores de que su gobierno los sacaría adelante.
A pesar de tener un Congreso polarizado y empatado, consiguió la aprobación de diferentes iniciativas, pero no alcanzó a obtener las que más interesaban a los trabajadores, como el salario mínimo de 15 dólares por hora, que no respaldaron todos los de su propio partido.
Además, las ayudas al final de la pandemia de covid resultaron inflacionarias y, a pesar de que los precios ya se estabilizaron, la gente lo culpa de la vivienda inaccesible y la carestía de los alimentos. Por otra parte, la gran inversión pública que se aprobó va a tardar en reflejarse en nuevos empleos.
Más dañinas resultan las demandas maximalistas de la facción progresista. Reclaman la reducción acelerada del uso de combustibles fósiles y la prohibición del fracking, que desencadenarían el desempleo. Exigen seguro público de salud (Medicare) para todos, que desaparecería los seguros privados. Proponen descriminalizar la inmigración y abolir la Patrulla Fronteriza, que empeorarían la situación en la frontera y en el mercado laboral. Piden reducir el presupuesto de la policía y dar el voto a los prisioneros, cuando la criminalidad va para arriba. Piden reparaciones para los descendientes de esclavos, lo que atiza las pugnas raciales.
Nada de eso es prioridad para los trabajadores en este momento y son cuestiones que asustan a los moderados. Por eso Biden iba en picada.
Kamala Harris va a presentar mañana (en su discurso de aceptación de la nominación) su programa económico. Trae ofrecimientos que serían muy atractivos si no fueran una repetición de los que no han cumplido sus antecesores o, en otros casos, si fueran factibles.
Por ejemplo, reproduce el programa de incentivos y subsidios para vivienda que Biden no pudo encarrerar. O plantea algo que parece muy audaz: prohibir los precios abusivos de los alimentos y que la Comisión Federal de Comercio tenga facultades para investigarlos. Es una iniciativa (presentada hace tiempo por la senadora Elizabeth Warren) que no tiene los votos necesarios para ser aprobada y que, de conseguirlos, sería desafiada en las cortes. Un intento parecido hizo Nixon y no le funcionó.
Le quedan once semanas para decirle algo más convincente a los trabajadores. Algo tan aterrizado como la propuesta de Trump de eliminar el impuesto a las propinas.