En 1938 el presidente Franklin D. Roosevelt estaba en problemas. Se habían subsanado los errores monetarios que llevaron a la Gran Depresión y, sin embargo, el país estaba otra vez en recesión. No había confianza para invertir y seguía habiendo millones de desempleados. Se había ampliado la política social, pero no era fiscalmente sostenible. Aunque seguía siendo popular, se había desgastado al querer controlar a la Suprema Corte y había perdido su mayoría en el Congreso.
Desde 1916 Estados Unidos había sobrepasado económicamente al Imperio Británico, pero su crecimiento era mayormente endógeno y no tenía pretensión de volverse potencia militar. Eso cambió cuando Alemania sojuzgó a Polonia en 1939, y a Francia un año después. Para todos quedó claro que Hitler tenía ambiciones continentales y estas incluían al Reino Unido, aliado principal de la Unión Americana. Muchos grupos, Roosevelt mismo, se resistían a involucrarse en un nuevo conflicto bélico pero los acontecimientos se desencadenaron vertiginosamente.
La nación no estaba preparada: su fuerza armada ocupaba el décimo noveno lugar mundial, después de Portugal. Sólo contaba con 174 mil soldados y no disponía de verdaderas flotas aérea o naval.
Con tantos sin trabajo, el reclutamiento fue fácil y rápido. Para el día que estalló la guerra ya había casi dos millones de hombres con uniforme (y más de diez millones cuando acabó).
Esfuerzo titánico
Lo complicado fue hacerse de los pertrechos necesarios. Para empezar, no se producían suficientes materias primas (acero, aluminio, cobre, caucho sintético). El gobierno relajó la aplicación de la ley antimonopolios y privilegió a unas empresas para que sus competidoras aceptaran incrementar su producción.
A diferencia de Rusia o Alemania (y contra lo que muchos suponen) nunca hubo un Consejo de Guerra que planeara centralmente la producción. El Presidente puso al frente de comisiones de fomento a empresarios conocedores de cada sector. Ellos conciliaron las demandas estratosféricas del Pentágono y las peticiones desesperadas de los civiles.
Factorías que estaban subutilizadas por la inactividad económica, de pronto funcionaban a todo vapor. Muchas compañías se resistían a reconvertirse o expandirse por miedo a perder participación de mercado o a quedar con excesiva capacidad instalada después del conflicto bélico. Para alejar sus temores, el gobierno construyó las plantas y se las rentó con opción de compra (leasing). La industria automotriz no empezó a producir aviones hasta que vieron que vendían menos coches.
Con dinero público se impulsó el desarrollo tecnológico (metalurgia, motores de alto rendimiento para aviones, radares, el Proyecto Manhattan) y se promovieron mejoras en la ingeniería de procesos y el diseño de planta. Industrias enteras, incluyendo las de bienes de consumo ordinario, pasaron a economías de escala en cuestión de meses. No se dio, por ello, escasez grave de alimentos (excepto el azúcar y las frutas que se importaban del Pacífico) y sólo hubo mercado negro de gasolina, llantas y zapatos.
Tanques, jeeps, bombarderos B-29, cazas P-51 Mustang y barcos cargueros artillados Liberty salían por miles de las líneas de ensamble y de los astilleros, con tiempos de entrega increíblemente cortos. La productividad se estimuló con aumentos en los salarios reales y las huelgas se evitaron con concesiones a los sindicatos (como entregar los cheques de pago con las cuotas ya descontadas o la cláusula de exclusión).
Oleadas de negros dejaron los campos y se volvieron obreros. Dos millones de mujeres se incorporaron a la industria aérea. Se alentó la inmigración de mexicanos. Se alcanzó el pleno empleo sin que se produjera inflación porque se controlaban precios, salarios y tasas de interés.
Los operarios trabajaban horas extra y se sentían camaradas de los que estaban en combate. Los grandes ases del cielo visitaban las fábricas de aviones y les decían "los héroes son ustedes". Roosevelt los consideraba "el arsenal de la democracia" y les otorgaba el "sello E" (de excelencia).
Un tercio de la economía y el 90 por ciento del gasto federal estaban dedicados a la contienda. Todo eso se financió elevando la deuda 1048 por ciento, emitiendo bonos de guerra, incrementando las tasas impositivas y ampliando la base (¡de cuatro a 43 millones!), con la sencilla disposición de retener sus contribuciones en la nómina.
Al terminar el combate, emergieron con menos bajas y destrucción física que los demás; con una pujante clase media, nuevas industrias y sin rivales económicos o militares.