Hace cuatro décadas que gobiernos y compañías de todo el mundo llegaron a la misma conclusión: no aprovechar los avances en las comunicaciones y el transporte y depender sólo de la inversión y el mercado internos no parecía inteligente. Era resignarse a un crecimiento lánguido y al rezago tecnológico; era fomentar el contrabando y condenar a sus consumidores a adquirir satisfactores chafas a precios inasequibles.
La desaparición de la Unión Soviética mostró que la cerrazón no convenía ni siquiera cuando se gozaba de una inmensa dotación natural y una base industrial consolidada. El éxito de Hong Kong y Singapur hizo evidente que hasta minúsculas ciudades-estado prosperan exportando masivamente.
El principal instrumento para mantener el aislamiento eran los impuestos que tenían que cubrir los extranjeros que deseaban colocar sus mercaderías. El propósito que se perseguía era reducir la competencia externa para permitir a los fabricantes domésticos vender más caro y fortalecerse. Sin embargo, precios altos significan menos compradores y frecuentemente, la ilusión de obtener ganancias superiores se esfuma.
Rápidamente en todas partes se fueron eliminando los aranceles. El promedio para todos los productos y para todos los países pasó de 34% en 1996 a 2.7% en 2010 (datos del Banco Mundial). Además, al crearse la Organización Mundial de Comercio se encontró la fórmula para acabar con disputas inacabables. En vez de amenazas y chantajes se empezaron a poner reglas de observancia general y se crearon mecanismos para arreglar controversias.
Estados Unidos, Canadá y México se incorporaron decididamente a esa corriente y proyectaron a Norteamérica como la región de mayor futuro. Hasta entonces, compensábamos la compra de bienes de capital con la factura petrolera y agrícola. El problema era que la volatilidad de los precios nos ponía a sufrir a cada rato. Estábamos atorados y la insistencia en conservar la agotada política de sustitución de importaciones nos llevó a sucesivas crisis. Finalmente entendimos y fuimos liberalizando sector por sector. En menos de dos décadas nos convertimos en vendedores de manufacturas. Aunque mantenemos algunos gravámenes, estos sólo tienen efecto fuera de los muchos tratados que hemos firmado.
Baja competitividad
Nuestro vecino del norte ha buscado la autarquía desde los tiempos coloniales. Les funcionó hasta hace poco por su abundancia de recursos, por el tamaño de su mercado, porque Europa se la vivía en guerras que dejaban destrozada la planta productiva y porque los asiáticos padecían limitaciones logísticas. Pero también ellos se convencieron de que lo mejor era eliminar las restricciones al comercio y hoy tienen una de las economías más abiertas. Su tarifa promedio para todos los productos es de 1.5%. Sólo siguen protegiendo fuertemente el azúcar, los textiles y el vestido, el cuero y el calzado; en servicios, el transporte aéreo y marítimo y los seguros.
Indudablemente la Unión Americana se ha beneficiado de la globalización, pero hay circunstancias que le han impedido sacar más provecho. Por un lado, la Comunidad Europea de hecho borró las fronteras para el comercio intrarregional, pero sigue tasando sensiblemente lo que llega de fuera del continente. Algo similar sucede con Japón, Corea del Sur y China. Continúan resguardando sus industrias y al mismo tiempo, gracias a la apertura, saturan a Estados Unidos con sus mercancías. Tiene razón Donald Trump al inconformarse. Lo absurdo es que no intente arreglar el conflicto en el marco de instituciones internacionales probadas o de tratos bilaterales civilizados.
Su problema de fondo es que no se han lanzado a exportar en serio. Es ridículo que con su preeminencia tecnológica y la capacidad de ahorro que podrían tener, no sean ellos los que inunden con artículos "Made in USA" los supermercados de todo el planeta. La consecuencia de esa flojera es que, al no tener el incentivo de la competencia, producen ineficientemente y con baja calidad. Ello acaba propiciando el cierre de factorías y el desequilibrio en los términos de intercambio.
Es posible que, luego de una guerra de desgaste, los europeos y los asiáticos acepten eliminar o disminuir sus tarifas. Eso lo utilizará Trump para ganar votos, pero no representará un triunfo para su nación. Sus empresas seguirán con escaso interés en incrementar la inversión física o el gasto en investigación; en innovar sus procesos o en ofrecer nuevas opciones a sus clientes.