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En un sexenio hay unas 30 personas, con todo y relevos, que llegan a ser secretarios de Estado. No son tantos como parece si se recuerda que somos más de 120 millones. El caso es que para muchos es un anhelo, una ilusión y hasta una obsesión.
Hay quienes alcanzan su aspiración en las mejores condiciones, elegidos cuando todo parece ir bien. Es de mañana en el sexenio y huele a luz temprana, a rocío, a éxito radiante y a buen café. Junto a las responsabilidades asoman en el horizonte los privilegios, los micrófonos, los ayudantes de todo y una estructura disciplinada. Es tiempo de celebración. Luego vienen las tempestades y hay que aguantar vientos, marejadas, sismos y tornados. Gobernar no es un paseo.
Otros son nombrados a mitad de la jornada, cuando la cancha ya acusa los efectos del juego y el partido registra un empate angustioso o avizora una derrota.
El llamado, o la tentación, son irresistibles. Ser secretario de Estado es asegurar un lugar en la historia, a veces modesto y a veces relevante. Pero siempre es estar o sentirse en la primera fila del gran espectáculo que es la vida nacional. Se acepta el encargo presurosa y nerviosamente. Allí está, de pronto, la oportunidad ansiada. Hay que subir al carrusel en marcha, prometer, mostrarse solvente y salvador, garantizar que no se cometerán los errores que al anterior le costaron la baja del privilegiado círculo presidencial. Hay casos peculiares. Imagine la llamada a medianoche que le avisa que el presidente quiere platicar con usted mañana, temprano. Hora exacta y media hora de anticipación recomendada.
Ya frente al presidente, usted se entera que la República lo necesita y lo honra. Será, si usted está de acuerdo, desde luego, secretario de la Función Pública. Las palabras se atoran. El corazón se acelera y la aceptación se precipita. Tendrá usted un encargo, sólo uno: investigar al presidente.
El desahogo en casa: Y entonces el presidente me dijo, me pidió, me explicó. Y qué le dijiste. ¿Podía negarme?, le dije que sí, claro, y le agradecí la confianza 20 veces; no sabía qué más decir. Y qué pasó. El presidente estuvo muy cordial, muy amable, sólo se puso serio cuando me dijo que ponía en mis manos su nombre, su prestigio, la estabilidad de la nación. Qué barbaridad, y qué vas a hacer. Cumplir, claro, de la mejor manera. La familia se angustia: él salva su nombre, pero, ¿y el tuyo?
Luego viene el amargo trago de la designación pública, la instrucción pública, el juicio público. Y después la reclusión, previo paseo por los medios atendiendo preguntas incisivas.
Cientos de papeles, datos, conversaciones, copias de copias, escrituras, testimonios, consultas, reportes a medias, avances a tropiezos. Una búsqueda orientada. Todo lo que fortalezca: argumentos, fechas, leyes, sugerencias. La conclusión es la que es. Pero hay que robustecerla, trazarla inmaculadamente, silogismo tras silogismo.
La redacción del documento final es meticulosa, renglón a renglón, antecedentes, artículo tal, inciso tal, fojas, citas, revisión sobre revisión, sudor sobre desvelo. Hay que blindar el texto. Que hasta los más obstinados críticos reconozcan que, jurídicamente, es impecable. Que convenza, es la encomienda. Sin fisuras.
Fatalmente, llega el día de la lectura. La actitud y el rostro ensayado. Eres un académico, un servidor público serio, un secretario de Estado responsable. Hay que elegir traje y peinado, expresión adusta frente a la República. Sin gestos, inmutable. Voz serena, si se puede plana, sin sobresaltos. Te van a estar oyendo millones.
Cumplido el ritual, sobreviene un gran respiro. El pañuelo seca la frente. La inmolación ha concluido.
Felicitaciones desde la casa presidencial. Y el consuelo de los cercanos: Estuviste excelente, en tu papel, como debe ser.
Y luego el paredón. Comentaristas y articulistas pasan despiadadamente sobre ti. Los cartonistas, agradecidos, te celebran.
No hay duda: hay misiones amargas, y hay quien las acepta. Es que no siempre se tiene la oportunidad de ser secretario de Estado.
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