En estos tiempos políticos, da la impresión de que algunos desacuerdos no son tanto un fenómeno de polarización como de crispación. Como ya he comentado en este espacio, polarización es tomar posturas no sólo distintas sino distantes respecto al otro. Crispación es irritarse por la crítica o comentarios de otro, aun sin diferencias sustantivas de por medio. La crispación puede ser producto de las formas, no necesariamente del fondo.
En México nos hemos acostumbrado a que "en política, la forma es fondo", pero es muy importante que comencemos a diferenciar. La línea divisoria pueda ser muy tenue, pero es crucial identificarla. Hay una enorme diferencia de grado entre generar irritación por una inapropiada elección de palabras y movilizar el odio como objetivo. Ninguna es deseable, pero lo primero tiene remedio; lo segundo puede traer nefastas consecuencias.
Tomemos, por ejemplo, el uso de la palabra "fascista" y sus variantes que escuchamos y leemos hoy en día en nuestro país. En mi opinión como politólogo, su uso ha sido impreciso; en mi opinión como ciudadano, es irresponsable. En un mundo donde los extremismos se viralizan más que la moderación, esa y otras palabras se han vuelto parte de la comunicación política cotidiana. Un artículo reciente en The Conversation hablaba de cómo el gobierno alemán ha tratado de evitar palabras y metáforas bélicas durante la pandemia, pero algunos grupos extremistas siguen tratando de extender los límites de lo que se considera aceptable en ese país. Pareciera que en México también estamos viendo hasta dónde se estira la liga. El problema es que es imposible saberlo hasta que se rompe.
Aunque minoritarias, las actitudes abiertamente discriminatorias como el racismo sí forman parte de nuestra sociedad. Según la Encuesta Mundial de Valores (WVS), realizada en México en 2018, el 11 por ciento de los entrevistados dijo que no le gustaría tener como vecinos a personas de una raza o etnia diferente a la suya. Esta no es sólo una expresión de rechazo social, es una faceta explícita de racismo. En 2012, esa respuesta era 10 por ciento, lo que significa que se ha mantenido estable en porcentaje, pero el crecimiento poblacional implica un aumento en números absolutos. Si las formas discursivas continúan por la vía de la movilización del odio, no es difícil imaginarse que la actitudes discriminatorias pudieran aumentar en términos relativos también.
La misma WVS indica que hay otros nichos de intolerancia social y religiosa en nuestro país. El 13% de los mexicanos preferiría no tener como vecinos a inmigrantes; el 14 por ciento a personas de una religión distinta; el 23 por ciento a homosexuales. El rechazo social varía dependiendo del grupo de referencia, pero ahí está.
El estudio no incluye una medición similar de intolerancia política, pero la encuesta nacional de El Financiero, de abril pasado, mostró una de sus facetas: El 73 por ciento dijo que se debe garantizar la libertad de expresión y opinión de quienes no están de acuerdo con el gobierno; en contraste, el 25 por ciento dijo que quienes no están de acuerdo se deben abstener de manifestar sus críticas y desacuerdos públicamente. (Publicación, 22 abril). Uno de cada cuatro mexicanos cree que el disenso debería censurarse.
Una vez que superemos la pandemia nos esperan nuevos retos, entre ellos la reactivación económica y la construcción de una nueva normalidad. Dentro de esto último, tendremos que pensar si queremos y podemos arraigar el principio de igualdad política de todos los ciudadanos, o si nos dejamos llevar por resentimientos y odios grupales guiados por un principio de superioridad, incluida la "superioridad" moral. Son dos modelos incompatibles: no puede haber un reconocimiento de igualdad política donde hay un sentido de superioridad de unos sobre otros.
La crispación podría bien reflejar el ánimo tras semanas de confinamiento, pero también podría ser producto de un ambiente de hostilidades. Dejo aquí el tema para ir pensando en sus causas, pero, sobre todo, en sus posibles consecuencias.