En la entrega anterior describía, en términos generales, cómo en las últimas décadas México y Estados Unidos, a pesar de la desconfianza histórica, siguieron una ruta de cooperación y corresponsabilidad para enfrentar los grandes retos de seguridad que enfrentan ambos países. Y la firma del TLCAN en 1994 y más recientemente, en 2018, el T-MEC fortaleció el comercio entre ambos países, que se tradujo en reducir fricciones. Y también, esto sería una gran apuesta a que México y Estados Unidos protegerían estos acuerdos ante la amenaza de que un enfrentamiento podría tener un impacto en los bolsillos de los electores de ambos países, que podría impactar los resultados electorales.
Por más de 30 años, había una apuesta pública de apostarle a la negociación y consenso, aunque por debajo de la mesa había profundas diferencias entre las prioridades e intereses entre ambos gobiernos, que resultaba en enfrentamientos, gritos y sombrerazos detrás de la puerta.
Pero en los últimos cuatro años, las prioridades en la relación bilateral claramente han cambiado. No solo estuvo dispuesto el presidente Donald Trump en poner en riesgo el concepto de América del Norte, al exigir la negociación de un nuevo tratado de libre comercio, pero también presentó una nueva forma de negociar -presionar- a los aliados con exigencias con muy poco espacio para llegar acuerdos consensuados. Durante la administración Trump, su gobierno exhibió los peores rasgos históricos de los gobernantes del “imperio estadounidense”: imponer amenazando graves consecuencias y literalmente el uso de violencia. En el caso de México, Trump fue más allá: usó a la población mexicana y de descendencia mexicana como plataforma electoral y de polarización.
Trump no negocia, busca someter. No sugiere, impone. No conversa, grita. No acuerda, delata. No cree en procesos que aseguran un mejor gobierno, pero sí cree en gobernar haciendo uso de las redes sociales. No construye, destruye. Características similares a la forma de gobernar de Andrés Manuel López Obrador.
Lo más preocupante y extraordinario es que la estrategia de Trump, de negociar como un bully, fue exitoso, por lo menos cuando se enfrentó a Andrés Manuel López Obrador.
Y sí, hay que reconocer que hay posibilidades de que Trump vuelva a ser el candidato presidencial para el Partido Republicano. También no se puede negar que en el siguiente sexenio AMLO será la sombra que presionará diariamente a las decisiones del siguiente presidente o presidenta de México.
En un descuido, podría ser reelecto Trump como presidente.
Y aunque la historia definirá si el legado histórico de Trump de polarización y debilitamiento de las instituciones democráticas será permanente. Lo que sí es probable es que su influencia continuará por muchos años. Al igual que el legado histórico de López Obrador.
Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, la estrategia fue apostarle de nuevo a la diplomacia y a las instituciones, y regresar a un mundo donde en lugar de enfrentar, se busca negociar las diferencias para satisfacer los intereses estratégicos. En cambio, AMLO decidió cambiar dramáticamente la estrategia histórica de buscar negociar con el vecino: no interferir ni comentar en la política interna, públicamente apostarle al presidente saliente, criticar el proceso y no criticar a las instituciones, ignorar cuestionamientos provenientes de los diferentes actores políticos, sobre todo apostarle a la diplomacia y a la civilidad. Básicamente, López Obrador cree que ser grosero, un tanto majadero, envolviéndose en el manto de soberanía, es ahora su apuesta para mantener credibilidad en el último año y medio de gobierno.
Al igual que Donald Trump y los otros posibles candidatos a la presidencia por parte de los republicanos usarán la plataforma anti-México, antiinmigrante, guerra en contra del fentanilo durante todo el proceso electoral. AMLO y el o la candidata de Morena se subirán a la estrategia antiyanqui, en parte porque produce votos, en parte porque no tendrán otra opción de proponer un cambio en la política exterior de la cuarta transformación.
Esto pone en aprietos a Biden si busca la reelección y a posibles candidatos que pudieran surgir ante la debilidad y edad del actual mandatario: sería incongruente e hipócrita usar una estrategia de atacar a México y los mexicanos para asegurar las elecciones. Y los ataques de legisladores, ONG y actores de la sociedad civil obviamente incrementarán ante el débil posicionamiento del gobierno de los Estados Unidos.
Cada doce años coinciden las elecciones presidenciales en ambos países. En este 2024 seguramente serán las elecciones más antimexicanas y antiestadounidenses, con repercusiones en la relación bilateral. ¿Impactará la integración de América del Norte y la calidad de vida de sus habitantes? Analizaremos esta pregunta en la entrega siguiente.