La desaparición del profesor Rosendo Radilla en 1974, en la sierra de Guerrero, y la lucha emprendida por su familia en el ámbito judicial para encontrarlo, produjo un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos con el calado más hondo que cualquier otra resolución internacional podría haber provocado en el orden jurídico nacional. ¿Es legítimo conceder a las resoluciones de árbitros extranjeros una injerencia tan grande para el desarrollo jurídico y político del país?
Ese caso de desaparición forzada de personas, de búsqueda del normalista guerrerense, significó una fuerte sacudida contra el Estado mexicano, que vio comprometida su soberanía frente a dicho órgano de justicia al quedar obligado a modificar sus leyes, a iniciar acciones ejecutivas tendientes a indemnizar a las víctimas, e incluso a dictar resoluciones judiciales que significaron un cambio de criterio jurisprudencial relevante al redefinir la interpretación constitucional en torno del fuero militar.
El legado del caso trascendió, incluso, al tratamiento de los derechos humanos a nivel nacional, ya que representó un punto importante de partida para lograr la reforma al artículo 1º de la Carta Magna de 2011 e insertar, en su propio texto, la preeminencia de tales derechos humanos por encima de cualquier otro lineamiento normativo a nivel nacional, y obligar a toda autoridad a promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, que se vieron reforzados con la intervención de los órganos integrantes del Poder Judicial de la Federación competentes para resolver cualquier juicio de amparo promovido por violación a los anteriores.
Esa convicción con la que México adoptó y cumplió sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos fue recibida y apropiada por el foro, que desde entonces, adoptó dicha instancia como una opción adicional de reparación judicial frente a cualquier violación al derecho interno, ya que el número de peticiones elevadas ante la Corte por ciudadanos mexicanos se incrementó sustancialmente.
En esa tesitura, en 2013 se planteó la posibilidad de que se llevara ante la propia Corte Interamericana un problema que subsistía y seguía suscitándose en nuestro sistema de procuración de justicia, a través del arraigo de personas: de manera contraria a lo que debiera suceder en cualquier régimen democrático y de derecho, a través de la figura del arraigo consagrada en nuestra Constitución, se permitía que a las personas se les privara de su libertad por la presunta comisión de un delito, con la finalidad única de permitir a la entonces Procuraduría General de la República la terminación de los trabajos de investigación, para completar los cuadernos necesarios que servían como fundamento de las acusaciones presentadas por los ministerios públicos, las entonces denominadas averiguaciones previas.
La gravedad de las consecuencias de terminar con la figura del arraigo fue la que permitió la construcción de un acuerdo político entre los partidos dominantes, que facilitó enmendar el artículo 16 constitucional y así disminuir los periodos de duración del arraigo, a cambio de que ésta subsistiera.
Nos encontramos nuevamente en la misma encrucijada, en la que un potencial fincamiento de responsabilidad internacional inherente a la preservación constitucional de la figura de la prisión preventiva oficiosa (la posibilidad de que una persona sea encarcelada mientras se le juzga por la comisión de un delito), confronta a quienes se ostentan como defensores acérrimos de la presunción de inocencia y los derechos humanos asociados, y quienes deben cumplir con la cada vez más difícil tarea de perseguir delincuentes.
Con la reforma penal de 2008 se incorporó en el párrafo segundo del artículo 19 constitucional, un listado de delitos en los que, sin importar las pruebas que el Ministerio Público pudiera proporcionar al juez penal para demostrar la gravedad del delito imputado, el daño ocasionado con su comisión, la peligrosidad del delincuente o el riesgo para la víctima, por tratarse de crímenes con alto impacto social, como narcotráfico, violación o secuestro, el juez siempre decretaría oficiosa o unilateralmente la prisión preventiva que perduraría durante la tramitación del juicio, hasta que se dicte sentencia que demuestre, en su caso, la inocencia del inculpado.
En 2019 ese catálogo de delitos se amplió y el universo que ahora contempla incluye algunos cuya peligrosidad e impacto social es cuestionable: ¿corrupción tratándose de enriquecimiento ilícito o ejercicio abusivo de funciones? ¿uUo de programas sociales con fines electorales?
En la Suprema Corte de Justicia se discutirá un proyecto de sentencia del ministro Luis María Aguilar en el que se plantea una inaplicación del artículo 19 constitucional citado, de manera congruente con los compromisos asumidos por el Estado mexicano en materia de derechos humanos. Es una salida que se antepone a otro descalabro y fincamiento de responsabilidades internacionales a cargo del país.
Para cualquier persona sensata ha de advertirse como un asunto terriblemente difícil de decidir, pues si bien es cierto que con apego a la más evidente interpretación normativa y de justicia, se debe de desaparecer la institución de la prisión preventiva oficiosa, como posiblemente también la del arraigo, con apego a la realidad y la razón, de cara a la violencia que se vive en el país y la precariedad de nuestro sistema institucional de procuración de justicia, acabar con ella vendrá a significar la imposibilidad para que un solo delincuente ponga un pie en la cárcel: el triunfo fáctico de la impunidad.
El tema básico no tiene que ver con el derecho, sino con el deber de acatar compromisos que han sido asumidos en el contexto de estándares internacionales, que se hallan muy por encima de aquellos que nuestro país puede alcanzar: nuestra fidelidad institucional a una convicción que acabaría siendo terriblemente costosa para nuestra generación y muchas por venir.
Es verdad que ninguna persona tendría por qué enfrentar la cárcel durante el proceso judicial que haya de seguirse para decidir su culpabilidad, por el simple hecho de que una ley abstracta así lo establezca. Un juez debería de contar con la capacidad y competencia para ponderar las características del presunto responsable para definir qué tipo de medida ha de imponérsele para obligarlo a sujetarse a la justicia y proteger a la víctima.
Sin embargo, en adición al peligro que ha señalado el presidente de la República sobre corruptibilidad y peligro individual al que se enfrentarán los operadores de justicia, debe apreciarse la incapacidad del sistema para soportar el revés que se habría de concretar. ¿Habrá ministerios públicos capacitados para exhibir pruebas suficientes para acreditar la peligrosidad del imputado? ¿Está México preparado para contar con una base nacional de datos que refleje los antecedentes de cada acusado y salvaguardar así la integridad de la víctima, como también el deber procesal de tal presunto delincuente para someterse a la justicia?
Quizá valdría la pena valorar la legitimidad del proceso de reformas al artículo 19 constitucional de 2019, y discutir la posibilidad de adoptar un régimen transitorio que le dé tiempo a las fiscalías del país para ponerse al corriente en el cúmulo importantísimo de obligaciones que se deberían adoptar para asegurar que, en la ardua tarea de terminar con la criminalidad, se construya un acervo informativo importante para lograr detener y poner bajo las rejas, durante el proceso, a un tipo de delincuentes que, ya ahora, vienen causando graves daños a la seguridad nacional.
Hasta que esa capacidad no se tenga, la modificación a nuestra constitución basada en ideales de justicia significará el descobijo más reprobable en contra de las víctimas de carne y hueso, que hoy sí se pueden identificar. Un retroceso en la lucha por acabar con la impunidad. ¿Algún estudioso del derecho llegará a pensar algún día en los derechos humanos de la víctima?