Antonio Cuellar

2 de octubre… ¿ya se olvida?

Es lamentable apreciar la forma en que se ha transformado esa perseverancia del movimiento del 68 que mucho favoreció el proceso de democratización del país.

Muchos años hace ya que, en estas fechas, en nuestra cabeza retumba incesantemente el mantra con el que hemos vividos generaciones enteras: “dos de octubre, no se olvida”. Hoy nos preguntamos si es verdad que sigue vivo.

El movimiento social de 1968 tenía como principal propósito el de poner fin a una etapa oscura de autoritarismo y supresión de libertades, y persiguió en el fondo una alternancia democrática que diera cauce al pensamiento humanista de los movimientos estudiantiles que se gestaron alrededor del mundo en esa época. Esa es realmente la interpretación que debe darse al pliego de peticiones que presentó el Consejo Nacional de Huelga, conformado por múltiples sectores de la sociedad, de la Ciudad de México y otros estados de la república.

El hecho más lamentable por el que se recuerda al 2 de octubre del 68, tiene que ver con el golpe que el Ejército asestó contra dicho movimiento, que terminó con la vida de muchos estudiantes que se manifestaban pacíficamente en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. La violencia de la acción militar fue tan grave que el presidente Gustavo Díaz Ordaz debió asumir la responsabilidad histórica de lo ocurrido y, desde entonces, ningún cuerpo de seguridad puede ingresar a las instalaciones de la Universidad Nacional.

Algunos estudiantes con enorme injerencia en el movimiento iniciaron carreras políticas destacadas, siempre desde la oposición. La actual Presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humano es hija de una de sus principales exponentes: Rosario Ibarra de Piedra.

El movimiento del 68 ha sido la fuerza de oposición más grande que han enfrentado todos los presidentes desde el mismo Gustavo Díaz Ordaz hasta la fecha, y goza de la peculiaridad de haber agrupado entre sus miembros a los principales ideólogos de la izquierda política mexicana.

Un principio que a lo largo del tiempo se ha mantenido incólume al interior del movimiento tiene que ver con el de la desmilitarización del país, con el de permitir un proceso de democratización que posibilite la llegada al poder de todas las corrientes de pensamiento que están representadas en el mosaico de la demografía nacional. Fueron ellos, los actores del movimiento del 68, los que más favorecieron en su momento la creación de la CNDH, como también el entonces IFE, en el que se ciudadanizó la organización de los procesos electorales. Fueron ellos, también, los principales enemigos de acciones violentas del gobierno emprendidas en Guerrero en los 70, en San Salvador Atenco en 2006, o en Ayotzinapa en 2017.

El domingo pasado, en la Plaza de la Constitución, en el zócalo, un grupo de jóvenes manifestantes, reunidos para recordar el 2 de octubre tras cincuenta y cuatro años de los trágicos sucesos de Tlatelolco, emprendieron una agresión verbal contra la periodista Denise Dresser, a la que lograron expulsar de las filas de la marcha a pesar de ser una escritora que permanentemente se ha opuesto a la militarización del país.

El evento es desafortunado, pues ocurre al mismo tiempo en el que en el Senado se discute una reforma constitucional que permitiría la permanencia del Ejército en las calles, en funciones policiales que desde ninguna óptica le podrían corresponder. La iniciativa de reformas la presenta el presidente de la República, emanado de Morena, el único partido de izquierda que ha logrado aglutinar el voto de la gran mayoría de los ciudadanos inscritos en el padrón, que en sus filas recoge a un buen número de participantes del movimiento del 68.

Resulta difícil de entender la manera en que los principales enemigos del autoritarismo, de la violencia, de la militarización, de la censura que agobiaron la vida democrática del país durante más de cincuenta años del siglo pasado, sean hoy quienes impulsan la intolerancia democrática, la campaña de desmantelamiento del INE y el proceso más abierto de militarización de México.

Es lamentable apreciar la forma en que se ha transformado esa perseverancia del movimiento del 68 que mucho favoreció el proceso de democratización del país, y que en el ejercicio del poder ha desviado sus caminos a objetivos que, hasta hoy, permanecen ocultos o resultan inentendibles para la mayoría de los mexicanos. El movimiento que persiguió hacer públicas todas las voces se ha convertido en el partido que las calla. El movimiento que buscó aislar la fuerza militar del Estado para garantizar nuestras libertades, se ha convertido en el partido que persigue imponer sus designios por medio de la fuerza militar.

No es clara la causa que persigue el Movimiento de Regeneración Nacional. No es evidente que la transformación sea buena para el país. Más allá de la lucha del poder por el poder mismo, resulta urgente entender cuál es el rumbo de México que estamos emprendiendo. No es democrático ni tampoco enfilado a favorecer el progreso económico.

En los cuestionamientos que se formulan sobre el precario crecimiento de la economía nacional a lo largo de las últimas décadas, a pesar de que el país logró una transición democrática al inicio del siglo, o la culminación de procesos de reforma que prometían un gran cambio de la economía nacional, se advierte que el gran lastre ha residido, ante todo, en la inestabilidad política que proviene de los movimientos de la izquierda mexicana que, contradictoriamente, persiguen alterar los cambios democráticos que con su persistencia vieron la luz.

La contradicción que hemos presenciado a lo largo de los últimos días, a la que nos referimos en estos párrafos, ahonda en el sentimiento de inestabilidad que ahuyenta el deseo de creer en México y en todo su potencial como Nación.

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