El modelo republicano de gobierno encuentra en la división de poderes su máxima virtud; el entendimiento de la importancia que reviste consolidar el equilibrio de la fuerza pública y la función política, como medio para proteger al individuo de los abusos en que incurren quienes desacertadamente llegan a ejercerlo sin contrapeso. La libertad de los gobernados se ve inequívoca y fatalmente mermada en todos aquellos regímenes caracterizados por la ausencia de balances, –en las autocracias.
La división de poderes ha evolucionado hasta nuestros días. De haber iniciado con la institución de los poderes ejecutivo (del rey), legislativo (del pueblo) y judicial (de la aristocracia), hoy esa división demanda la institución de nuevos depositarios de las distintas ramas de la función pública que atañen a sociedades más preparadas y políticamente más complejas.
La evolución de nuestro sistema de partidos y el nacimiento de nuestra imberbe democracia a finales del siglo pasado, demostró la importancia que tenía la oportunidad de conceder al órgano público encargado de organizar los procesos de elección, y a los tribunales encargados de juzgarlos, un carácter verdaderamente autónomo: ajeno por completo a la suerte y destino de los otros poderes, de los electos (ejecutivo y legislativo).
El Instituto Nacional Electoral es el órgano constitucional autónomo en el que auténticamente quedan representados los sentimientos y deseos de nuestra sociedad, de poder alcanzar por la vía pacífica el reconocimiento cierto a los resultados imparciales de los procesos de elección. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, asimismo, es el órgano jurisdiccional en el que queda confiada la honrosa labor de interpretar y evaluar la legalidad en la que tales procesos de elección se ven inmersos.
Siendo evidente que la división de poderes que atañe a la República Mexicana no se circunscribe a tres de ellos, sino que se deposita en una pluralidad de poderes y órganos constitucionales autónomos, ¿A caso no constituye esta nueva división una decisión política fundamental que debería quedar exenta de embates de los propios poderes del Estado?
En la enseñanza media superior se explica a los adolescentes qué es la Constitución y cómo se conforma. En esa etapa de escolaridad se les dice cuáles son los derechos humanos y las garantías que la propia Constitución otorga y, por la misma razón, muchos jóvenes se aprenden los primeros veintinueve artículos de la Carta Magna. Son pocos los que se hacen la pregunta de cuál es el número total de artículos que ésta tiene y qué es lo que dice el último de ellos.
En el artículo 136 constitucional es el último que la conforma, y en él se establece a la letra lo siguiente: “Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpa su observancia. En caso de que por cualquier trastorno público, se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona, tan luego como el pueblo recobre su libertad, se restablecerá su observancia, y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieren expedido, serán juzgados, así los que hubieren figurado en el gobierno emanado de la rebelión, como los que hubieren cooperado a ésta”.
Muchas interrogantes, deliberación y deducciones podrían obtenerse sobre los alcances que debería concederse al vocablo “rebelión” o al concepto “trastorno público”, a los que alude el constituyente en el artículo citado; sin embargo, no cabría duda de que todos convergirían en un mismo punto: las modificaciones a la Ley Fundamental deberían provenir siempre de un proceso legítimo de deliberación parlamentaria. No cabrían reformas a la Carta Magna por la vía de la violencia, sea física o moral.
El espíritu de la Constitución sobre dicho particular no es deleznable. Un ejemplo comparable se viene presenciando a lo largo de los últimos meses en los Estados Unidos de América. El departamento de justicia y el Congreso evalúan los posibles delitos que podrían haberse cometido durante la administración del presidente Donald Trump, por el propio titular del ejecutivo estadounidense, no sólo por haber sustraído papelería confidencial de la Casa Blanca, sino por haber saboteado o pretendido sabotear el sistema electoral, incluso, con motivo de la toma del capitolio el 6 de enero de 2021.
¿Es válido que, desde el ejercicio del poder público, el presidente de los Estados Unidos de América haya cuestionado y puesto en entredicho la autonomía, la imparcialidad y la legalidad con que conduce sus actos el árbitro electoral?
Un tema es el referente a la presentación de iniciativas y el impulso del proceso legislativo para reformar la Constitución y consolidar un sistema alternativo de gobierno en el ámbito político-electoral, pero otro distinto es el de minar la confianza en las instituciones electorales con fines netamente partidistas y personales. El respeto por la estabilidad del balance de poder, una cualidad típica de todo gobierno republicano, constituye por sí mismo un imperativo constitucional inobjetable.
Atravesamos un momento histórico muy peligroso para el país porque las instituciones que fueron construidas para resguardar la independencia, la certidumbre y la legalidad de los procesos electorales en México, están a punto de sucumbir. El proceso deliberativo en el ámbito parlamentario es incierto porque los votos de la oposición están comprometidos, están palpablemente cooptados. La única defensa auténtica de la soberanía constitucional remanente está en la Suprema Corte de Justicia, o, está en nosotros, la ciudadanía.
Ante la incuestionable inoperancia de los mecanismos de representatividad política nacional, no queda sino a la ciudadanía misma recobrar el ejercicio del poder soberano que le concierne y demostrarse, por la vía civil pacífica que los propios candidatos al gobierno han mostrado, externar los legítimos sentimientos de la Nación en torno de sus instituciones democráticas.