Antonio Cuellar

Aniversario de la decadencia nacional

Se cumplen treinta años del que podría ser el primer magnicidio ocurrido en esta época de inestabilidad nacional: el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo.

Mañana, miércoles 24 de mayo, se cumplen treinta años del que podría ser el primer magnicidio ocurrido en esta época de inestabilidad nacional. Me refiero al asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo a manos de sicarios de las bandas del narco a plena luz del día, en el estacionamiento del aeropuerto de Guadalajara.

Un recuento superficial de lo ocurrido desde entonces –no en el ámbito de la investigación y fincamiento de responsabilidades asociadas a ese caso, desde luego, sino en torno de la seguridad pública en general–, nos debe poner a llorar.

La muerte de personajes importantes de la política nacional y de nuestra sociedad, no constituye episodios extraños para la historia de México. Virtualmente, así comenzó la Conquista, continuó la Independencia, se enraizó durante la Revolución y ha perdurado hasta nuestros días. Sin embargo, ha de reconocerse que hay de muertes a muertes: siendo ambas inequívocamente condenables, no puede hablarse en términos equivalentes cuando se menciona el asesinato de actores políticos por la búsqueda y conquista del poder, que cuando hablamos del asesinato de empresarios o del clero por ambición mezquina de riqueza o vil venganza; esta última es, quizá, un poco más reprochable que la anterior, en la medida en que tiene un impacto social más penetrante, pues nos atañe a todos por igual, y no sólo a aquellos que conforman la clase política.

El reportaje que dio a conocer la noticia del asesinato del cardenal sacudió al país, y constituyó posiblemente un parteaguas en la historia reciente, al haberle dado revuelo a un número importante de matones que, hasta entonces, posiblemente no habían alcanzado la estatura mediática para tener un lugar en las primeras planas y horarios estelares de los periódicos y noticieros más relevantes de México.

Evidentemente que el tema de la inseguridad se convirtió inmediatamente y desde entonces en un aspecto medular de las campañas electorales; pero en esa época la inseguridad se constreñía a dos o tres zonas bien localizadas en el corredor de Pacífico, que colocaban a Guadalajara, a Sinaloa –en general– y a Tijuana en una posición singular con relación al resto de la República. El fenómeno del narco, hace treinta años, no tenía dimensión nacional.

A pesar de que hubo un posicionamiento oficial en el que el gobierno asumió compromisos para averiguar la verdad de los hechos y combatir al narco, bien podría decirse que ni los presidentes Salinas de Gortari o Ernesto Zedillo, ni tampoco Vicente Fox, emprendieron cambio significativo alguno que pudiera haber logrado la erradicación de esa enfermedad, que hoy tiene a México a la orilla de su propia tumba.

El primero en oficializar el combate contra el narco fue Felipe Calderón; emprendió una lucha a palos que provocó un desbordamiento desproporcionado de la violencia en perjuicio de todos los mexicanos. A pesar de que al término de su administración su partido y seguidores subrayaron su “valentía” para combatir a la delincuencia, no puede negarse que la falta de estrategia y la implementación de patrullajes a lo largo del país produjeron un efecto terriblemente nocivo y contraproducente en la lucha contra el crimen: los organizó y los obligó a equiparse para combatir a las fuerzas del Estado.

Un reclamo siempre se mantuvo constante a lo largo de su administración: la demanda de un mando único y un andamiaje jurídico adecuado que permitiera una lucha eficaz para erradicar al narco.

Enrique Peña Nieto recibió un país en llamas, pero no cambió la estrategia. Continuó el patrullaje y la detención de las grandes cabezas de las bandas de delincuentes, que como método ha producido el brote descontrolado de un sinnúmero de otras bandas, cada una más violenta que la anterior. Su enfoque, sin embargo, no es deleznable, pues habiendo hecho caso a su antecesor, fue quien consolidó la reforma jurídica que nos permite gozar, hoy, de un ordenamiento jurídico nacional en materia criminal perfectamente diseñado, a través del cual fiscales y jueces deberían de poder actuar, con mayor prontitud y eficacia, en el enjuiciamiento contra criminales. Falta la preparación y, desde luego, la decisión para que esto suceda.

La llegada de Andrés Manuel López Obrador podría haber significado un cambio relevante de cosas, en la medida en que es el único de entre los recientes que ha aglutinado la totalidad del poder bélico del Estado –como lo hubieran querido sus antecesores y cualquier otro–, con un marco jurídico adecuado; una conjunción de factores que debería haber probado ser un éxito en el desmembramiento de las bandas del crimen y en el aseguramiento eficaz del producto del comercio ilícito: la droga, el armamento y los recursos generados.

La política de los abrazos y no balazos ha demostrado ser absolutamente desastrosa en el terreno de la procuración de justicia en México. No sólo el narcotráfico, sino la extorsión y la trata de personas, han alcanzado proporciones verdaderamente impensables en cualquier Estado de derecho. Nuestro país se ahoga en el pantano de la barbarie.

El problema que la inseguridad arroja, lamentablemente, ya no se restringe a México. Los efectos de la política de la inacción, del dejar hacer y dejar pasar, trastocan la vida de nuestros vecinos –en todas las fronteras que el país tiene con el extranjero–. Esa extraterritorialidad del crimen nacional, desafortunadamente, sí que pone en riesgo la soberanía de México. Urge que se tomen cartas serias en el asunto.

Mañana podría conmemorarse un aniversario más, quizá, de la decadencia del México de nuestros días. Esta administración empieza a vivir su invierno y será a través de las campañas que empezará a conocerse la visión en materia de seguridad, de una nueva generación de gobernantes. A cualquiera de ellos que aspiren a dirigir a México, valdría la pena hacerles ver que, ahora sí, no van a tener margen alguno para equivocarse.

La mejor estrategia –sin lugar a dudas–, será la de hacer cumplir la ley: dos tareas han de asumirse de inmediato al respecto, la de reconstruir a nuestras instituciones en el ámbito de la administración de justicia; y, la de entender que, ante una fuerza bélica de la proporción de esta que hoy existe y que el Estado deberá enfrentar, no hay manera de estar a la par sin el apoyo de preciados socios y amigos de México, capaces y con el deseo de remediar un mal que, ante todo, mina los intereses de la región global. ¿Habrá capacidad política para redimensionar, en estas condiciones de agotamiento, cuál es el valor objetivo de nuestra soberanía nacional?

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