El otro fenómeno que junto con el calentamiento global descarrilará al mundo, tiene que ser la migración del hombre. Un terrible y complejo problema que debe verse desde sus dos aristas: el incuestionable derecho humano a la supervivencia y a la libertad, que orilla a algunos a correr los más graves peligros para alcanzar una esperanza de vida digna; y, el otro, el derecho humano a la seguridad jurídica de los nacionales pertenecientes al Estado receptor, que con su calidad de contribuyentes persiguen la conservación de un orden mínimo elemental que asegure la continuidad del éxito que en países democráticamente formados ha llegado a consolidarse.
México es motor por un lado, pero sufre a la vez el grave problema de la migración humana. Somos, junto con Filipinas, el país que más mano de obra exporta –naturalmente, hacia EU–; sin embargo, atravesamos los desajustes que trae de la mano la recepción y tránsito de migrantes que llegan al país, y que provocan problemas económicos y sociales internos. Son esa gran marea de gente desesperanzada la que nos refleja frente a nuestros socios comerciales, como los responsables de un grave fenómeno social que acarrea problemas, incluso de seguridad, en el régimen interior del país más poderoso del mundo.
El tema se debe de hablar sin cortapisas: existen modelos de gobierno arraigados en determinados países, que producen pobreza y expulsan una buena parte de su población en busca de asilo y comida; y hay otros modelos igualmente consolidados, en otros determinados países, que producen riqueza y bonanza, hacia los que hombres y mujeres sin esperanza voltean con el anhelo de poder llegar. ¿Puede el hemisferio norte convertirse en el puerto de llegada de todos los pobres del mundo, expulsados por estados fallidos?
Suecia aprobó en enero de este año un cambio radical a sus políticas migratorias. Un país que se caracterizó por su amabilidad, por su visión humanista y de apoyo hacia el migrante, fue finalmente atrapado por un discurso radical y nacionalista que acabó por cerrar las puertas a los extranjeros en búsqueda de asilo. ¿Debemos seguir o tolerar un cambio de visión política de tan grave envergadura? ¿Podemos ser indolentes ante el sufrimiento humano más allá de nuestras fronteras? ¿Qué papel debe jugar México, o más aún, las potencias económicas del mundo ante la corrupción que agobia a los países exportadores de migrantes? Siendo nosotros mismos exportadores de migrantes ¿Estamos preparados para aceptar y cumplir cualquier acción mundial enfocada al cambio?
Nuestra Constitución y los tratados internacionales consagran el principio de no intervención o Doctrina Estrada. El artículo 89 de la Carta Magna establece en su fracción X que, en la conducción de la política exterior, el presidente de la República observará los principios de autodeterminación de los pueblos; no intervención; solución pacífica de controversias; proscripción de amenazas o uso de la fuerza en las relaciones internacionales; igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la promoción y protección de los derechos humanos, y la lucha por la paz y la seguridad internacionales.
Si apreciamos cada uno de los principios antes mencionados, podemos observar cómo unos son dependientes de otros. En particular, el de la no intervención, que entraña un imperativo a través del cual se obliga al Ejecutivo federal a abstenerse de actuar frente a terceros países, podría contradecirse con el de protección de los derechos humanos, que lo conminaría a actuar con firmeza, mediante la expedición de actos claramente positivos.
El mundo ha cambiado radicalmente; la tecnología y las comunicaciones nos unen como jamás antes. Del mismo modo ha evolucionado la economía y la soberanía nacionales. Aquello que sucede en un rincón del planeta, hoy, impacta al resto de los países del orbe. Nadie puede poner en tela de duda que la tala de la selva amazónica traerá consecuencias climáticas para el resto del planeta. Del mismo modo, podemos afirmar sin duda alguna que la asunción de malas decisiones de gobierno, y el rompimiento del Estado de derecho interno en cualquier país centroafricano, acabará por redundar en problemas migratorios en Europa o el Medio Oriente.
En este estado de intercomunicación global, ¿puede prevalecer la Doctrina Estrada? Ante regímenes despóticos y corruptos en cualquier país del mundo, ¿debe la comunidad internacional permanecer callada y expectante?
Existen principios universales que los países más avanzados del mundo han seguido y han funcionado para la consolidación de estados con modelos de desarrollo estable. Jamás serán perfectos, pero han llegado a garantizar sistemas de desarrollo del individuo con mejores resultados que aquellos otros aplicados en Estados fallidos.
Sabedor de lo criticable que puede ser una postura globalista y la suposición de un nuevo orden mundial, no debe soslayarse la necesidad actual de avanzar en el establecimiento de bases mínimas de orden mundial, que impidan descarrilamientos regionales con impacto humano de la grave trascendencia que atraviesa hoy nuestro planeta. Ya se verá también la necesidad de establecer aquellas reglas que algunas de esas potencias económicas deberán seguir, a efecto de evitar la explotación que, desde otra perspectiva, produce crisis políticas recurrentes en esos países atrapados en su propia desgracia.
En un mundo globalizado, en el que la prosperidad del vecino está siempre a la vista, ¿siquiera es ético pugnar por modelos que no se centran en la construcción de un efectivo Estado de derecho, de un sistema eficiente de protección de derechos humanos, de un régimen formal y materialmente democrático, y de una economía de libre mercado? Mientras estas cuestiones y muchas, muchas otras del mismo tono no sean resueltas, el dramático fenómeno migratorio del que venimos hablando, lejos de quedar resuelto, simplemente se irá agravando. En los caminos de una mejor vida, de lágrimas y de sangre se formarán los mares, y de cadáveres apilados, las montañas.