En Hanoi, Vietnam, una conferencia del presidente Joe Biden terminó de manera abrupta el domingo pasado. El incidente se produjo después de un par de errores en el discurso, que lo mostraron desorientado y desarticulado al momento de hablar. La salud del presidente de los EU ha generado preocupación y comentarios en todos los órdenes –no ahora, sino desde hace tiempo–, dado que, a su edad, es quien enarbolará la aspiración demócrata para continuar en el poder: ¿podrá el presidente Biden seguir despachando hábilmente desde la Casa Blanca?, ¿es correcto que, sin importar la edad, cualquier persona pueda aspirar a ocupar un cargo en el gobierno?
Entiendo que el planteamiento anterior podría sonar discriminatorio, y habrá quien critique válidamente la pregunta que hoy nos formulamos: teóricamente, no tendría por qué negarse a nadie la oportunidad de contender a un cargo público con base en su edad, en su sexo, en su origen o capacidad económica, entre otros factores; sin embargo, vista la duración del cargo político al que esa persona adulta aspira, ¿acaso no sería válido cuestionar su capacidad física vista en el mediano o largo plazos? ¿No sería válido incorporar en la legislación determinadas limitantes, para garantizar el ejercicio duradero de una responsabilidad constitucional?
El problema que hacemos ver tiene que relacionarse con lo que sucede en nuestro país. A pesar de que las dos aspirantes precalificadas para ocupar el cargo de presidente de la República gozan de una edad estupenda y una condición de salud aparentemente inmejorable para hacerse cargo de las riendas de México, no puede soslayarse el hecho de que, en esta administración, ha habido un número importante de servidores públicos octogenarios, cuyo desempeño ha arrojado desatinos y una visión de país que no es correspondiente con la realidad en la que el propio país se encuentra inmerso.
Hasta antes de 1995, en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se establecía de manera expresa que, para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no podían tenerse más de sesenta y cinco años de edad ni menos de treinta y cinco el día de la designación. La reforma que impulsó el presidente Ernesto Zedillo Ponce de León se ocupó de desaparecer esa limitación, a efecto de que personas con una edad superior a esa restricción pudieran ocupar el cargo. Así ha venido sucediendo a lo largo de los últimos años. No se disminuyó la edad de treinta y cinco.
Desde luego que no puede pasar inadvertida la redacción de la norma reformada, en la que aparecen previstas una edad mínima para ocupar el cargo y una máxima. Se entiende que la función de ministro de la Suprema Corte de Justicia exige una madurez intelectual y una experiencia mínima, que ningún ser humano alcanza a obtener, presuntamente, antes de los treinta y cinco años; y se deduce también, por consiguiente, que dicha función podría verse afectada, si la persona que la ejerce deja de contar con la fortaleza corporal y mental necesarias para hacer frente a las exigencias físicas del trabajo; ¿de verdad desapareció la justificación que llevó al Constituyente a establecer esa edad máxima para poder cumplir con los deberes propios del cargo?
No puede negarse el enorme valor que la sabiduría y la experiencia de una persona mayor, puede significar para la adopción de determinadas resoluciones. En algunas épocas de la historia, han sido los mayores quienes encabezan la función misma de dirigir a un determinado clan o grupo social. El mundo, sin embargo, ha cambiado. Pudiéndose aprovechar la experiencia de los mayores, hay posiciones específicas que exigen de destreza, aptitud y fuerza física y mental como condiciones indispensables para la asunción de decisiones.
El cambio vertiginoso de la ciencia y la tecnología ha producido nuevas generaciones de estudiantes y profesionistas, que gozan de habilidades excepcionales, y una capacidad de adaptación mental de la que adolecen las personas mayores. Sin que nuestra idea deba de interpretarse en un sentido despreciativo o ingrato en agravio de los adultos mayores, debemos conjuntamente reconocer que, por el interés del país, y con su colaboración, debe favorecerse la movilidad a la hora de elegir a quienes deben ejercer un cargo público de larga duración.
No es una cuestión que tenga que ver con la capacidad intelectual superviviente de aquel adulto al que se desee privilegiar con el honroso papel de desempeñar una función de gobierno, sino también la de su capacidad de actualización y vigencia a la hora de entender a la sociedad misma a la que va a servir. Ejemplos de admiradísimas personas caídas en la desgracia de no poder hacer frente a una responsabilidad, por el incontenible transcurso del tiempo, existen muchos.
La manera más digna en que como sociedad podríamos evitar el doloroso paso de tener que segregar a un adulto por su incapacidad física o mental para hacer frente a una obligación, para bien del propio adulto, sería mediante la reincorporación de restricciones objetivas contenidas en la ley, que les conceden el beneficio de permanecer siempre recordados como grandes formadores de México, con los privilegios de ser agregados como incomparables asesores, pero sin la pena de tener que hacer frente al escarnio público y a la crítica, a veces fundada, por los perjudiciales desatinos y quebrantos que vienen aparejados con la edad.
En esta ocasión, lo digo con enorme agradecimiento y respeto a todas las generaciones que nos preceden, siempre consciente de la responsabilidad que, por el sentido de mis propias palabras, deberé asumir en mi propio perjuicio, cuando llegue mi momento.