Justo ayer, hace 55 años, algo se rompió en México, y en ello tuvo que ver el gobierno de la República y la UNAM. Un gobierno entonces ‘tecnocrático’ fue incapaz de leer y entender un reclamo de justicia del alumnado universitario. La marcha, todos lo sabemos, desembocó en un enfrentamiento entre estudiantes y fuerzas armadas que dejó un saldo auténticamente desconocido de estudiantes muertos, y de otros más desaparecidos. El país aún no cierra esa herida, y las condiciones que provocaron el evento podrían reaparecer en cualquier momento.
El mundo entero ha vivido una época de enorme progreso y crecimiento con el advenimiento del internet como principal motor de cambio, sin embargo, la inconformidad que ha dejado la gran disparidad en el repartimiento de la riqueza recibida ha venido a desbalancear el modelo de desarrollo. En el horizonte no se advierten posibilidades cercanas para que el mundo retome el mismo camino en el que veníamos andando hasta antes de la pandemia.
Como puede verse, en el ejercicio de la política, las cosas son así, pendulares: en un momento resulta indispensable la instrumentación de políticas que impulsen el empeño de la libertad del hombre, que revela y hace florecer sus capacidades inventivas y su arrojo en actividades productivas; y en otro distinto, en cambio, surge la necesidad de activar la implementación de políticas igualitarias, que atajen las grandes injusticias sociales esparcidas por el abuso de los grandes capitales.
La UNAM constituye una pieza clave –estratégica– para la vida del país. No sólo es una institución que habilita una instrucción indispensable de la que depende la movilidad y el avance social de muchos millones de mexicanos, que encuentran en la educación un elemento indispensable para salir de la pobreza, sino que también es el espacio en el que se gestan y alumbran las ideas y pensamientos más relevantes, que dan cauce y forma a la vida democrática del país, y también a su progreso económico.
Es ahí que debe entenderse la necesaria sincronía que ha de existir entre el momento y rumbo que sigue la política de México, y aquél para el que la UNAM cumple la función, que por mandato constitucional, le pertenece: nuestra casa de estudios es el semillero que le permite al país contar con los grandes hombres y mujeres que lo nutren y lo dirigen.
Un punto clave consiste en entender que, el ejercicio de la función de gobierno no se produce en forma espontánea: gobernar es ciencia. Y a pesar de que la UNAM es una institución de estudios superiores dedicada al estudio de la ciencia, la UNAM goza a su vez de su propio gobierno. Como en el caso del gobierno nacional, el gobierno de la UNAM demanda conocimiento, experiencia y destreza.
Hay una tendencia equivocada a suponer que es ciencia sólo aquella para la que intervienen los números, los astros o las moléculas que conforman a los seres vivos; que sólo es ciencia aquella en la que se aplican fórmulas –como si las ciencias naturales definieran el destino del hombre–. Ciencias son también aquellas encargadas de entender el pensamiento del ser humano y el de la sociedad a la que pertenece, porque la ciencia es el método de adquisición del conocimiento, y no su objeto.
En las últimas décadas en las que la UNAM ha gozado de destacados gobernadores emanados de las aulas científicas asociadas al conocimiento de la naturaleza, se han logrado recoger éxitos y condecoraciones que fueron afines a la época de los gobiernos tecnocráticos, en los que quedó depositada la gran responsabilidad de obsequiar estabilidad financiera a la Nación. Ha habido sincronía entre el gobierno de la UNAM y el gobierno del país.
Los momentos de cambio y transformación que atraviesa el país reflejan la presencia de una corriente humanista muy relevante, decidida a imprimir un sello social del que deben gozar las políticas que impulsan el desarrollo nacional. Es en este contexto que la UNAM está obligada a responder, a ser hábil y entendida sobre las necesidades que tiene el país, y sobre las decisiones que se deben adoptar, que sean las más convenientes para la propia institución, para alcanzar los grandes logros que la misma Universidad merece tener.
En la víspera de la última fase del proceso de elección de su rector, vuelve a aparecer la necesidad de contar, hoy, con un profesional de la ciencia que, simultáneamente, goce de la capacidad humanista de entender y saber hacer política. Dicho en otras palabras: la realidad del país y el gobierno que sus mayorías se están dando, hacen sostenible pensar que la UNAM necesita aportar ideas humanistas, que vengan de las escuelas dedicadas a las ciencias sociales, a través de la mirada de un representante auténtico que hable por la propia institución.
Es en ese contexto que destaca entre los aspirantes a esa posición el doctor Raúl Contreras Bustamante, director de la Facultad de Derecho de la propia UNAM. La gran mayoría de los integrantes del claustro de profesores de esa facultad, y muchos otros de otras facultades que se suman a los anteriores, lo apreciamos como un profesionista capaz –no sólo en una perspectiva académica e institucional, sino también como a un ser auténticamente humano–, con destacada visión social y sensibilidad adecuada para discernir el rumbo que la UNAM debe tener, en esa asociación irrenunciable a la que pertenece, como parte del gobierno y parte esencial de México.
No hace falta hablar de los méritos propios de los que el director de la Facultad de Derecho goza para acceder al cargo, sino simplemente ver, apreciar, cuáles fueron los retos, cuáles los procesos y cuáles los éxitos alcanzados durante sus años al frente de la institución. Son esos frutos los que hablan del árbol que los ha dado.
En este día especial, de remembranza de los estudiantes acaecidos en Tlatelolco; y en esta época convulsa que el mundo entero atraviesa –y México en él inmerso–, no podía pasar desapercibida la necesaria reflexión en torno de la forma científica en que a las cosas ha de entendérseles a través de sus causas u origen; hoy, el destino de México desde su cuna, la UNAM. ¡¡Goya!!