A menudo hago un ejercicio que me sirve para entender el verdadero peso de las canas que ya pintan mi cabello: hago cuentas; sumo esos años que transcurrieron entre los eventos que constituyeron el objeto mismo de mis libros de historia y el comienzo de mi secundaria, y analizo qué ha sucedido en el mismo período, contado al revés, desde hoy hacia atrás, según el mismo número de años sumados. Por ejemplo: entre que terminó la Segunda Guerra Mundial y comencé mi secundaria transcurrieron treinta y cinco años. Ese mismo período, contado en reversa desde nuestros días, nos coloca en la caída del Muro de Berlín.
Este pasatiempo me permite asimilar el concepto de modernidad en el que vive mi padre a sus casi noventa años, y me permite también entender qué tan lejana, en el tiempo, mis hijos perciben la música o los eventos que yo mismo viví cuando era joven.
Si histórica y conceptualmente me parece muy lejana la llegada de Lázaro Cárdenas al poder, fecha en la que nació mi padre, eso quiere decir que a mis hijos les debe parecer igualmente lejana la matanza en la plaza de las tres culturas en Tlatelolco, que tuvo lugar en la fecha en que yo nací. Si para mí aparece distante la administración de Miguel Alemán Valdés, entonces igualmente alejada es para mis hijos la administración de Luis Echeverría Álvarez.
La capacidad de ser empáticos con la visión de la historia y el entendimiento del mundo que tiene la generación de todos los jóvenes que nacieron después del año 2000, resulta un ejercicio muy relevante en estos momentos, porque son ellos en quienes realmente descansa el destino del país, al conformar el conglomerado de votantes indecisos que inclinarán la balanza el 2 de junio próximo.
Esta administración ha gozado de buena suerte, pero también ha gozado del beneficio de tener y poder disponer libre y discrecionalmente de un ahorro consolidado a lo largo de casi treinta años. Todo un período ‘neoliberal’ en el que quienes tuvieron bajo su encomienda el gobierno del país, decidieron incursionar en prácticas profesionales de gestión de las finanzas públicas con el único objetivo de terminar, de una vez por todas, con las crisis sexenales.
Este año transcurrirá sin mayores descalabros; sin embargo, ¿cuánto tiempo lograremos transitar con la misma suerte? ¿Se controlará algún día la inflación? ¿El aterrizaje de la paridad cambiaria será paulatino?
Difícilmente mis hijos podrían comprender qué es una devaluación si no la han vivido. Más aún, serán incapaces de atesorar lo que es una democracia, si no han experimentado lo que significa vivir en una dictadura de partido. Si ellos apenas se incrustan en el mercado laboral, realmente son incapaces de saber cuál es el efecto negativo de la inflación en el poder adquisitivo del salario.
Mis hijos saben de la existencia de las devaluaciones porque aparecen descritas en sus libros de historia, de la misma forma en que yo estudié la Gran Depresión del 29. Su valoración del daño y afectación que provoca una crisis económica a la vida de las personas es dogmática, porque ni ellos, ni ninguno de sus amigos y compañeros de generación, la ha vivido.
Pareciera que la generación de nuevos electores podría estar destinada a aprender historia de la mala manera: repitiendo sus errores.
Aquellos de nosotros que hemos conocido la dura realidad de la democracia ficticia; de la irresponsabilidad de la gestión de las finanzas públicas; de la corrupción galopante; de la institucionalidad partidista aniquiladora, tenemos la obligación irrenunciable de transmitir a las nuevas generaciones, a los votantes más jóvenes con los que tenemos contacto, nuestra experiencia y nuestro juicio en torno de dos elementos esenciales, que se disputan el mes entrante: qué ha ganado México durante este siglo en el terreno de la libertad y de la democracia; y, qué significa la estabilidad económica asociada al ejercicio disciplinado de la administración pública.
El futuro de México reposa en las manos de jóvenes que se han acostumbrado a recibir las noticias en ciento cuarenta caracteres; jóvenes que, en un buen número, encuentran su satisfacción y felicidad en el mundo falso y efímero que les muestra la pantalla de su teléfono en la palma de la mano, y que difícilmente emprenderán una búsqueda de razón y conocimiento a través de la investigación documentada.
Con el poder de la influencia oral que las generaciones adultas lleguen a tener con relación a los jóvenes más cercanos, es la hora de avanzar en el más urgente camino del diálogo familiar y la enseñanza ciudadana.
En el ejercicio ocioso de contar los años, que realizo cada tercer día, hoy me he dado cuenta de que el tiempo apremia, y las dos semanas que han transcurrido, acabarán por ser insuficientes en el futuro para sembrar el grado de conciencia que los jóvenes electores deben ganar, para cumplir con responsabilidad, con madurez y con seriedad, el gran reto que la historia les ha puesto por delante.