Antonio Cuellar

Elección de los jueces y protección de la República

El juicio de amparo debe seguir siendo un medio de control constitucional al servicio de los gobernados, a través del cual se remedie e invalide el ejercicio abusivo del poder.

En la construcción de un buen gobierno, la comprensión de la importancia que tiene el equilibrio del poder constituye un factor esencial para lograrlo. ¿Qué tanto la reforma constitucional en materia de derechos humanos del 2011, y la nueva Ley de Amparo del 2013 desbalancearon a la República? ¿La nueva reforma constitucional para designar a ministros, magistrados y jueces por elección popular podrá reestablecer el balance?

El presidente López Obrador siente desprecio por el Derecho. Su problema con los ministros, sin embargo, es eminentemente político. No obstante, la raíz de aquello que le aqueja en sus diferendos con el Poder Judicial de la Federación es institucional. Nos queda claro que su reforma permitirá a la próxima administración terminar con la desavenencia que hoy existe entre el Ejecutivo y los integrantes de la Suprema Corte de Justicia. El problema institucional, sin embargo, subsistirá a lo largo del tiempo, porque no se ha entendido en qué momento surgió el problema que le aqueja.

Durante décadas, dos escuelas prevalecieron en el ámbito del amparo en México: aquella que buscaba la conservación del juicio de amparo como un proceso constitucional cifrado en la observancia y cumplimiento de las garantías que otorga la Constitución; y aquella otra que buscaba su modernización, su elevación al rango de un nuevo modelo de justicia constitucional, encaminada a la tutela de los ‘derechos humanos’.

El concepto de ‘derecho humano’ en esta época es muy meloso; se pega con facilidad; empodera al ciudadano. En nuestro país, los derechos humanos los definía siempre el legislador, mediante leyes que se discutían entre diputados y senadores antes de convertirse en auténticas prerrogativas que la gente podía hacer efectivas a través de los cauces que las mismas leyes establecían.

Con la reforma constitucional del 2011, se abrió la puerta para que los alcances con que deben entenderse los ‘derechos humanos’ no fueran deliberados ni definidos por los legisladores, sino por los jueces, a quienes a través de la nueva Ley de Amparo del 2013 se les permitió expedir sentencias más robustas, más fuertes, a través de las cuales impusieron a los otros poderes una visión de país que es más ‘dogmática’ y más pura, pero muchas veces, también, más inadecuada para quienes deben encargarse de la administración.

El movimiento modernizador del amparo se impuso y doblegó a aquella otra escuela que persiguió a lo largo del tiempo conservar el juicio de garantías, de acuerdo con los principios impulsados por Manuel Crescencio Rejón o Mariano Otero, sus fundadores.

El principio de relatividad de las sentencias, que concedía a éstas un efecto particularizado, fue disminuido. El principio de iniciativa de parte agraviada, que legitimaba a aquel individuo que objetivamente sufriera una afectación a sus derechos para promover el amparo, fue desvirtuado y abrió el ámbito de la tutela a cualquiera otro que se sintiera afectado. El principio de estricto Derecho, que protege la presunción de constitucionalidad de los actos de autoridad y obliga a la parte demandante a demostrar las causas de invalidez de los actos reclamados, se invirtió mediante la inclusión de una suplencia en la deficiencia de la queja, que permite a los jueces involucrarse en el descubrimiento de las causas de inconstitucionalidad del acto.

Esta nueva visión del amparo dio nacimiento a la época en la que vivimos, en la que existe, sí, una superioridad institucional de la que se favorecen los jueces en detrimento de los intereses que constitucionalmente persiguen sus pares. Como gobernados estamos muy cómodos con ella; sin embargo, evidentemente, las autoridades no lo están.

Quizá el hecho de que la ministra presidenta, Norma Piña, haga declaraciones apegadas a la Constitución y a la verdad afecta la postura política que con relación a un proyecto determinado haya adoptado el presidente López Obrador. Y quizá por eso, él esté en desacuerdo con que los ministros puedan hablar por televisión y contradecir al presidente de la República. Éste es el principio que posiblemente lo impulsa a cambiar la Constitución para acabar con un contrapeso político, que racionalmente pone las cosas en su lugar, y sobre la mesa.

El punto es que a pesar de que se cambie a todos los ministros en Pleno, la aplanadora legislativa acabará por deshacer inútilmente al Poder Judicial, y a desproveer a los ciudadanos de juzgadores capacitados, sin remediar el problema en el fondo. ¿Cómo podría sustituirse un aparato de justicia en el que sus filas están compuestas por verdaderos especialistas del Derecho en el ámbito de la justicia?

No se trata de elegir a jueces desprovistos de experiencia o conocimientos altamente especializados; no se trata tampoco de acabar con la protección que a lo largo de los siglos nos ha concedido el juicio de amparo; no se trata, por último, de vulnerar la vigencia y eficacia de los derechos humanos con los que debemos estar protegidos. Se trata de poner orden en la agenda judicial. Se trata de entender el reclamo ciudadano que enarbola el presidente y la candidata ganadora, y encontrar un camino factible para remediar un problema.

La representatividad política que debe instituirse en el Pleno de la Suprema Corte de Justicia puede atenderse mediante procesos de selección de personas con capacidad absolutamente probada, que a propuesta del presidente de la República, habrán de ejercer un cargo que entraña la interpretación jurídico-política de la Carta Magna en su convivencia con los tratados internacionales. El proceso de selección, desde luego, debe quedar en manos de personas con capacidad y conocimientos para entender qué hace un ministro de la Suprema Corte de Justicia; no podría jamás lograrse con un voto popular a mano alzada.

El juicio de amparo debe seguir siendo un medio de control constitucional al servicio de los gobernados, a través del cual se remedie e invalide el ejercicio abusivo del poder por parte de las autoridades; en esa virtud, puede fácilmente regresar a sus orígenes y ser apreciado como un medio judicial de vigilancia y control de las garantías que a todas las personas nos concede la Constitución. No es imprescindible que los jueces sigan encargándose de tutelar ‘intereses legítimos colectivos’, alrededor de derechos indefinidos.

El diseño y cumplimiento de las aspiraciones contenidas en convenios internacionales, a través de los derechos humanos, debe confiarse a órganos colegiados, que a instancia de procuradores públicos habilitados y en sincronía con el Congreso, puedan impulsar directrices y acciones específicas, encaminadas a definir y ampliar el estado de bienestar en la forma legítima y auténtica que nuestra ciudadanía demanda. Esos órganos pueden ser servidores públicos especializados que no conformen el Poder Judicial de la Federación.

El aglutinamiento de propósitos constitucionales en una misma institución procesal, como lo es el juicio de amparo, en la forma en que la escuela modernizadora del amparo lo quiso consolidar, ha demostrado romper con el balance de la República exactamente en los términos en que lo anticiparon quienes tuvieron la genialidad de concebirlo.

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