Antonio Cuellar

Lo bueno, lo malo y lo feo… y lo más feo

La peor herencia que nos lega esta administración es la profunda división y confrontación social; un grave desgarramiento del tejido social que tardará muchos años en sanar.

Con la llegada del fin de este sexenio –como muchos lo proponen y lo impone la lógica–, resulta necesario y justo compartir un análisis y un balance de aquello que éste nos lega. Una valoración objetiva que no regateé mezquinamente los beneficios y los aciertos de este gobierno, por un lado, pero que tampoco evada temerosamente el señalamiento de las equivocaciones y desatinos que, por el otro, nos dejan graves perjuicios que habremos de enfrentar en los años por venir. El título del famoso spaghetti western de Sergio Leone, El bueno, el malo y el feo, que estelariza Clint Eastwood, nos motiva a compartir esta opinión en el orden que de él se deduce.

El presidente Andrés Manuel López Obrador se despide como el más hábil y más destacado director y organizador de la agenda política nacional. Nadie podrá poner en tela de juicio su inigualable capacidad política para imponer el tema por debatir en la arena de las ideas y de las acciones oficiales que deben emprenderse para atender y resolver los problemas de la vida de todos los mexicanos.

Hablando de las cosas buenas logradas por esta administración, debemos reconocer el acierto que tuvo el Presidente para identificar y exponer un problema añejo en el que podría encontrarse la raíz de problemas de consideración mayor, un tema que trasciende y que impide el progreso armónico de la nación: el anquilosado y muy arraigado fenómeno de la pobreza y la discriminación. Es éste el que produce descontento y una estratificación de clases en la que se desenvuelve nuestra sociedad, que provoca que la armonización de la vida cotidiana sea una tarea casi imposible de cumplir.

El Presidente rompió el techo y demostró que el incremento del salario mínimo, para lograr condiciones justas de vida para la clase trabajadora, es un instrumento viable para resolver el problema de la pobreza que viven muchos mexicanos. La imposición de la obligación constitucional de atender a las necesidades de los trabajadores por medio del incremento anual del salario por encima de la inflación es una medida adoptada durante su sexenio que habrá de arrojar beneficios sociales tangibles en el largo plazo, sin detrimento de nuestra economía, como siempre se denunció, pero que se demostró infundado a lo largo de los últimos años.

El éxito que el candidato Andrés Manuel López Obrador llegó a tener con motivo de su elección como Presidente, aunado a una personalidad narcisista, lo ha hecho incurrir en la obsesiva idea de tener que emprender proyectos ostentosos que le permitan trascender en los libros de historia. Los obstáculos que ha encontrado a lo largo del camino lo llevaron a desarrollar un instinto rabiosamente sensible contra el mundo del derecho. Es éste el que ha producido lo más malo de su sexenio.

Nadie puede desconocer que la última decisión presidencial, de desacatar los imperativos dictados por los tribunales de la Federación para suspender la ejecución del Tren Maya o la publicación de la reforma judicial, constituyen un rompimiento franco y abierto del Estado de derecho al que ningún presidente anterior se habría atrevido jamás. El señalamiento de su parte de que “no me vengan con que la ley es la ley”, pasará a la historia como la afirmación más temeraria que cualquier dirigente del país pudiera haber hecho jamás contra nuestra Constitución y nuestras leyes, en demérito de un factor indispensable al que se encuentra ligado el desarrollo de México: la certidumbre jurídica.

Evidentemente que ese desprecio por el imperio de la ley se tradujo en una desatención paralela de los principios y obligaciones que las normas jurídicas imponen a su cargo en el ámbito de la coercitividad del derecho, tratándose del combate contra la delincuencia organizada. Este sexenio tuvo una calificación indiscutiblemente reprobatoria en la materia de la seguridad pública, al haber contribuido con casi dos centenares de miles de muertos derivados de una guerra entre criminales, y de estos contra la sociedad, que fue claramente desatendida.

Sin contar un número importante de desatinos que podrían servirnos para completar este balance, estimamos que, tan mala como la idea concretada de desacatar la ley y la Constitución –visible en su punto más alto el mes pasado con motivo de la reforma judicial–, será la reforma que se impulsó al inicio del sexenio para dar marcha atrás a la otra actualización constitucional de la que dependía la atención más sensible a las necesidades elementales del pueblo de México: la reforma educativa. La desaparición del INEE y el abandono en que incurrió la SEP a este sector, y el replanteamiento de los libros de historia con fines ideológicos y de adoctrinamiento de la niñez, constituyeron la decisión más mala –por maliciosa–, y más antipatriótica, que pudiera haberse tomado en esta administración saliente.

Hubo políticas que trascendieron de lo malo y se incrustaron en lo feo. Conductas erradas que no sólo se asocian a la autoridad misma, sino que evidencia una decisión reprochable contra el servidor público:

Desde luego –destacada– la utilización de los recursos públicos a través de un maremoto de programas sociales encaminados a crear desvergonzadas clientelas electorales; un aglutinamiento artificial de popularidad de la que se ha servido este nuevo régimen para imponer, antidemocráticamente, una agenda que contraviene –contra su propia lucha histórica– los principales ejes rectores de una gobernanza cercana a la voluntad de la nación. El gobierno venido de la voluntad democrática del pueblo se convirtió, de repente, en el principal enemigo de las instituciones concebidas para la defensa de aquella. El uso del dinero público para manipular directa o indirectamente el sentido de la elección, constituye un retroceso imperdonable que trunca el sueño anhelado por millones de mexicanos, de vivir las ventajas de un Estado democrático.

Feo también fue el descubrimiento de la cercanía que puede tener y no debería de existir entre el presidente de la República, titular del Poder Ejecutivo de la Unión, y el crimen organizado; una comprobación que se dio, directa o indirectamente, con motivo de dos decisiones: una, la de sostener una entrevista con la madre del narcotraficante más buscado del mundo, a plena luz del día y ante las cámaras de televisión; y, la otra, la de decidir dejar en libertad al hijo de ese mismo criminal, en el momento en el que ya se le tenía detenido, precisamente por los mismos delitos por los que se acusa al padre y a costa del descrédito de las Fuerzas Armadas.

Sin perjuicio de otros eventos que nos podrían llevar a externar una crítica más extensa y más severa contra el Presidente, quisiéramos solamente referirnos, como corolario de esta colaboración, a lo que consideramos ‘lo más feo’ de esta administración.

El uso prolongado de las mañaneras para imponer la agenda política nacional, también se ha aprovechado para imponer un discurso plagado de señalamientos y calificativos que han dividido al país y a su sociedad. Hasta antes de este sexenio, nadie habló de progresistas y liberales de la manera en que con veneno lo hizo Andrés Manuel López Obrador contra quienes identificó como sus adversarios, y a quienes denominó como “fifís”, “conservadores” o “neoliberales”.

Con independencia de la falta de razón que pudiera o no existir al referirse a los ideales y forma de conducir el país por parte de los partidos de oposición y sus seguidores, lo cierto es que la segmentación y la división del país por cualquier causa, así sea social, económica, ideológica o cultural, constituye una mala idea y una pésima decisión por parte de cualquier persona que tenga no sólo la capacidad de dirigir y conducir a las masas, sino el deber constitucional de velar por la estabilidad y la unión de la nación.

La peor herencia que nos lega esta administración es la profunda división y confrontación social en la que México se encuentra; un grave desgarramiento del tejido social que tardará muchos años en sanar. A partir de la denuncia manipulada de los graves fenómenos de desigualdad que aquejan a nuestro país, siempre apoyada en premisas falsas o tergiversadas, y sin programas de solución a los problemas de nuestra comunidad que coloquen al trabajo, al esfuerzo, a la competitividad y a los valores sociales como herramientas adecuadas para edificar el progreso, el presidente López Obrador se despide, quizá, como un funcionario que buscó consolidar para sí un lugar en los libros de la historia, sin importar para ello, incluso, incendiar a la nación.

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