En las operaciones comerciales, en lo general, pero con mucho mayor intensidad en aquellas que tienen lugar con extranjeros, las partes acuerdan normalmente someter sus diferencias a la competencia de tribunales arbitrales, es decir, de abogados contratados por ellas para fungir como ‘jueces’. Sus resoluciones no son propiamente sentencias, pues no tienen un carácter coactivo, pero deciden de cualquier modo las controversias que surgen entre ellos.
El sometimiento al arbitraje obedece a la desconfianza natural de los contratantes de sujetarse a la jurisdicción de los tribunales estatales de los países a los que tales contratantes pertenecen, bien por la falta de diligencia que pudiera acusarse en su contra, o bien por la proclividad que pudiera existir en algún juez del Estado para favorecer a sus nacionales.
En el derecho nacional y a partir de un consenso internacional, se ha aceptado la existencia de un principio de autonomía del acuerdo o compromiso arbitral que concede la facultad exclusiva a los propios órganos arbitrales para analizar, inclusive, la validez misma del acuerdo arbitral celebrado por las partes. Frente al cuestionamiento de los alcances del arbitraje, es el árbitro mismo el que determina cuál es su competencia. Esa es la voluntad y decisión de las partes.
México alcanzó su independencia en el año 1821, y se consolidó como Estado independiente a través de la Constitución de 1824. Ya desde entonces y hasta la fecha quedó ahí plasmada una condición que lo distingue y conforma una parte esencial de su ser: nuestro país tiene un gobierno republicano y democrático, cualidad la primera que descansa en el hecho mismo de que las funciones públicas quedan divididas en tres órganos de autoridad a los que la Constitución denomina poderes: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial, siendo el último de ellos el que tiene encomendada la tarea de interpretar las leyes para impartir justicia en forma exclusiva.
Desde finales del siglo pasado y a lo largo de las dos últimas décadas, se han presentado planteamientos a los tribunales de la Federación, mediante los cuales se ha cuestionado la validez de algunas reformas que ha sufrido la Constitución. Con algunas excepciones de carácter formal, la Suprema Corte de Justicia ha decidido no interferir en los procesos de reforma a la Constitución, en los que interviene como un órgano revisor y reformador permanente el Legislativo. Los criterios y tesis sustentadas privilegiaron la improcedencia del amparo como vía de control constitucional contra las reformas a la Constitución misma.
En el 2013, cuando se expidió la Ley de Amparo que hoy permanece en vigor, se incorporaron en su texto un conjunto de criterios de los tribunales a efecto de convertirlos en derecho vigente. Entre estos se incluyó la improcedencia del amparo contra las adiciones o reformas a la Constitución. Esa es la letra de su artículo 61 fracción I. El amparo es naturalmente improcedente contra las reformas a la Constitución desde hace mucho tiempo.
Con motivo de la admisión de demandas planteadas contra la reforma judicial, que es una reforma constitucional, se ha vuelto a abrir la discusión sobre si el Poder Judicial puede o no juzgar la validez de los procesos de adición o reformas a la Constitución. Las demandas han sido admitidas y el criterio de los ministros del máximo tribunal puede ser determinante para definir si el régimen constitucional fue o no quebrantado por los otros dos poderes en su propio perjuicio. De llegarse a dictar una sentencia que invalide la reforma judicial, nos encontraremos frente a un escenario desalentador para la 4T, pero muy prometedor para nuestro Estado de derecho.
Adelantándose a esa posibilidad y con el ánimo absolutista que impida cualquier cuestionamiento de sus actos en el ejercicio del poder, los diputados y senadores de Morena iniciaron el procedimiento para concretar un segundo cambio constitucional: elevar a rango constitucional la improcedencia del amparo y de cualquier otro medio de defensa contra las reformas a la Constitución. El objetivo es impedir que la Suprema Corte de Justicia invalide o deslegitime la reforma judicial heredada por el gobierno anterior.
¿Se puede invalidar en el texto constitucional cualquier tipo de deliberación constitucional por cuenta del Poder Judicial de la Federación? ¿Cabría la existencia de una cláusula constitucional que neutralice y rompa el régimen republicano de gobierno que nuestra nación se ha otorgado desde la fundación misma del Estado mexicano?
La autonomía de la cláusula arbitral viene a explicar, de algún modo y con el mismo racional, el alcance de la autonomía judicial.
Aun estableciéndose en la Constitución una causa de improcedencia de los juicios de control constitucional contra reformas a la Carta Magna, lo cierto es que por virtud de la división de poderes el Poder Judicial de la Federación gozará siempre de la autonomía necesaria para definir su propia competencia. Son el único poder de la Federación que puede calificar la validez de las reformas a la Constitución, para evitar cambios absurdos que trastoquen el modelo de Estado que la nación se ha concedido. En tales condiciones, puede perfectamente invalidar las causales de improcedencia de la función de revisión constitucional contenidas en la Ley de Amparo, o en cualquier otra, o, inclusive, en el texto mismo de la Carta Magna.
El artilugio inventado la semana pasada no resuelve el entuerto que apremia a los legisladores. La pretensión de callar a la Suprema Corte de Justicia no es más que una bala mojada. La Suprema Corte de Justicia iba a definir si la reforma judicial podría haber sido inconstitucional; hoy, los diputados y senadores le han encomendado un trabajo adicional: definir si las reformas a la Constitución que tienen como propósito evitar su primera intervención son o no apegadas a la misma Constitución. Seguramente los criterios serán coincidentes. El objetivo de los flamantes legisladores no se cumplió, más bien, se reforzó lo que se pretendía suprimir.