“Libertad, Igualdad y Fraternidad” fue el lema que acuñó el gobierno francés después de la revolución de 1789, para pregonar los principios que sirvieron como impulso del movimiento revolucionario y marcar en su papelería su propia identidad, la de una clase gobernante engendrada desde y para el pueblo de Francia. Con el paso de los siglos se ha convertido en el lema de otros gobiernos y en un coro que sirve para enaltecer los que son, desde entonces, valores humanos universales.
Son muchas las formas en que esos valores de igualdad y libertad han sido recogidos por el derecho. Los derechos fundamentales y las garantías que establecen las Constituciones de todo el orbe giran alrededor de estos, e imponen restricciones a todo gobierno para afectarlos injustificada y arbitrariamente en perjuicio de cualquier persona.
Es la “fraternidad”, quizá, la que, a pesar de ser conceptualmente muy atractiva, se convierte en el principio difícil de materializar. No existe norma efectiva alguna que pueda obligarnos coercitivamente a sentirnos hermanos de nuestros compatriotas. La fraternidad emana de los sentimientos del hombre y no se impone; se conquista por la vía del entendimiento y comprensión de identidades y propósitos comunes. No hay más leyes que las divinas que nos puedan obligar a amar al prójimo.
La Constitución de nuestro país impone en su artículo 31 la obligación común a toda la ciudadanía de contribuir para el gasto público de la manera proporcional y equitativa que establezcan las leyes. De algún modo, esos principios de proporcionalidad y de equidad garantizan un tratamiento igualitario a favor de todos los mexicanos, al asegurar que serán progresivas, para que paguen más quienes más tengan; del mismo modo que serán iguales para todos los iguales, y desiguales para los desiguales, es decir, adecuadas para cada quien según sus circunstancias.
La retórica que a lo largo de los últimos años ha venido propalando Morena la ha conducido a engancharse con un modelo de gobierno que la obliga, irrenunciablemente, a regalar dinero a la gente que –cuando menos aparentemente– más lo necesita. Al fincar en las clases más acomodadas la justificación inmediata de la desfortuna de quienes menos tienen, lleva al partido a la encrucijada de tener que tratar de igualar ambas condiciones. Un objetivo tan injusto como imposible de lograr.
Es por ese nudo que ellos mismos han hecho, que la semana pasada Ricardo Monreal anunció una intención que, por el mal estado de las finanzas públicas, se veía venir desde hace algunos meses: están a punto de lanzar la iniciativa que impondrá mayores gravámenes fiscales a cargo de los contribuyentes pasivos; la clase media.
Se trata de que quienes ganan más hagan ese esfuerzo adicional para colaborar con quienes menos tienen. Es la versión moderna, impuesta, de la “fraternidad” a la mexicana. La idea de quitarle a los que “más tienen” para darle a los que “más necesitan”, como si el gobierno fuera Robin Hood; como si los profesionistas y burócratas mexicanos –quienes se verán cualitativamente más perjudicados– fueran el príncipe Juan; y como si el “pueblo bueno” fueran los hambrientos y maltratados pobladores de Nottingham.
El problema de las desigualdades de México no reside exclusivamente en los bolsillos de su pueblo. Es un mal añejo que tiene su verdadero origen en la plurietnicidad y pluriculturalidad, por un lado, pero más aún en las diferencias que arroja la grave carencia o deficiencia de los múltiples sistemas educativos del país.
De aprobarse la reforma fiscal anunciada, el resultado será terriblemente injusto, porque acabarán imponiendo a cargo de unos cuantos una obligación en el ámbito de la solidaridad humana que no constituye propiamente un “gasto público”, sino un posicionamiento ideológico que acabará por satisfacer los postulados de un partido, para favorecer efectivamente a su base de votantes, de los cuales no todos son personas situadas en un estado de necesidad que justifique el apoyo financiero del gobierno.
La carga fiscal, que se adiciona a la que ya de por sí se viene soportando, es claramente confiscatoria, porque los contribuyentes que se verán afectados son los mismos que, de hecho, no reciben beneficio tangible alguno por parte de su gobierno: son los ciudadanos que no utilizan la salud pública; los que no se benefician de la educación pública; y los que día con día advierten las graves deficiencias del país en el campo de la seguridad, la movilidad y el transporte, la limpieza, el alumbrado, el abasto de mercancías en los mercados públicos, la deficiencia de la administración y, en términos generales, la ausencia del “buen gobierno” que dice garantizar el marco constitucional.
Mucho debería de hacer el gobierno en turno para sembrar las semillas que pudieran algún día florecer como esa “fraternidad” nacional que se persigue, antes de enfocar sus esfuerzos en cobrar más impuestos. Ya se ha adelantado por el próximo presidente de los EU, Donald Trump, que se avecina una política feroz de repatriación de mexicanos que han cruzado ilegalmente la frontera. Más fraternal que cobrar impuestos para regalárselos a la gente, sería concebir políticas y emprender acciones encaminadas a generar fuentes de empleo para los paisanos que van a regresar.
Es cierto que México tiene que buscar un cambio social impostergable. El verdadero cambio, sin embargo, no se logrará con dinero; la “fraternidad” anhelada se encontrará en la reforma a la educación, un tema en el que Morena no ha hecho nada y en el que, por equivocación, casi le recorta una décima parte de su presupuesto a la Universidad Nacional Autónoma de México para el ejercicio fiscal entrante. Ya veremos en esa discusión que está por llegar, si el compromiso de fondo prometido por la presidenta se encuentra, de verdad, en la elevación del carácter científico de nuestro progreso.