Opinión Antonio Cuellar

Bendita autorregulación

López Obrador ha salido en defensa del derecho a la libertad de expresión de Donald Trump como usuario de las redes, con ello obliga a valorar la potestad pública para proteger o limitar ese derecho.

Ante la decisión de las poderosas redes sociales de silenciar al presidente Donald Trump en la víspera de la transición de poder, y el clamor del presidente López Obrador contra la resolución de las compañías que, en su propia opinión, vulneran la libertad de expresión, se suscita la duda sobre los alcances de tal garantía, sobre el poder de hecho que tales medios de comunicación representan en nuestra época, y sobre la posición del Estado como garante de los derechos humanos. ¿Qué dice la Constitución al respecto y qué debemos valorar sobre el ejercicio de libertad informativa y control que hemos presenciado?

El artículo sexto de la Carta Magna contempla el derecho a la libertad de expresión, por un lado, como también el derecho a la información, entre otros. En el primer caso, se ordena que la manifestación de las ideas no puede ser objeto de ninguna inquisición, pero se limita a aquellos casos en los que a través suyo se ataca a la moral, a la vida privada o a los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público. En el segundo caso, el mismo precepto del pacto federal establece que el Estado debe de garantizar la información, el derecho de acceso a las tecnologías de la información y comunicación, así como a los servicios de radiodifusión y telecomunicaciones. A través de la Ley del Derecho de Réplica, sin embargo, se establece que quienes se encargan de la labor de informar, deben de cumplir un principio de veracidad. La inobservancia de tal directriz es la que desencadena, propiamente, el ejercicio de la réplica o aclaración.

Para nadie pasa desapercibido el periodo tan importante de la historia que el mundo atraviesa, en el que las virtudes asociadas a la libre propagación de la información a través del internet y por medio de las redes sociales, empoderan al ciudadano. Ha sido ese hecho, sin embargo, el que también ha propiciado un fenómeno indeseado de descontrol, que favorece la manipulación de las masas con muy distintos fines o propósitos, desde los comerciales y sociales, hasta los políticos y culturales.

La discusión en torno del rumbo que deba seguir el desarrollo de las tecnologías de la información y el acceso a las plataformas que a través de ellas se conciban, para la manifestación de las ideas, entre la conservación de la libertad absoluta o una adecuada regulación, no tardará en enfrentarse.

Es en esa temprana discusión que pudiera advertirse cómo, posiblemente, lo más deseado será lograr la construcción de un marco legal que favorezca la libertad absoluta de expresión, pero con medios adecuados para la protección de los derechos de terceros, los mismos que el artículo sexto constitucional citado al inicio ya contempla como contrapeso de la máxima prerrogativa de libertad del ciudadano: el orden y la paz públicos, la moral y la vida privada. ¿Puede coexistir el ejercicio de la libertad de expresión y el control de las ideas?

El ejemplo que nos ofrecen las circunstancias recién vividas es clarísimo. Si bien es cierto que el presidente Donald Trump tenía un derecho ciudadano (cuestionable en su calidad de titular de uno de los poderes de la Unión Americana) para manifestar sus ideas a través de Twitter, también lo es, por otro lado, que coexiste un derecho de la colectividad para ver respetada la ley, para proteger el orden público y evitar la consumación de delitos en el ámbito electoral y constitucional.

Ese es el punto alrededor del cual debe girar la deliberación. El ejercicio de un derecho individual encontrará normalmente un reflejo, en el derecho de terceros. El derecho a expresar una idea está delimitado por la barrera que protege el derecho de la persona aludida a través de la idea expresada.

El presidente López Obrador ha salido a la defensa del derecho a la libertad de expresión del presidente Trump como usuario de las redes, con ello, obliga a valorar los alcances de un derecho y, además, la titularidad de la potestad pública para proteger o limitar ese derecho. Si el presidente Trump o cualquier persona en la misma posición goza de un derecho de participar libre y abiertamente en las redes, ¿qué persona debe encargarse de regular el alcance de tal derecho y de definir en qué momento se oprime el botón que le impedirá el acceso a los canales abiertos a través de las tecnologías de la información?

Un grave peligro que se asoma en esta discusión tiene que ver con la idea de que alguna autoridad pueda intervenir para ordenar que las plataformas deban dar acceso a los usuarios, ya que ese alcance facultativo podría convertirse, desde la otra perspectiva, en un poder de censura en aquel caso en el que la idea propalada no satisfaga una determinada corriente política o de pensamiento.

No tiene porqué existir un mandato legal que habilite a los órganos del gobierno para definir de qué modo o con qué alcance los particulares deban ejercer el derecho a expresarse, el derecho a manifestarse, el derecho a informar, el derecho a ser informados, o el derecho de la ciudadanía en general para intervenir en las plataformas que otros particulares ponen a su alcance con ese propósito.

Hemos sido testigos de la eficacia con la que puede funcionar un régimen de autorregulación, en el que los particulares gozan de la capacidad, de la habilidad y el arbitrio justo para definir, en qué momento, el ejercicio de la libertad de expresión pone en peligro la conservación del derecho para el resto de los usuarios o para la sociedad en general. ¿Se debiera obligar a Twitter o a Facebook a poner a disposición del presidente dichos canales de divulgación de sus ideas?

No existe al respecto un ejercicio monopolístico de poder comercial por parte de ambas compañías, y no puede soslayarse el hecho de que, el mismo presidente podría haberse expresado a través de muchos otros medios noticiosos y de información a su alcance.

La posibilidad de que sea el poder de las compañías, con el consenso mayoritario de la sociedad civil, el que defina la manera en que el derecho a la libertad de expresión se satisface o se ve vulnerado, constituye una fortaleza del sistema que consolida la garantía que la Constitución consagra. Tratándose de la protección de la verdad, de velar por el respeto a la paz pública y las buenas costumbres, no tiene por qué justificarse una intervención estatal. Vale señalar que esa circunstancia no contradice la participación que tienen los órganos de justicia en el momento en el que a través de sus sentencias condenan al pago de una indemnización por los daños provocados por la afectación a los derechos de tercero a través de la libertad de expresión, pues ello no conlleva el ejercicio de censura en modo alguno, sino el cumplimiento de la ley, pero en otra etapa del ciclo de actos que constituyen el derecho a la manifestación de las ideas.

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