Antonio Cuellar

Nocivo reproche al parlamento

La obligación constitucional impuesta a cargo de nuestros diputados y senadores, de presentar informes y rendir cuentas de su actividad pública, ha venido a generar una carga política y mediática cuestionable.

Los cobijos y privilegios que por falta de merecimiento o franca corrupción, hacen de nuestra clase política un segmento favorecido de la población, dejan un sentimiento arraigado de desconfianza y reproche que nos conduce, ocasionalmente, a exigir en su contra el cumplimiento de responsabilidades o conductas que resultan innecesarias o, a veces, contraproducentes. Es el caso de la exigencia social malamente impuesta a los legisladores, en lo federal o en lo local, de presentar iniciativas y votar leyes permanentemente, como si el movimiento constante de la maquinaria parlamentaria fuera sinónimo de buena labor gubernamental o de saludable vida para la República.

La Constitución Federal, del mismo modo que las constituciones de cada una de las entidades que conforman la Unión, conceden a los legisladores la facultad para presentar iniciativas. Es una facultad que se comparte con otros ámbitos de la representación política nacional, como son el Poder Ejecutivo Federal y los gobernadores de los Estados, entre otros.

La retórica antigobiernista que se ha impulsado a lo largo de las últimas décadas ha engendrado en el pensamiento de nuestra sociedad una idea terriblemente negativa de sus representantes populares. Algunas veces con razón, pero muchas otras veces por inercia, se concibe a los legisladores como burócratas privilegiados, carentes de conocimientos básicos para ejercer la función que el mandato popular les ha encomendado. Debemos de reconocer que el juicio generalizado no siempre es correcto, por falta de verdad y por clara capacidad de algunos legisladores.

A ciencia cierta, pocas son las personas que conocen la realidad de la vida parlamentaria y las exigencias que a la luz de la Constitución y la vida de la Nación, deben imponerse de manera efectiva a cargo de nuestros representantes. La vida del país no exige una transformación perenne de su estructura legal; los cambios están condicionados por una necesidad y una oportunidad para llevarlos a cabo.

La obligación constitucional impuesta a cargo de nuestros diputados y senadores, de presentar informes y rendir cuentas de su actividad pública, ha venido a generar una carga política y mediática cuestionable, consistente en la necesidad generada de formular iniciativas para cambiar las leyes. Cada uno de ellos se desvive por concebir o atrapar ideas que puedan traducirse en proyectos de modificación del marco legal, que en ejercicio del mandato constitucional presentan a sus respectivas Asambleas en forma de iniciativas. Son esos proyectos el grueso del material que nutre sus informes de labores.

Este fenómeno de desbordamiento enfermizo de la facultad de iniciativa de los legisladores, no se traduce en un mejoramiento de las leyes. Las iniciativas que se presentan no se dictaminan, porque el cuerpo técnico de las comisiones encargadas de hacerlo se halla normalmente rebasado de trabajo y ávido de capacidad profesional para procesar el arroyo de disparatadas ideas presentadas por tan puntuales servidores públicos. Las iniciativas saturan los archivos parlamentarios y la agenda de los Congresos, y a veces, cuando la idea inserta en la iniciativa puede traducirse en algún descalabro a nuestro sistema de vida, generan una respuesta normalmente negativa de nuestra sociedad. Las iniciativas sólo son buenas cuando, al presentarse, existe un consenso que las acompaña.

Los diputados y senadoras que integran esta legislatura, como los del nuevo Congreso de la Ciudad de México, nos han recetado iniciativas que de un modo u otro nos han puesto a temblar. La capacidad con que Morena y sus aliados cuentan para imponer su mayoría, le concede a sus ideas una incidencia superior de riesgo, que nos obliga a medirlas y a asumirlas con más seriedad.

Apenas en junio pasado, el senador Monreal se desistió de la idea de impulsar una iniciativa que perseguía fusionar al Ifetel, con COFECE y la CRE. No fue el primer desistimiento de una iniciativa que le fuera atribuible, también el senador se desistió de su idea de reformar la Ley de Amparo con la finalidad de impedir la procedencia de las medidas de suspensión que los jueces federales pueden pronunciar para evitar abusos de la autoridad, que el senador pretendía hacer impulsar con el propósito de proteger la continuidad de los proyectos emblemáticos de obra pública de la 4T –una idea claramente contraria a las convenciones de Derechos Humanos de las que México es parte firmante.

A la par que la iniciativa que ha pretendido modificar el funcionamiento del Sistema de Ahorro para el Retiro, perjudicando el manejo de las AFORES –con todo el riesgo para la economía de los trabajadores que dicha idea lleva implícita, durante las dos semanas pasadas se presentaron proyectos de iniciativa que pretendían, una, modificar el Código Civil para la Ciudad de México en materia de arrendamiento inmobiliario; y, otra, regular el uso de la aplicación digital Airbnb –muy socorrida por turistas de todo el orbe, por considerarla contraria a los intereses de hoteleros en la capital.

El efecto que las amenazas lanzadas por los legisladores bajo disfraces de iniciativa produce, no está restringido a una crítica periodística o la circulación de memes en redes sociales. Sus ideas peregrinas traducidas en proyectos de ley, prueba fehaciente de un ánimo irreductible de rendir cuentas al electorado con el buen afán de cumplir la función que tienen encomendado, en el justo modo en que nuestra sociedad lo exige, constituyen un factor para el debilitamiento constante de la confianza que la sociedad y los inversionistas deben tener. La pluralidad de iniciativas minan el ánimo que todo gobierno debe construir, para favorecer el desarrollo de actividades generadoras de empleo.

Dos circunstancias deben cambiar urgentemente con la finalidad de evitar que la labor parlamentaria siga constituyendo ese elemento de inestabilidad de la función política del que los medios han venido hablando.

Urge que las iniciativas de los legisladores se sometan al tamiz de la calificación que, sobre su conveniencia y procedencia, realicen los grupos parlamentarios. Con toda la libertad que debe reconocerse a favor de los legisladores para contribuir a la vida jurídico-política nacional, las iniciativas no causarían reacciones desproporcionadas ni daño a la inversión, si se pudiera exigir a cada uno de ellos la obligación política de construir, para el crecimiento de sus ideas, un acompañamiento parlamentario mínimo, ya fuera el de su propio grupo parlamentario, o el de cualquier otro, o cuando menos una minoría establecida de legisladores interesados.

Urge también que, como sociedad, entendamos que la estabilidad del país exige la construcción de un marco jurídico fiable, que goce de cierta permanencia. La institucionalidad del cambio legislativo como forma de gobierno, salvo en algunos casos como el fiscal, no constituye un modelo democrático favorable. Urge que la rendición de cuentas que se exige a los legisladores, no se cifre en la demanda de números insólitos de iniciativas. Como ya lo hemos visto, no sólo refleja una labor improductiva, sino que también evidencia una labor política riesgosa.

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