Año Cero

Las guerras que vendrán

Las guerras de hoy y las del mañana, las de verdad, no están protagonizadas por la presencia de tanques, soldados ni armas. Las guerras hoy son, sobre todo, de inteligencia.

Cada vez que veo en las televisiones, en las plataformas de streaming, en Twitter y, por supuesto, en los muy superados periódicos de papel las imágenes de los tanques moviéndose alrededor de las fronteras de Bielorrusia y Ucrania, es como si estuviera viendo el movimiento de las legiones romanas en la época del Imperio romano. Cuando las guerras eran y se ganaban por la capacidad de blindar con los escudos las legiones romanas que avanzaban cuando nadie podía conseguir penetrar la armadura que formaban. Hoy, las guerras han cambiado.

Las guerras de hoy y las del mañana, las de verdad, no están protagonizadas por la presencia de los tanques, de soldados ni de armas. A pesar de que la gente seguirá muriendo y la desgracia y los jinetes del Apocalipsis seguirán cabalgando sobre las zonas del conflicto, las guerras modernas y las que vendrán son, en primer lugar, de carácter cibernético. Eso de haber puesto toda nuestra vida en la palma de la mano y depender tanto de ese aparato –que ya no sé si es bueno o malo, y que además es el que define nuestros sueños, ambiciones y necesidades– tiene y tendrá consecuencias de gran relevancia. Un ejemplo de ellas radica en el hecho de que hoy, para parar a un país, todo lo que hay que hacer es atacar su estructura informática.

La segunda guerra que vendrá será provocada por ese jinete que trae el frío, acerca el invierno y produce el hambre, y será una guerra energética. Lo que ha pasado con Ucrania, Rusia y Estados Unidos como principales protagonistas del conflicto ha puesto en primer plano lo que es el verdadero poder. El verdadero poder reside en la posesión y administración de los recursos energéticos. Si no me cree, pregúntenle a Alemania y a su nuevo canciller –que no ha hecho más que ir y venir de Moscú, Washington o Bruselas sin poder articular respuesta ni un rumbo fijo– sobre qué se siente gobernar un país cuya viabilidad energética está en manos de tu enemigo. Quien tiene el gas y el petróleo tiene el poder. El gas, al igual que el petróleo, son recursos que –así quemáramos todos los bosques o explotáramos todas las minas– no se pueden improvisar.

Desde que se inventó la máquina de vapor y vino la Revolución Industrial, somos esclavos del qué, pero sobre todo del con qué. En 1911, el entonces primer lord del Almirantazgo inglés, Winston Churchill, hizo una apuesta y tomó una decisión que cambiaría por completo el rumbo del mundo. En ese momento, el que más tarde se convertiría en primer ministro británico decidió transformar la flota inglesa –la más importante y poderosa del planeta– en una flota propulsada por derivados del petróleo, dejando a un lado el que, hasta ese entonces, había sido el principal combustible, que era el carbón. Y a partir de ahí le ahorro todo lo que pasó, ya que esa decisión marcó el cambio de lo que era la fortaleza geoestratégica y la supremacía militar. Esa decisión tuvo casi tanta importancia o más que la sustitución de las planchas de acero por las planchas de madera a la hora de hacer los barcos.

Ucrania ha sido la última puesta en escena y la última superproducción sobre cómo eran las guerras de antes. Es más, visto lo visto, después del juego de inteligencias –claramente ganado por Vladimir Putin– y la capacidad que ha tenido de poner a temblar al mundo, sin saber muy bien por qué, lo que más me ha inquietado ha sido ver cómo, al mismo tiempo que se retiraban de la frontera de Bielorrusia y Ucrania algunas unidades rusas, en ese mismo instante comenzaron operaciones de ciberataque en Europa. Las guerras hoy son, sobre todo, guerras de inteligencia. Y, además, por si faltaba poco, el terrible COVID-19 ha allanado bastante el camino en lo que significa tener unas sociedades que, después de haber sido estafadas, robadas y sin la garantía sobre un mejor mañana, están sin los recursos ni las energías necesarias para afrontar las guerras que se avecinan.

Han bastado dos años, cerca de 6 millones de muertos y un terror generalizado, para vulnerar por completo los sistemas de asistencia sanitaria. Para que ya nadie tenga tiempo ni siquiera de acercarse a las puertas de las antiguas instituciones o ministerios de salud –hoy ya todos en extinción– y preguntar qué pasó con lo suyo. Todo desapareció y todo se esfumó con el virus que fue capaz de paralizar al mundo entero.

Si la guerra se gana por quien tenga la mayor capacidad de bloquear a los países en lo que de verdad nos mueve –que en la actualidad son las estructuras cibernéticas y, en su defecto, por la capacidad de matarnos de frío y de hambre por la ausencia de energía–, ¿cómo y de qué manera debemos prepararnos?

No voy a echar de menos la era en la que el terror de todos giraba en torno al enorme hongo nuclear y los cientos de años que tardaríamos en recuperar la Tierra después del estallido de la guerra nuclear. Ahí está Ucrania y Chernóbil para demostrar cuál es realmente la consecuencia y hasta dónde llega el daño sobre la vida de un accidente nuclear. Visto en retrospectiva, la verdad es que daba lo mismo si lo que explotara fuera una bomba o un misil, el accidente de Chernóbil demostró que bastaba de un reactor para tener las consecuencias más catastróficas.

Nada de lo que nos dijeron era verdad, pero eso no es nuevo. Las mentiras han acompañado a las personas a lo largo de la historia de la humanidad. Lo que sí es cierto es que jugar hoy con cosas como si fuera el asalto de los indios, al Séptimo Regimiento de Caballería o, a la inversa, utilizando los tanques y los soldados, no deja de ser más que una mano, una maniobra de distracción usando el subconsciente de todos los pueblos para amenazarnos con lo que podemos identificar y sentir como miedo: qué es la guerra en sentido convencional. Sin embargo, en la actualidad esa guerra ya no es la más importante.

¿Qué país podrá vivir sin suministro de agua? ¿Qué país podrá vivir sin la regulación de las luces que controlan el tráfico de sus ciudades? ¿Qué país será capaz de vivir sin la asistencia necesaria para que los aviones puedan volar, aterrizar y despegar? ¿Qué país podrá vivir con unos cajeros automáticos que no funcionen o con infraestructuras que no estén a la merced de un ataque cibernético? Éste es el panorama en el que se forjan y desarrollan las guerras que vendrán. Bajo estas circunstancias es donde verdaderamente se encuentran el riesgo y las amenazas de nuestros días.

Hay muy pocos países en el mundo con la capacidad para defenderse. En esta exclusiva lista probablemente se encuentran Estados Unidos, Israel, Rusia –que como ha demostrado, está en condiciones de atacar– y China. El resto de las naciones se encuentra en una situación de vulnerabilidad e indefensas ante la lucha generalizada de un ejército de hackers capaz de paralizar nuestras vidas. Si tiene dudas sobre el alcance demoledor de esta guerra, haga una prueba. Trate de repetir en voz alta cinco números de teléfonos de los cinco principales amigos o vínculos que tenga. Tal vez recuerde el de su mujer y, si tiene buena memoria, también el de su madre. Pero fuera de eso, todo lo demás –incluidas cuentas bancarias, recordatorios y sus actividades cotidianas– se encuentra en un aparato regulador llamado móvil.

Cuando estas guerras estallen, si es que sucede, las consecuencias serán fácilmente imaginables. Usted no va a poder volar. No va a poder circular libremente en su automóvil por las calles. No va a poder llamar a nadie ni podrá pagar la cuenta del supermercado. Tampoco podrá retirar su dinero del cajero automático, porque sencillamente su dinero –como el de todos– estará secuestrado en manos de los piratas o los enemigos cibernéticos. Si sobrevivimos y superamos ese embate que ya se está dando en distintos frentes, nos encontraremos con la segunda parte, que son los efectos que traerá la ya presente e inminente crisis energética. Si no tomamos las medidas necesarias, ¿con qué cocinaremos, nos calentaremos o trabajaremos?

En este nuevo contexto global, preparar a los países significa invertir en educación. México tiene grandes programas de ayuda social dirigidos a los jóvenes. Sin embargo, tal vez sea el momento de plantear una revolución como la que Rajiv Gandhi lideró en la década de los 80 en India. En ella, el antiguo primer ministro preparó a millones de jóvenes indios para que ocuparan y fueran los protagonistas del sector de la ingeniería y el tecnológico. En estas nuevas guerras sólo hay lugar para aquéllos que se preparan. Y en lugar de darles una mensualidad a cambio de hacer nada, tal vez sería el momento para preparar a los jóvenes y darles la esperanza de tener una profesión con futuro que, al mismo tiempo, sea la base de hacer más fuerte y preparado al país.

Energía y tecnología. El mundo cibernético y los recursos energéticos. En la actualidad, todo gira y girará en torno a estos dos mundos. Dependemos de la seguridad e infraestructura cibernética y de la energía. Mientras tanto, sigamos viendo películas del Oeste apreciando cómo los sioux rodean al Séptimo Regimiento de Caballería –que bien se puede asemejar al movimiento de los tanques y los soldados– y sigamos jugando a batallas que ya no pueden dar ni la victoria ni la derrota. Hemos llegado a un punto en el que no sé para qué servirán las ojivas nucleares que hemos ido construyendo a lo largo de los años. Lo que es una realidad es que las guerras que vendrán están conformadas por otro tipo de armamento y emplean otro método de ataque. Si no fuera por la enorme capacidad de destrucción que el armamento nuclear tendría en el nuevo perfil de las nuevas guerras, yo comenzaría el proceso de transformar el poderío militar en combustible civil.

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