Año Cero

La derrota de Putin

Por medio de los ciberataques, el manejo de las mafias rusas y la distribución y control de las energías, Vladimir Putin lleva años alimentando la decadencia occidental y democrática.

Vladimir Putin empezó a perder la guerra de Ucrania en el momento en que ordenó a sus tropas que invadieran algo que ya tenía controlado e invadido y que solamente era cuestión de tiempo para ejecutar. La presión ejercida sobre el gobierno de Kiev y sobre Ucrania es una presión que, como se ha repetido muchas veces en estos días, tiene un antecedente directo en la manera que tenía Adolf Hitler de resolver lo que era la protección de los alemanes o simplemente la necesidad de espacio –que fue lo que ahogó al Tercer Reich– y que coincide plenamente con el objetivo último y la razón de vivir de Putin. El presidente ruso nació cuando su Rusia era un imperio y quiere morir en una Rusia imperial. El imperio en el que Putin nació fue construido por Joseph Stalin y tras la victoria soviética sobre los nazis. El imperio que Vladimir Putin quiere donar a los rusos y que necesita para seguir siendo un factor determinante de presión y de fuerza en el mundo actual, frente a la hegemonía de China y Estados Unidos, es un imperio basado, sobre todo, en el fracaso de los modelos democráticos occidentales.

Por medio de los ciberataques, el manejo de las mafias rusas y la distribución y control de las energías, Putin lleva años alimentando la decadencia occidental y democrática. Sin embargo, su mejor éxito fue la llegada de Donald Trump y la especie de control mental que ejerció en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Hasta el día en que los tanques rusos entraron en Ucrania, la batalla, la política y la estrategia propagandística la estaba ganando Vladimir Putin. Nadie creía que existiera la mínima posibilidad de retrasar, ni siquiera por un lapso de 24 horas, con los efectivos y con la sangre del pueblo ucraniano, la irrupción de las bien entrenadas y preparadas fuerzas rusas. Además, pese a las idas y venidas de los dirigentes occidentales, existía la herencia que nos dejó el mandato de Trump, con su renuncia a seguir siendo el líder del mundo libre y con los ataques a las alianzas estadounidenses. Además, nada de esto hubiera sido posible sin la crisis interna y sistémica que atraviesa Estados Unidos. Una crisis que ha provocado la división del país y que ya ha causado estragos importantes.

La realidad es que el mundo occidental carecía de un líder y Putin, que tanto nos conoce y aprovecha nuestras debilidades, aprovechó el momento y la circunstancia en la que nos encontrábamos. Una circunstancia en la que Trump ya había puesto precio a la pertenencia de la OTAN y, sobre todo, a que un país tuviera el privilegio de ser aliado de los Estados Unidos de América. Biden es una sorpresa. De ahí que se entienda el hecho de lo difícil que le está siendo poder cuajar su programa político demócrata a pesar de contar con una mayoría en el Congreso. El papel que tenía que desempeñar el actual presidente estadounidense era buscar comportarse como el líder del mundo libre en una de las crisis más profundas de los últimos tiempos. Sin embargo, el día en que los tanques de Putin entraron en Ucrania y se confirmó lo que ya parecía una broma de mal gusto –que es que no sólo los estadounidenses no ganaban las guerras, sino que además fracasaban en sus labores de inteligencia–, el mundo pudo ser testigo, una vez más, de la crisis de liderazgos por la que atraviesa Occidente. Si a toda la situación se le suma el hecho de la dependencia energética que Europa tiene con Rusia, a las razones particulares de países como Alemania o Francia, uno podría entender el porqué de su postura frente al conflicto.

Con una OTAN cada vez menos activa, con los aliados divididos y con una crisis que cada día tiene mayores repercusiones, Putin tenía todo para ganar. Hasta el momento en que salió la primera bala de un arma rusa, Putin iba ganando la batalla. Sin embargo, en cuanto se pasó de la amenaza a la acción, todo cambió. Todo cambió cuando, el pasado 23 de febrero, Putin ordenó a sus tropas no respetar ninguna de las zonas que previamente se había comprometido a no atacar y a limitar su paseo militar a proteger la zona del Dombás y las dos recientemente reconocidas repúblicas independentistas, Lugansk y Donetsk. A partir de ese día empezamos a poner a prueba –como la intención imperialista de Putin o hasta qué punto es efectiva la diplomacia– cosas que antes no teníamos la necesidad de comprobar.

Sabido es que un arma pierde 50 por ciento de su eficacia una vez que es usada. Lo mejor de las armas disuasorias es que nadie sepa de verdad si la propaganda de su poder destructor es cierta o inexacta. Lo peor que se le puede hacer a un ejército tan aplastantemente superior y tan duro –como se puede comprobar con su historia y según la propaganda oficial del régimen– es que un ejército pequeño y unos civiles con kalashnikov, que ni siquiera saben usar, les planten cara y los mantengan días tan cerca de sus fronteras y casas, pero tan lejos de la victoria. Mientras tanto, el presidente ucraniano va ganando tiempo y relevancia en un tiempo en que todo son series de televisión o exclamaciones en las redes. Tener un héroe de carne y hueso que plante cara para defender con su sangre a su pueblo, se convierte en un símbolo que, por una parte, le da al mundo esperanza. Y, por la otra parte, ayuda a entender lo artificioso de la crisis desencadenada por Putin. Una crisis que es un paso fundamental para la reconstrucción y resurgimiento del imperio ruso.

Sin querer hacer ningún tipo de futurismo –ya que la matemática y la lógica militar dicen que más pronto que tarde el Ejército ruso puede aplastar a los ucranianos–, el costo de la aventura rusa al invadir Ucrania es un factor que dudo mucho que el muy previsor e inteligente Putin hubiera computado con inteligencia. Si la cosa sigue así y si las negociaciones no prosperan, Ucrania terminará cayendo. Mientras tanto, el mundo ya no es sólo peor y más inseguro, sino que las consecuencias son cada vez más graves. Se quiera o no, hemos entrado en una situación incontrolable en la que no sabemos qué nuevos factores pueden desencadenar acciones militares ni en qué momento la situación se puede salir totalmente de control. Y esto se puede ejemplificar con lo dicho por el presidente ucraniano cuando dijo que no necesitaba un avión que lo sacara de su país, lo que necesitaba eran municiones.

El problema es que Putin, no conforme con lo hecho en Ucrania, ha seguido su escalada y se ha permitido el lujo de también amenazar a Finlandia y Suecia. Finlandia fue el único país que antes de la Segunda Guerra Mundial mantuvo a raya y derrotó a las tropas de Joseph Stalin y la Unión Soviética nunca pudo ocupar tierras finlandesas.

La OTAN, Estados Unidos y la Unión Europea están poniendo apuestas cada vez más grandes en la mesa. Mientras tanto, los otros dueños del mundo –que son los chinos– están en una situación en la que no lo aplauden, pero también han optado por no condenar la actuación rusa.

El hecho de que China e India –que juntos representan cerca de una tercera parte de la población mundial– se abstuvieran de condenar la invasión ucraniana en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, es algo que resultada muy revelador y que permite saber hacia dónde se dirige el mundo.

Estamos viviendo una situación en la que los costos internos –dado el bloqueo económico y financiero que le ha impuesto Occidente a Rusia–, más los niveles de descontento internos, por una parte, obligan a Putin a buscar una victoria rápida y contundente. Y, por otra parte, muestra un desgaste frente al mundo y unas consecuencias en la nueva realidad económica que harán sufrir todavía mucho más a su pueblo. Putin empezó a perder la guerra el día que olvidó el primer principio de cualquier elemento de disuasión política o militar, que es el miedo. Y una vez que ordenó que sus tanques aplasten lo que se encuentren en Ucrania, en primer lugar, lo que logró fue que el miedo desapareciera del pueblo ucraniano. Un pueblo que está muriendo y derramando su sangre por su país y por su libertad. Pero, en segundo lugar, Putin está marcando un camino en el que, naturalmente, si no se encuentra una situación de pacificación pactada –y a estas alturas esta opción resulta muy difícil–, es inevitable que en algún momento a alguien se le vaya el control de las manos y pasemos de tirar misiles contra edificios de departamentos a la capacidad y eficacia de las armas de destrucción masiva.

Cuando Vladimir Putin exhibe los mismos argumentos que Adolf Hitler exhibió en la Crisis de los Sudetes y, posteriormente, en la invasión de Polonia, está produciendo un fenómeno de cinismo colectivo, ya que él sabe muy bien la diferencia. Ni el régimen de Ucrania es nazi ni los pobres habitantes prorrusos de las regiones de Donetsk y de Lugansk están oprimidos. El problema es que Ucrania está facilitando el verdadero sueño ruso que radica en el deseo y la ambición de ser un imperio.

Estamos en peligro. Eso lo sabemos y lo estamos todos, incluido el gobierno mexicano. El problema es que, a medida que van pasando las horas, las tensiones y los costos –en este caso, los que tienen y tendrán los rusos– se van incrementando y llegará un punto en que serán tan grandes que, lo que empezó siendo una victoria geopolítica y diplomática, cada día se está convirtiendo más en una derrota.

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