Cuando uno lee el libro La conquista de México de Hugh Thomas se puede dar cuenta y entender varias cosas. No sé si dentro de las premoniciones de los dioses o en los anuncios divinos hechos al imperio mexica y a los aztecas se preveía la venida de un dios rubio y con ojos azules que les cambiaría la vida. Pero lo que sí sé es que la estructura del gobierno al que decía servir Hernán Cortés tenía muchas similitudes con la composición de la estructura de poder del imperio mexica. Era evidente que, tarde o temprano –por encima de los dioses, del oro, de las plumas, de los miedos, de los conquistados y los conquistadores–, se tenía que producir una identificación que estuviera por encima de los hechos.
El imperio español fue un imperio brutal basado muchas veces en la doblez de sus protagonistas, que servían con una sumisión casi perruna a un dios que no tendría ningún inconveniente en cortarles la cabeza, y es que su máxima figura era doblemente Dios. Era su rey, era quien tenía conexión directa con el Dios de los cielos y además era capaz de dictaminar qué es lo que estaba bien y mal. En el caso del imperio encarnado por Moctezuma cuando llegó Cortés, el juego era más o menos el mismo. Se trataba de una coalición de dioses, de una coalición de debilidades, de odios y de una superposición de proyectos personales sacrificados por el terror y por la necesidad de tener un jefe muy fuerte encarnado bajo la figura del tlatoani.
Los psiquiatras y los psicólogos nunca se han puesto de acuerdo sobre cuánto perdura la semilla del odio en el corazón de los hombres. Es más, William Shakespeare –que en muchas cosas iguala a los textos del libro de libros, la Biblia, y que en otras cosas se adelantó a todos los Sigmund Freud, Gustav Jung y a los interpretadores de la condición humana– escribió un célebre discurso llamado El funeral de Julio César. Un discurso que describía la pauta del comportamiento de los hombres del poder y que quedaría en la memoria colectiva y en el subconsciente de los pueblos.
En dicho discurso, el dramaturgo inglés expuso –entre otras líneas– las que supuestamente habrían sido las palabras de Marco Antonio durante el funeral de Julio César. Para efectos del presente artículo, hay una frase que me gustaría destacar y que es: “El mal que hacen los hombres, les sobrevive. Mientras que el bien que hacen queda frecuentemente sepultado con sus huesos”. ¿Será ese el alimento del odio de los pueblos? Todas las brutalidades cometidas, ¿se transmitirán de generación en generación? Detrás de la solicitud plasmada en la carta que el presidente Andrés Manuel López Obrador hizo llegar al rey de España, ¿estaba la barbarie asesina y demente de Pedro de Alvarado y su actuación durante la Noche Triste? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabremos es que hoy, recordando lo mejor y lo peor del pueblo mexicano, pero inclinándonos hacia lo peor, es decir, hacia lo que nos han robado, ha demostrado que –como se demuestra en cada proceso electoral– en México hay un capital de odio acumulado a lo largo de su historia. Un capital de odio que ha perdurado en la sociedad mexicana y que es el factor que verdaderamente explica los resultados electorales que, sin ir más lejos, se cosecharon en las elecciones celebradas en seis estados de la República mexicana el pasado domingo 5 de junio.
Lo más claro de las pasadas elecciones es una declaración y un hecho contundente: el único ganador del 5 de junio fue Andrés Manuel López Obrador. Hasta la fecha, Morena no ha existido y tengo serias dudas de que en algún punto el Presidente permita su existencia más allá de que funja como oficial de parte. No creo que permita que haya protagonistas o que se dé a entender que –estrictamente y sin ningún tipo de politiquería– hay personas que sean capaces de pensar por sí solas. Morena es sólo un instrumento. No es una organización social ni está destinada a proponer, resolver y gobernar al pueblo mexicano en función de una ideología. La ideología se llama Andrés Manuel López Obrador y gira en torno a sus pensamientos matinales y los discursos pronunciados en sus mañaneras. El motor del partido gobernante se llama Andrés Manuel López Obrador. El dueño último de Morena es quien hoy ostenta el cargo de presidente de los Estados Unidos Mexicanos y en él es en quien verdaderamente recae el éxito obtenido el pasado 5 de junio.
A estas alturas ha llegado el momento de derrumbar el análisis de la lógica. Es el momento de dejarse de preguntar qué más tienen que hacerle al pueblo mexicano para que no vote lo que continuamente ha seguido eligiendo. Ya que en ese análisis simplificamos y queremos ver una tragedia que está anidada y viviendo en el corazón de los mexicanos durante mucho tiempo, circunscrito simplemente a uno o tres sexenios. Se trata de un problema estructural, es un problema –tal como se ve– de historias pendientes que solamente se puede resolver presentando la cuenta al cobro de todo lo que nos deben por lo que nos fueron robando a lo largo de los años.
No hay partidos. La mayor tragedia y el único análisis político no es el de la lógica. No existe ningún indicio que muestre dónde se encuentra la capacidad para dar fin al sufrimiento del pueblo mexicano, no sólo por el hecho de que ‘amor con amor se paga’, sino porque desgraciadamente también hay un dicho castellano que dice: “‘arna con gusto, no pica’.
México, algún México, el México que sale a votar y que reiteradamente repite sus preferencias, está haciendo muchas cosas buenas por los que no tenían nada. En nuestro país están pasando sucesos que no pasaban y el pueblo mexicano no es capaz de darse cuenta de que la única promesa y oferta política que hay es la que gira en torno a la declaración de que pobre eres y en pobre te convertirás por los siglos de los siglos. Mientras tanto, no hay que seguir perdiendo el tiempo. Los politólogos, los comentarios que giran en torno a la situación del país y la politiquería, todos están equivocados. El discurso del método de esta situación política tiene que ver con la propia historia del país y con una pregunta que, una vez que se responda, podremos volver a la lógica política. Esta pregunta es, ¿cuánto dura el odio anidado en el corazón de los hombres?
Llegaron al poder como la república del amor, pero poco a poco –ante las tensiones del amor, los abusos y las imágenes retrospectivas que van y vienen como en una vieja película donde el pasado se confunde con el presente– nos obligan a que decidamos qué más que integrar, y lo que tenemos que hacer es cobrar. Que más que perdonar, lo que tenemos que hacer es castigar. Y dentro de esa lógica, ¿qué importancia tiene contestar a dónde fueron los recursos de los fideicomisos? ¿Qué importa saber dónde están las medicinas? ¿Para qué tratar de descifrar por qué los mexicanos se mueren por falta de atención o de recursos? En realidad, pregúntese, para un país que es la esperanza demográfica de América del Norte, ¿es legítimo que lo único que le pueda ofrecer a su pueblo es una pobreza sin fin?
No sé qué va a pasar. Nadie lo sabe. Pero sí tengo una certeza. Este método de reunirnos en terturlias y en restaurantes donde se disponen cinco tenedores para lanzar la realidad de lo que mueve a los que se comen los tacos en las esquinas y a los que después votan y que no sienten que el país va mal, sino que el país va bien, nos ha llevado a una derrota que no sólo se puede comprobar bajo la numerología. Se trata de una derrota y una falta de comprensión sobre quién mueve al pueblo y en qué dirección lo hace.
¿Y ahora qué sigue? Como ya he dicho antes, dudo mucho que el Presidente permita que Morena nazca y prospere. El mayor problema de Morena es que, cuanto más poder tenga, más evidente será su falta de capacidad para gobernar. Es muy difícil hacer política cuando todo el presupuesto y todo el dinero está en una sola mano y cuando solamente dispongas de migajas para cumplir tus planes o lo que te dejen hacer. Además, dado que no hay plazo que no se cumpla ni fecha que no llegue, no se puede olvidar que 2024 está a la vuelta de la esquina. Y ahora, con el juego unipersonal de un régimen unipersonal, nos enfrentamos al último salto en el vacío.
Como si fuera una elección en Corea del Norte, en México le pedimos a los candidatos –a los señalados por el mismo Presidente– que estén dispuestos a hacerse el harakiri cuando su interpretación de la historia así lo exija. Les pedimos que sean candidatos, pero sólo un poco. Y que en esa candidatura nunca olviden que todo lo que son, todo lo que tienen y todo lo que ellos creen que es suyo, en realidad sólo les pertenece en la medida de lo que el tlatoani López Obrador quiera.