Desde hace muchas décadas, la capital estadounidense ha sido la testigo silente –y en ocasiones incluso partícipe– de grandes cambios que se han consolidado a lo largo del planeta. Que las tormentas se desaten en Washington es lo normal, a fin de cuentas se trata de un lugar que, tras 240 años de ser una democracia libre e independiente, ha tenido que lidiar con más de 200 guerras o conflictos. Es verdad que muchos de estos conflictos, especialmente los que se han desatado tras el año 1945, son enfrentamientos que han perdido los estadounidenses. Hoy, Estados Unidos se enfrenta a dos de los conflictos –no precisamente armados– más determinantes de su historia reciente. El primero de ellos es el que se está desencadenando dentro de su propio territorio. El segundo, es el conflicto de no saber qué hacer con su vecino del sur, un vecino que cada día se vuelve más incómodo.
Lo consiguió. Desde la época de Antonio López de Santa Anna y de Samuel Houston, México y Estados Unidos han sido los protagonistas de una relación condenada al enfrentamiento e impuesta –por la obra divina de nuestra ubicación– a encontrar soluciones a cualquier precio. Hoy, tras los hechos recientes, México ha logrado ocupar un lugar en la agenda de Washington casi tan importante como Ucrania. Y no es sólo porque por primera vez un presidente mexicano –con un informe sobre derechos humanos en la mano emitido por el Departamento de Estado estadounidense– ha dicho que se dejen de politiquerías e incluso los llamó mentirosos. No es sólo por eso, sino porque, curiosamente, el presidente López Obrador ha conseguido que los demócratas y los republicanos estén de acuerdo en una cosa y tener una preocupación en conjunto.
Por motivos políticos, personales y sociales la preocupación sobre lo que significa la posible desaparición del INE cada vez crece más. La visita y gira de Lorenzo Córdova por Washington, visitando diferentes think tanks y reuniéndose con personajes tan importante como Brian Nichols, quien funge como subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, fue –desde mi punto de vista– un grave error político. Aunque si por el momento, y como ya ha mencionado, sus intenciones están fuera del ámbito político y en realidad lo hizo para resaltar y demostrar el grave peligro que sufre la institución que aún preside, entonces en ese sentido la visita puede considerarse como un gran acierto.
Además de los abrazos y de los cárteles, Washington está haciendo uso de los hechos recientes en México para plantear dos cosas fundamentales. La primera, que la garantía del proceso electoral ha desaparecido. La segunda, que el tercer poder, el Judicial, y el sistema que emana de él está en grave y fundamental cuestionamiento por la campaña de acoso y asedio hacia la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Lucía Piña Hernández.
El conflicto está servido y lo que resulta un punto clave es el hecho de que nuestro Presidente no está dispuesto a hacer política con Estados Unidos. López Obrador está dispuesto a pasar a la historia como el mandatario que más cara y de manera más frontal se plantó al imperio en dificultades con relación a la exigencia de respeto a la soberanía nacional. Es una pena que los datos no acompañen a nuestro Presidente, ya que, en cuanto a la intención, es muy difícil no estar de acuerdo con él. Claro que estamos de acuerdo en pedir dignidad en el trato y respeto a nuestros principios de soberanía. Sin embargo, el problema es que los datos económicos fundamentales, los datos de la seguridad del país, los datos de enhebrar –más allá del T-MEC, mejores niveles de desarrollo–, esos datos no acompañan la brillantez que tienen las posiciones dialécticas que adoptamos. Todos esos datos no empatan ni van de acuerdo con lo que, mañana tras mañana, el pueblo mexicano ha escuchado durante los últimos cinco años.
Nada está escrito. Aún nadie ha ganado las elecciones. Desconocemos quién ocupará la Casa Blanca en 2024. Pero, aunque parezca que está todo decidido, lo peor es que todavía no sabemos quién estará en 2024 en Palacio Nacional, o donde sea que se decida poner la Presidencia a partir de ahora. Mientras tanto, no hay que olvidar el hecho de que muchos elementos fundamentales de nuestra economía y de nuestra paz dependen directamente de Estados Unidos. No somos rehenes ni colonizados ni dependientes, pero pertenecemos a un mundo y a un orden económico, político y social que nos empuja –como lo hace nuestra geografía– a la coincidencia o, al menos, a empatar intereses con la gran república del norte.
Es muy fácil hacer demagogia discutiendo o diciendo que la destrucción política que se está perpetrando en nuestro país lleva a poner en cuestión el resultado de las siguientes elecciones. Y eso es tan legítimo como el hecho de pensar que detrás de toda esta guerra falsa contra el INE y sus privilegios, también está la intención de hacer ganar al que pierda. O, lo que es lo mismo, que se está preparando el terreno para que cualquier reclamación o puesta en cuestión de la validez del resultado detenga completamente la estabilidad política después de las próximas elecciones.
A partir de aquí es muy difícil saber cómo articular una salida cuando la alternativa política está laminada y cuando la política que emana del régimen dominante es cada vez más selectiva, más violenta y difícil. Por la vía de los hechos y de las palabras, cada día queda más claro que no hay una verdadera intención por seguir siendo un país con una clara y eficiente separación de poderes. Nos interesa la justicia, pero no nos interesa la ley. Sin embargo, es imposible tener justicia sin ley. Sin un verdadero y claro respeto a las leyes, cualquier democracia está condenada al fracaso.
En estos momentos estamos tocando el nervio neurálgico central del sistema democrático y todo eso se está haciendo por medio de una articulación política basada en la mañanera de cada día. Una serie de discursos que antes tenía la misión de producir el monopolio de la verdad, que era la verdad del régimen, y que ahora tiene la misión de ir produciendo cada vez más un camino sin alternativas tanto para Morena como para los otros jugadores –a pesar de que, por momentos, pareciera que no existen– de las alternativas políticas.
En cuanto a la visita a Washington del casi expresidente del INE, Lorenzo Córdova, me gustaría hacer solamente un comentario. Él es el líder del muy atacado, tanto personal como institucionalmente, INE. Sin embargo, además de que la ley no lo permite –ya que tendrían que pasar dos años después de dejar su cargo–, el mandatario electoral no es, ni en teoría podría ser, una alternativa política clara. Los pasos que está dando en sus últimos días al frente del INE lo alejan a ser una figura clara de la oposición. Y si él no lo desea, tiene que saber que la mejor contribución que puede hacer hacia el instituto que aún preside y que –desde mi opinión– lo ha hecho con gran eficiencia y eficacia, es concluir con su mandato saliendo por la puerta grande de forma respetuosa y sin buscar el enfrentamiento, a pesar de que la otra parte no piense igual.
A pesar de que el marco legal no lo permita, en el México de la actualidad todo es posible y así como alguien desde las mañaneras puede destruir o intentar destruir la credibilidad pública de las máximas instituciones electorales y judiciales, de la misma manera el administrador del muy prestigiado INE puede pasar sencillamente a ser la solución de la alternativa política de nuestro país. De suceder, cabe mencionar que esto sería un hecho inaudito, que además carecería de un plan claro sobre la continuidad y sin respetar los tiempos necesarios para solidificar un cambio de esta magnitud.
En medio de un sistema que atraviesa por una crisis política caracterizada por querer prescindir deliberadamente de las leyes, lo difícil aquí es definir cómo seguir. Debemos aclarar cómo podemos sostener el hecho de que –por poner un ejemplo– una ley pueda impedir que una persona pueda ser candidata presidencial, como es el caso de Córdova, pero que el entramado legal no impida que la vulneración de ese mismo conjunto de leyes haya tenido que ser frenado en seco la tarde de un viernes congelando el plan B. En este tiempo hay una cosa que no se ha entendido o no se ha querido entender, que es que para cambiar las constituciones, los regímenes y las leyes, es necesario hacerlo de ley a ley. De lo contrario, el resultado puede ser similar al que estamos teniendo en México, que no es más que un disparate. El plan B buscaba ser el principio del fin del INE, sin embargo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación –por el momento– ha decidido suspender su aplicación.
A partir de ahora, así como no se puede decir que las leyes sólo funcionan en beneficio propio, el régimen actual se ve obligado o bien a abrir un proceso constitucional buscando producir un cambio completo –no sólo dialéctico por medio de los insultos dichos en las mañaneras, sino desde la estructura legal– o bien a aceptar que esta es su mayor derrota política desde el 1 de julio de 2018. Y todo se debe a una sencilla razón, que es que no podemos ser un país de un solo hombre. Además, no estamos solos. Sin ir más lejos, en la puerta de a lado –aunque en crisis– aún tenemos los restos del imperio más grande que ha existido en la Tierra.