Ya inició. La caída del Muro Berlín, lo que Francis Fukuyama en su momento denominó como el fin de la historia, no fue nada más –como era previsible y como se repite constantemente la experiencia sobre el comportamiento de la condición humana– que el final de una etapa y el comienzo de otra. El comunismo –que tanto auge estaba teniendo durante la Guerra Fría– no solamente se desvaneció por las leyes y el comportamiento del mercado capitalista, sino que en el momento en que las personas de la parte oriental del muro vieron ante sí la posibilidad de tener tantos bienes y capitales, la ambición terminó por superar la realidad en la que vivían.
En resumidas cuentas y sin profundizar mucho, lo que Marx buscaba era eliminar las clases sociales y crear un mundo en el que todos fuéramos iguales, dándole una autonomía completa a los seres humanos sobre su destino. De ahí que el comunismo tuviera tanto auge en una sociedad como la rusa que venía de un periodo de aristocracias y en el que era muy evidente la división de clases y la supremacía de unos sobre otros. Sin embargo, la caída de Muro de Berlín no sólo supuso el derrumbamiento físico de una frontera que dividía a amigos y familiares, sino que –inconscientemente– fue el triunfo de la ideología capitalista frente a la comunista. Aunque también fue la prueba de que, si bien políticamente había fracasado, como experimento de comportamiento humano sí podía triunfar.
Es imposible entender China sin entender la caída del Muro de Berlín. Es imposible entender lo que ha ido pasando con el mundo sin saber que el poder corrompe y que el poder extremo corrompe por completo. En este punto de la historia surge una pregunta, ¿y ahora qué sigue? La respuesta es ambigua, aunque lo que sí es un hecho innegable es que la tercera guerra mundial económica ya ha iniciado. Hay muchas razones para decir y sostener esto, aunque probablemente la más importante radica en aquellos pequeños detalles que –aunque parezca que no están conectados entre sí– forman parte de la tela de araña de la que surge el comportamiento histórico.
La invasión rusa en Ucrania tiene más contexto y preámbulo de lo que a simple vista aparenta. Ucrania ocupa un lugar muy especial en el corazón de Europa y no sólo por ser la capital mundial de los cereales y los granos, sino por la posición geopolítica que tiene al ser un sitio que divide el mundo oriental del occidental. Ucrania es también el recuerdo de las hambrunas provocadas por Stalin y su cambio de modelo. Es el recuerdo de los asesinatos masivos de los nazis en el territorio y de las compañías ucranianas que ayudaban a matar a los rusos puros en compañía de los nazis. Una zona que carecía de una historia propia y que, después de la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, adquirió lo que nunca antes –salvo por muy poco tiempo– había tenido, que era su propio lugar en la historia.
En esa caída del muro y en esas circunstancias hay que entender qué fue lo que le pasó al entonces coronel Vladímir Putin y cómo este personaje fue evolucionando desde la capital Kiev y Járkov hasta la reunión celebrada el 25 de septiembre de 2001 en el Parlamento alemán y en la que Putin –presidente democrático de Rusia, por llamarlo de alguna manera– decidió dar por terminada la mascarada de la identificación de la seguridad entre la OTAN y la Federación rusa. A partir de ahí, todo podía pasar…y todo pasó. Por eso, la ocupación de Crimea, el nacimiento de la Ucrania pro-Rusia y todo lo que ha venido sucediendo en la región en los últimos años –incluido lo sucedido en la Plaza Maidán y la caída del gobierno comunista instalado en Ucrania– eran parte no de la crónica de una muerte anunciada, sino una de las posibles salidas en las explosiones tanto de libertad como de emociones que llevan cargando los ucranianos por mucho tiempo. Personas que durante una buena época fueron rusos y que ahora sufren las consecuencias de ello.
Estados Unidos encontró un gran aglutinante. Primero, por la investigación liderada por Trump que se hizo sobre los negocios particulares del hijo del presidente Biden y que, posteriormente, acabó en el primer impeachment en contra de Donald Trump. Segundo, porque a medida que confluían los intereses, las provocaciones iban en aumento y se iba creando un vínculo cada vez más grande entre los mecanismos del dominio territorial ruso y los desafíos del mundo occidental. El tercer punto lo encontró cuando, el mes de febrero del año pasado, se perpetró la invasión rusa sobre Ucrania teniendo el mismo objetivo que siempre ha buscado Putin en cada acción, que era amortiguar o darle menos relevancia al cerco que la OTAN y algunos países de la antigua Unión Soviética estaban instalando sobre Rusia. ¿Cuál fue el resultado de esto? Invasión, muerte, desolación y la prueba, por una parte, de la debilidad y vejez del Ejército ruso, lo cual es una muy mala señal para Putin. Por otra parte, y que es lo peor, es que las sanciones económicas impuestas no han hecho más que demostrar que el dólar está viviendo sus últimos días como divisa hegemónica mundial.
El panorama que envuelve a la crisis en Ucrania ha permitido que divisas alternativas al dólar, como el yuan o el rublo ruso, den un paso hacia delante en el contexto global. Ejemplo de ello es que el hecho de que los pasados meses de febrero y marzo el yuan chino superó al dólar y se convirtió en la moneda más negociada en Rusia. Y eso es sólo el inicio.
Hoy Rusia ha recuperado, hasta donde es posible y sólo en cierta medida, la balanza y la situación económica formal. Y a pesar de que haya recibido todo el peso de las sanciones económicas impuestas por Washington y por los países que conforman la OTAN, también ha impuesto una serie de medidas que han permitido el nacimiento de la nueva economía. Una nueva dinámica guiada, por ejemplo, por la presencia del rublo ruso en Dubái, del yuan chino con cada vez presencia y poder en el mundo, de la mancuerna que está forjándose entre Rusia y China y de todo el potencial que tiene la zona de Asia-Pacífico y el bloque de los BRICS.
Hoy hay un nuevo mapa político, social y económico. Los acuerdos de Bretton Woods y las instituciones que emanaron de ellos cada vez son menos decisivos e influyentes en las dinámicas globales. Por un lado, está Estados Unidos, una nación que está atravesando una fuerte crisis interna que se magnifica con la cada vez más notable debilidad del dólar. Por el otro lado, se encuentra un país compuesto por más de mil 400 millones de personas gobernadas de manera absoluta por el Partido Comunista y por el éxito de la autocracia como ordenamiento social frente a la debilidad y decrepitud del sistema democrático. En medio, observando y sacando rentabilidades de cada uno de estos jugadores, está India. Una nación que espera pacientemente y que aguarda el momento en el que los países que conforman los BRICS puedan ser decisivos y elementos definitorios de la nueva era política, social y económica. En esencia, lo que esta nueva era significa no es más que el fin de la era hegemónica de Estados Unidos de América y del dólar.
La tercera guerra mundial económica no tiene que estallar. Ya estalló. Y, además, es una guerra que viene acompañada de las armas nucleares vencidas y carcomidas por el peligro de la corrupción y la especulación. La crisis de 2008 acabó impune, nadie pagó por la irresponsabilidad que causó una de las mayores debacles económicas de nuestra era y que, entre muchas otras cosas, rompió el equilibrio social estadounidense. Diez millones fueron los estadounidenses que pagaron el precio de esa irresponsabilidad cuando fueron desalojados de sus hogares. Tener una casa propia era elemento que diferenciaba al sistema estadounidense de los demás. Pues en 2008 se demostró que ese sistema no era perfecto, pero, sobre todo, que era quebrantable.
Nadie pagó por lo sucedido. Aunque la responsabilidad recayó en el gobierno de Barack Obama y de Timothy Geithner, quien fue el encargado de mitigar las consecuencias de la crisis de 2008. Sin embargo, eso sólo fue el primer suceso de una serie de acontecimientos que nos han llevado hasta el momento en el que nos encontramos. Es verdad que, si no hubiera sucedido el ataque del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, nada de esto hubiera pasado. Sin embargo, el ataque existió y tras él se desencadenaron las guerras de Irak y Afganistán y todos los efectos que siguen acompañando a lo sucedido aquel día luminoso de septiembre.
¿Quién ganará la guerra? Sólo quiero recordar que en la Segunda Guerra Mundial el tablero estaba dominado por dos potencias militares y autocráticas, a las que, con el desarrollo del conflicto, se les fueron sumando diferentes naciones afines a cada uno de los bandos. En aquella época había cuatro grandes jugadores. Por una parte, estaba Estados Unidos, liderado por Franklin Delano Roosevelt, y una nación que había sobrevivido y superado la crisis económica que sufrió en 1929 y todos los problemas que supuso la implementación del New Deal. Por otra parte, y del mismo bando que los estadounidenses, se encontraba el imperio inglés, que era tan grande e importante que era imposible mantenerlo unido. Por una tercera parte estaba la Alemania de Hitler y sus deseos imperialistas que tanto daño causaron. Y, por último, estaba la Unión Soviética de Stalin y sus ambiciones ocultas –al principio– de esparcir el comunismo más allá de sus fronteras. Y así, con tantos intereses y agendas personales de por medio, lo que causó la Segunda Guerra Mundial no sólo fue la derrota nazi, sino que también supuso el fin de la hegemonía mundial del imperio inglés y fue el preámbulo de la Guerra Fría.
Hoy, al igual que en la Segunda Guerra Mundial, estamos ante un tablero geopolítico que tiene una múltiple variedad de jugadores, todos con su agenda e intereses personales. Hoy, al igual que en ese entonces, la tensión no hace más que escalar. Sin embargo, en la actualidad, la guerra económica que ya estamos librando es sólo un síntoma de todo lo que puede venir después.