Da la impresión de que, si existiera alguna posibilidad de que la 4T y el mensaje del presidente López Obrador llegase a fracasar en una confrontación electoral, sólo sería por malas artes o por una confabulación de hechos planeados en su contra. En caso de que esto sucediera –a pesar de que en la actualidad parece un hecho utópico–, es casi un hecho de que el resultado no sería aceptado. El líder mexicano ha dejado claro que los males que aquejan a la administración que encabeza no se deben a su forma de efectuar el poder, sino a la manipulación que existe y a todos los actores que están buscando consolidar su gran transformación del país.
Resulta curioso y trágico ver las últimas disposiciones de este gobierno, el más votado en la historia de la democracia mexicana y el gobierno que ha tenido todas las posibilidades de reconstruir al país en una operación de alta cirugía consiguiendo ser un país más seguro y evitar la producción de un quiebre institucional. Sin embargo, teniendo ante sí esa opción de éxito y grandeza, la actual administración escogió otro camino. Esta administración ha usado la fuerza para destruir y no dejar más rastro de su experiencia política más que el de tierra quemada.
La responsabilidad que se tiene de haberse dejado gobernar o haber gobernado bajo lo que es un sistema corrupto –según la calificación permanente del presidente López Obrador–, compuesto por gente que nunca se equivocó no porque no fuera capaz de hacerlo, sino que se equivocó de manera deliberada para conseguir beneficios espurios. Ésta es la justificación que usa el líder mexicano para –como si se tratara de Sodoma y Gomorra– demostrar que todos los vicios de la corrupción y del mal gobierno son culpa de los neoliberales y de los que le sucedieron. Lógicamente, para López Obrador la responsabilidad nunca caerá en su persona ni en quienes lo rodean, sino todo lo contrario, su respuesta ante los hechos que aquejan la preocupante realidad mexicana es que él recibió un país en llamas. Podrán justificarse o evadir responsabilidades, lo que es innegable es la tierra quemada que ejemplifica e ilustra los paisajes de nuestro país.
Sin mucho más qué comentar –más allá de lo que la realidad inevitablemente refleja– sobre lo que significa el enfrentamiento frontal con Estados Unidos, es curioso que el Presidente mexicano se asombre de que el gobierno estadounidense nos esté espiando. Todo el mundo sabe que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha ejercido sus alianzas bajo el entendido mutuo de que ellos tenían que estar al tanto de lo que sucedía. Y es que, entre otras cosas, hemos vivido en un mundo en el que quedaba claro que la responsabilidad de defendernos –con las implicaciones que esto suponía– la asumían los estadounidenses y nosotros asumíamos la responsabilidad de que los malos, especialmente sus enemigos ideológicos, nunca llegaran por las buenas al gobierno.
Todo esto ya no existe. Estados Unidos está interior y exteriormente metido en un gran desafío y enfrentado ante unos enemigos que están bien envalentonados. Otra cosa es suponer si esta situación permitirá verdaderamente dar paso a un cambio cualitativo en las estructuras y los equilibrios del poder. En cualquier caso, nuestro Presidente y el grupo que él encabeza y bajo el cual tiene la intención de seguir gobernando a partir del siguiente año, no tiene ningún interés de cuidar las alianzas ni relaciones con casi nadie al interior del país ni mucho menos más allá de las fronteras. Por eso, especialmente con Estados Unidos, el sistema y la estrategia consiste en dinamitar toda posibilidad de vivir como vivimos. Y, como pasa siempre, hay muchas cosas que requerirían ser reajustadas, aunque tengo mis dudas de que inclusive los más altos elementos fanatizados por esta situación en la que se ha llevado a un país sepan muy bien si quieren estar viviendo en un mundo donde los estadounidenses sólo representan al enemigo más poderoso.
En el México de hoy no hay otra política más que la política de tierra quemada. Se trata, como por si aún había alguna duda, de que no exista la posibilidad de dar vuelta atrás y, mientras tanto –mientras se estudia cómo se derogan y cómo se sustituyen los poderes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación–, de ninguna manera hay que aceptar que se pueda tener una situación de crear lo que es una alternativa política.
Desde que Sun Tzu escribió El arte de la guerra es sabido que, si uno se encuentra en medio de una, lo más importante que debe hacer es ilusionar o hacerle creer al enemigo sobre la posibilidad de obtener la victoria. Un buen ganador es aquel que no sólo gana las guerras, sino que hace imposible que se crea en la victoria del enemigo. En ese sentido, si uno mira bien tanto los errores cometidos por la oposición como la implacabilidad del gobierno, en este momento ya nos encontramos frente a un problema mucho más grave que el que significa presentar cara y tratar de combatir el resultado electoral. Ya nos encontramos en una situación en la que va desapareciendo el propio espíritu de la posibilidad de ganar la guerra. A partir de aquí lo más importante –en una especie de rememoración hacia el régimen de Pol Pot y los Jemeres Rojos– es que era necesario hacer joven a la clase dirigente del país. Ya se logró. Hace unas semanas la Cámara de Diputados aprobó que la edad mínima para ser diputado será de 18 años, mientras que para encabezar una secretaría de Estado será de 25 años.
Como miembro de la generación que ha llevado las cosas hasta aquí, no tenemos muchas razones para estar orgullosos de nuestro trabajo ni del mundo que hemos dejado tras nuestro paso. Aunque si realmente hay algo que sí pudimos aprender son las consecuencias tan terribles que se pueden dar si a una generación de responsabilidad de poder y política se les quita la posibilidad de una maduración integral. Hay que ser optimistas, ya que la esperanza es lo último que muere, pero, sobre todo, hay que ser eficaces para entender la dimensión del problema al que nos enfrentamos. Y es que no es que estemos en guerra, sino que la guerra es la destrucción total.
Naturalmente, no hay ninguna sorpresa sobre lo que pasó con el tema de la Guardia Nacional, ya se ha declarado inconstitucional el traslado de esta institución a la Sedena. Ante la decisión tomada por la Suprema Corte, a la 4T lo único que le queda es actuar como en su momento lo hizo Donald Trump y justificar la extensión de los poderes y facultades de la Guardia Nacional –suspendiendo lo estipulado en la Constitución– bajo el pretexto de la defensa del territorio y la preservación de los ciudadanos mexicanos. No creo que las cosas se vayan a quedar así. Tal y como se ha venido manifestando el ejercicio del poder en nuestro país, no es que el Presidente gane unas y pierda otras batallas, es que su poder es absoluto y las consecuencias de las pérdidas son mucho más graves de lo que significa ganar o perder sobre un asunto en concreto que es: vivimos en un país en el que no cabe la derrota del hombre providencial.