El día de ayer el país amaneció con una tensión inusual. Desde que la 4T llegó al poder y Andrés Manuel López Obrador descubrió que sus mañaneras podían ser utilizadas como un espacio de acusación, persecución, deslegitimización o como una especie de tribunal, rara vez el país se había encontrado en un punto sin retorno como ayer. Y es que, para qué nos engañamos, se trata de un funeral gigantesco en el que ya no suenan las campanas en honor al muerto, sino que se trata de dar entierro a como dé lugar al PRI y, al hacerlo, también se estaría evitando el primer principio de la acción política que es ir hacia delante y no hacia atrás.
Las elecciones de Coahuila y del Estado de México estaban basadas en buscar responder con qué buscábamos acabar y que lo que construyéramos a partir de aquí estaría basado en esa gran confusión que es lo que significa la fe del Presidente frente a la ilusión de su pueblo. Pero cuando la fe no es utilizada para lograr la concordia y cuando se demuestra que en 2018 los intentos de sumar a todos los sectores de la sociedad no fueron más que propaganda política, deja en evidencia que un país que no tiene propósito de unirse ni practicar el perdón es un país condenado a repetir lo peor de sí mismo.
López Obrador representa la fe. Parece como si él tuviera y ejerciera la fe; sin embargo, hasta aquí el producto de su fe no es algo que nos permita ser optimistas. Y si bien yo soy de los que creen que ante la duda siempre es mejor optar por la fe, también creo que es indispensable diferenciar entre la fe y la ilusión. Naturalmente, mientras no se diga lo contrario, la ilusión de este pueblo está basada en destruir el pasado y en la búsqueda de construir un mejor futuro. En el mejor de los casos, este ejercicio sólo puede garantizar una borrachera de ilusión y un enorme vacío en el que no se tenga nada qué ofrecer.
Los datos son claros, los resultados de las elecciones de ayer, también. Aunque hay un resultado que no es capaz de medir el Instituto Nacional Electoral y que es el más importante. Y es que, ¿cómo se mide la capacidad o la voluntad de construir un México en el que todos, sin importad edad o estatus socioeconómico, quepamos?
Para el discurrir político de México, lo sucedido ayer –tanto en Coahuila como en el Estado de México– será un hecho que tendrá casi la misma relevancia que la que tendrá el próximo 2 de junio de 2024. Oficialmente falta menos de un año para que vayamos a las urnas y elijamos al nuevo presidente de México y a los integrantes del Congreso de la Unión. Las recientes elecciones mexiquenses y coahuilenses marcaron un punto sin retorno y, sobre todo, representa el fin de las condiciones de vida política que hemos conocido hasta el momento.
Hay quien piensa que, hasta el día de ayer, el presidente López Obrador podía hacer todo como, cuando y con quien quisiera hacer, sin preocupación o consecuencia alguna. Pensamos que eso acabaría con la jornada electoral celebrada el día de ayer. Sin embargo, si, aun estando en medio de una guerra como en la que actualmente se encuentra contra los poderes judiciales, es capaz de obtener los resultados electorales que tuvo su partido –aunque principalmente él–, es innegable que tenemos muy poco qué hacer con lo que venga a partir de aquí. La gran pregunta es: ¿durante cuánto tiempo más nos podremos administrar y depender sólo de la fe y del espíritu, teniendo que abandonar las demandas de nuestros estómagos?
O, dicho de otra manera, ¿hasta cuándo podremos seguir viviendo sin sacar las cuentas de lo que nos cuesta seguir en este mundo de fe que mueve montañas, que destruye instituciones, que hace y desafía las leyes de la física y de la gravedad en la selva maya o que simplemente inventa y corre una nueva manera de rentabilizar el negocio del petróleo? Y es que, actualmente, los mexicanos vivimos en medio de una dinámica en la que –más allá de no contar con los datos y las estadísticas– todo está basado en la fe. El panorama y el actuar gubernamental se rigen por el avance y desarrollo de las megaobras del gobierno y por las inversiones estratosféricas en refinerías que –además la incertidumbre sobre sus futuros beneficios– no sabemos si en algún punto terminaremos por hacer una transición energética eficiente hacia fuentes que no dependan de los combustibles fósiles.
La política y la economía moderna son, sobre todas las cosas, un estado de ánimo. Y el estado de ánimo de México –independientemente de su clara despreocupación por todo lo que está sucediendo– está teniendo un Rubicón muy particular. Es más, si yo estuviera en el cuartel general de esta nueva era política del país llamaría la atención a los diferentes responsables de la realidad política y económica de la nación. A pesar de que los milagros son irrepetibles y hechos casi a la medida, también son un reflejo de ánimo de quien más los necesita. Generalmente los milagros se presentan en situaciones de extrema desesperación o cuando la esperanza está a punto de desaparecer. Hoy, cuando más los necesitamos, los milagros escasean en nuestro país. Y es que en la medida que el tiempo y los escenarios políticos se van consagrando en este México moderno, también se va alejando la posibilidad de que la democracia –mediante el voto– provea un cambio de escenario nacional.
Es muy difícil gobernar sin leyes. Aunque es más complicado gobernar teniendo leyes cuando el primer y mayor enemigo de evitar su cumplimiento es también quien está al frente del país. Es imposible tener buenas elecciones sin árbitros creíbles; de hecho, la caída del sistema en la elección presidencial de 1988 fue un factor definitivo para la configuración –con efectividad política– de la oposición. Sin embargo, ahora hemos ido más allá, ya que no solamente hemos vuelto al control de los sistemas, sino que hemos desaparecido la posibilidad de contar con cualquier órgano arbitral. El árbitro es quien evita que sucedan cosas que carecen de explicación y quien da certidumbre a los resultados; sin él, todo es una moneda al aire con una ligera –o demasiada– pronunciación hacia los intereses de quien verdaderamente manda en el país. Un país que –con sus claras excepciones– cada vez más se está caracterizando por tener funcionarios y aspirantes con un 90 por ciento de lealtad y un 10 por ciento de eficacia.
Todo esto es lo que hay. Este es el país en el que vivimos. Se trata de un país que se da el lujo de proponer una gran campaña de reconciliación con los que van. Yo tengo mis dudas de que a los que mandan les convenga tener cualquier tipo de pacto para compartir el poder, y es que, a fin de cuentas, son lo que son porque se lo han ganado, no porque nadie se los haya regalado. Por otra parte, da igual si nosotros nos sentimos o no seguros ya que aquí el objetivo y el gran legado de estos años ha sido buscar garantizar una paz que puedan sentir los otros –quienes se ven beneficiados directamente por los designios del Presidente– y no nosotros. Nosotros, los demás, tenemos que saber que debemos pagar con nuestra inquietud y nuestra vida, ya que nuestra falta de solidaridad con los demás automáticamente nos condena a ser culpables de alta traición a la nación. No obstante, a pesar de nuestra culpabilidad, no hay un mexicano que pueda estar plenamente exento de la violenta realidad que atraviesa el país. Es tan preocupante el tema de la inseguridad que actualmente no hay nadie – ni el propio Presidente – que pueda recorrer muchas zonas del país sin temer por su integridad.
Hemos admirado a países como Costa Rica por el hecho de no tener ejército y apenas cuentan con un cuerpo policial para garantizar el orden y la seguridad de su territorio. Pero, en lugar de buscar seguir su ejemplo o su método de control interno, hemos optado por mutar la esencia de nuestro Ejército. Y lo hemos hecho no precisamente porque reine la paz y la seguridad en nuestras calles, sino porque era tanto el deseo de darles un papel más presente a las Fuerzas Armadas, que ahora se han consolidado como la división predilecta de administración de aeropuertos, carreteras e incluso hasta obras. Antes los teníamos ocupados, o mal ocupados, trabajando en defendernos. Ahora los tenemos ocupados regulando nuestro tránsito, nuestros aeropuertos o construyendo obras; eso sí, siempre y cuando lo que hagan coincida con lo que ellos piensan. Hoy ya nadie le puede pedir a un uniformado que entregue su vida por defender las nuestras. En la actualidad el militar se juega la vida en las carreteras, en los aeropuertos –que además ya pueden administrar algunos y se prevé que cuenten con su propia aerolínea– o en donde los manden. Los militares de hoy no tienen por qué derramar sangre ni perder la vida, ya que no es eso lo que esperamos de ellos, lo que esperamos de ellos es que sean buenos y fieles administradores y constructores de infraestructuras.
Estoy seguro de que en algún lugar –probablemente donde habitan las eminencias y la materia gris de este régimen– ya se está preparando el plan de estudios en el que convergerán los conocimientos y la materia de ingeniería civil con las enseñanzas que imparte el Heroico Colegio Militar. Todo con el objetivo de asegurar que, al mismo tiempo que se prepara para ser un uniformado, también se cuente con la preparación en otras materias que requieren las circunstancias. O, dicho de otra manera, los militares ya no sólo aprenderán a cómo garantizar la seguridad nacional o cómo ganar guerras –que en el mundo de la 4T no existen más que las que se libran contra los enemigos internos–, sino que también se les enseñará cómo construir puentes, carreteras, administrar aduanas o cualquier otra cosa que se les encargue. Hoy no se busca que los militares combatan las múltiples amenazas que nos aquejan como sociedad y por lo que los índices de inseguridad son cada vez más preocupantes. Hoy se busca construir y devolver la paz a los ciudadanos por medio de diversificar sus funciones, sin que éstas cumplan precisamente con los objetivos bajo los cuales fueron creadas las Fuerzas Armadas.
El tema de los militares trasciende lo político. Se trata de un cambio de identidad y de rumbo del país. La única pregunta que hay que hacer es: ¿hasta cuándo o qué tantas facultades más se le otorgarán a quienes tienen la principal función de salvaguardar la seguridad nacional? Y es que, una vez que terminen las mañaneras y lleguemos al día después de mañana –que siempre llega–, lo que tendremos que determinar es quién será quien lidiará con todo lo hecho. Está claro que será alguien que tenga la fe y la capacidad de administrar el odio como elementos fundamentales de la acción política.
Hay quien ocasionalmente lo olvida, pero nuestro país, el pueblo sabio, sabe odiar. Lo único es que antes el México bronco estallaba de vez en cuando y por eso era tan peligroso, y es que de vez en cuando producía elementos que teníamos que acabar por medio del enfrentamiento directo y, ocasionalmente, con el derramamiento de sangre. La diferencia es que ahora esos enfrentamientos se dan de manera dialéctica y se producen cada mañana. Lo cotidiano ha dejado de tener importancia, ahora estallamos y odiamos cada mañana. Menos mal que la pregunta que podemos hacernos es si a nuestros hijos les gustará tanto la vida que se encargarán de resolver todo lo hecho cada tarde. De cualquier manera, no es que tuviera mucha importancia –que yo creo que la tiene toda–, pero hay que reconocerlo, este Reich no es de mil años, es del tiempo que le dé vida nuestro señor Jesucristo, con quien sí se lleva bien, a nuestro Presidente.