Año Cero

La España eterna y los límites del cambio

Una democracia debe tener como base la unión y convergencia de intereses por construir una mejor nación, pero, sobre todo, su bandera siempre debe de ser la voluntad del pueblo.

Han pasado cerca de 50 años desde que murió el hombre que fragmentó la estabilidad democrática española imponiendo un régimen dictatorial. Francisco Franco Bahamonde y su dictadura marcaron uno de los hitos más significativos de la historia moderna de España. Una democracia no se puede construir en medio del eterno debate entre vencedores y vencidos. Una democracia forzosamente debe tener como base la unión y convergencia de intereses por construir una mejor nación, pero, sobre todo, su bandera siempre debe de ser la voluntad popular del pueblo.

En el fondo, lo que decidirán las elecciones que se celebrarán este próximo 23 de julio en España –como pasa en otros países– son los límites de los cambios. En la actualidad nos encontramos con unas sociedades que viven en un perpetuo estado de convulsión, manifestando cuáles son sus tendencias a través de la expresión de sus emociones y creando un totum revolutum. Usando como referencia las encuestas, el uso del voto y las maneras actuales de manifestación de la voluntad popular por medio de los tuits y los likes, la construcción del mundo moderno dista de todas las experiencias que habíamos vivido en el pasado.

Hoy las emociones cambian constantemente y el asalto a la Bastilla se da de manera simultánea y de diferentes maneras. Cuando el próximo domingo los españoles acudan a las urnas a ejercer su voto, se encontrarán con una situación similar a lo que sucede en el resto del mundo y se darán cuenta de que viven en un entorno en el que resulta muy difícil separar las emociones de los planteamientos o propuestas políticas. Por más buena o mala que sea una propuesta política, en la actualidad la gente sólo actúa y se deja guiar por las manifestaciones de lo que les dicta su voluntad interior, dándole un lugar a las emociones que nunca antes habían tenido.

Es sabido que, como sucedió el año 1977, nuevamente España es gobernada desde el centro. Y es verdad que ese centralismo es el que en ocasiones ha provocado que, en momentos de desconcierto o de cierre, este tipo de gobierno sea señalado como el responsable de las crisis que se vayan produciendo. La España que fue testigo y partícipe primaria de la transición democrática de la década de los años 70 estaba –en cierto sentido– un poco aislada del mundo, ya que en ese entonces ni pertenecía a la Unión Europea ni a la OTAN. Esa nación no tenía la más remota oportunidad de tener el crecimiento que por momentos ha tenido en las últimas décadas. La España que, primero, se adhirió a la OTAN en 1982 y, después, a la Unión Europea en 1985, era una nación referencial y que se había ganado el puesto de ser un ejemplo a seguir para la mayoría de los países latinoamericanos.

Han pasado cerca de cincuenta años desde que España, que nunca había sido un referente admirable, se convirtió en el ejemplo de cómo pasar a ser un país democrático a pesar de las circunstancias dictatoriales. Uno de los grandes éxitos de este proceso fue la creación de la Constitución española de 1978, la cual ha sido un documento que –a diferencia de los anteriores que cambiaban constantemente– ha trascendido formas de gobierno e ideologías y partidos políticos. El haberse convertido en ese referente, entre otras cosas, le permitió a España adentrarse en el mercado latinoamericano y que muchas puertas y oportunidades se le abrieran en el continente. Sin tener la plusvalía que dan las materias primas, España ha sabido aprovechar su posición en el subcontinente latinoamericano a través de la capacidad y gestión de su sector empresarial y su astucia política.

España es un país que se ha caracterizado por varias cosas. La primera, por haber sido uno de los imperios más grandes que ha existido. La segunda, porque ningún otro imperio –ni el romano ni el inglés ni ningún otro– nunca levantó tantas obras físicas como las realizadas por el imperio español. Si quiere comprobarlo, basta observar el Zócalo de la Ciudad de México, Cusco y todas y cada una de las plazas de armas instaladas en las capitales y territorios que fueron controladas por los españoles, incluidos todos los territorios estadounidenses que fueron posesión española durante el Virreinato de la Nueva España. Antes del español, ningún imperio logró ser tan escuálido ni dedicado en crear instituciones en los países que iba conquistando. España es un país que, hasta hace muy poco tiempo, cada vez que se ha intentado hacer una institución en la vida política, ha provocado un golpe militar o un enfrentamiento violento.

Sin duda alguna la epopeya que supuso la transición democrática del general Franco a la instalación del régimen democrático se debió a la convergencia de diferentes factores. Sin embargo, uno de ellos –y de los más importantes– fue la confabulación de intereses y esfuerzos de tres personajes clave en la historia de España y de las transiciones democráticas. Estoy hablando del rey emérito de España, Juan Carlos I; del primer presidente del gobierno español designado por el rey, que fue Adolfo Suárez, y el jefe de la oposición y entonces secretario general del Partido Socialista Obrero Español, Felipe González. Ahí nació parte del milagro, sobre todo por haber promulgado políticas y soluciones eficientes, como la conocida y llamada Café para todos, o el reconocimiento de las autonomías. Salvo en el caso de Navarra, donde los reyes juraron los Fueros de Navarra, que es una historia de imposiciones, derrotas y la idea centralista frente a la personalidad autonomista.

Todo el contexto anterior nos lleva a un punto en el que nos encontramos, por un lado, con Pedro Sánchez. Un extraño ejemplar, muy de nuestra época, de la era de los likes más que de los votos, y que es capaz de jugar con su propio equipo y con el contrario. Pedro Sánchez es una figura relativamente nueva en el socialismo español, forjado por grandes dirigentes como Felipe González o Alfonso Guerra, que tomaron el partido tras la muerte de Franco. Este caso se asemeja al del que fue diputado nacional y que posteriormente –gracias a la mentira de marzo de 2004– conquistó el poder, desalojando al Partido Popular; me refiero al expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero.

Sánchez es un hombre que –a pesar de las estructuras políticas hostiles– se ha caracterizado por conquistar lo imposible y que ha desafiado los límites que suponen entre gobernar con los vientos de la mayoría o destruir la esencia gubernamental de un pueblo. Todo lo que hasta su llegada al poder era un tabú, Sánchez logró que se discutiera en el Consejo de Ministros para articular soluciones políticas a problemas tan graves, como los independentistas catalanes o todos aquellos que promulgaban una libertad –como pasó durante la República de 1931– que marcó un hito en la lucha por la igualdad de los derechos políticos de hombres y mujeres. Estos, entre otros, son los elementos que se pondrán a prueba el próximo 23 de julio.

En política, todas las situaciones revolucionarias exigen de mucho talento y capacidad para que –al mismo tiempo que se empatan los intereses propios– se preservan y se consolidan las garantías populares. Esto fue algo que Pedro Sánchez no logró, no tuvo límites y –en función de eso– negoció todo aquello que parecía innegociable. Desde la ley conocida como Sólo sí es sí –que además ya ha reconocido que ha sido el error más importante durante esta legislatura–, que rebaja las penas a los agresores y depredadores sexuales, hasta el pactar con los que eran los principales dirigentes de los países vascos. Unos dirigentes que en algún momento tuvieron contacto con ETA. A este respecto es importante añadir que, de hecho, siete de los candidatos de Eh-Bildu –que es una coalición de partidos con ideologías nacionalistas e independentistas vascas– a las elecciones autonómica y municipales de las pasadas elecciones del 28 de mayo del presente año han sido condenados por delitos de sangre, además de haberse demostrado que formaron parte de ETA.

Es necesario mencionar que los próximos comicios ya tuvieron su primera sorpresa. En el primer y único debate que habrá, la capacidad dialéctica, su destreza para hablar múltiples idiomas y la habilidad para conseguir la mayor cantidad de fondos europeos de Pedro Sánchez se tropezó con la figura de un personaje llamado Alberto Núñez Feijóo. Antes de dicho debate y de algunos otros sucesos que han venido pasando en los últimos días, Sánchez tenía una gran posición para mantenerse en la cúpula del poder español. Sin embargo, llegó Núñez Feijóo, que es un gobernante con una experiencia destacada tras haber ganado cuatro mayorías absolutas en la comunidad gallega y que es un hombre que, al menos, da la seguridad a los españoles sobre que no todo está en peligro ni en venta.

Es como si, de golpe, la realidad se hubiera impuesto y la capacidad dialéctica –así como la manera de andar y siendo más listo que nadie– se hubiera posicionado en una situación en la que se reflejaron los límites. Para soñar está bien contar con personajes que no tengan límites. Para vivir y gobernar es indispensable contar con una posición respetuosa y, desde luego, mucho más alineada a la salvaguarda de las instituciones.

Estamos en medio de una situación en la que en seis días se definirá de manera completa cuál será el futuro político de España. En este momento –salvo que suceda un milagro– todo parece indicar que el PSOE tiene perdidas las elecciones. Pero, además, tal y como se ha producido la fragmentación del voto, la verdadera clave y reto para poder gobernar como se desea está en conseguir más de 176 diputados y con ello garantizar la mayoría absoluta del Congreso. Una mayoría que permite gobernar sin tener que pagar grandes precios ni otorgar concesiones significativas, manteniendo una situación favorable que permita cumplir con el programa que se ha prometido.

Veremos qué pasa el próximo 23 de julio y veremos cuántos españoles son los que forman parte de la revolución contra el sistema y cuántos son los que forman parte del sistema.

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