Año Cero

11 de septiembre: 50 años perdidos en América

El golpe de Estado devolvió paz social e impuso un orden militar al desarrollo del pueblo chileno; sin embargo, no consiguió ser un elemento de equilibrio social.

Un día como hoy hace 50 años se produjo el final del gran sueño chileno. En la mañana del 11 de septiembre de 1973, el presidente Salvador Allende –médico de profesión, triunfador de la candidatura de izquierda, marxista del partido Unidad Popular y ocupante del Palacio de la Moneda– estaba inquieto y preocupado ante el movimiento alarmante de tropas y la imposibilidad de localizar a su hombre de confianza –el nombrado después de Carlos Prats como comandante en jefe del Ejército de Chile–, Augusto Pinochet. Quienes estaban con él, dicen que el presidente Allende había exigido reunirse con Pinochet esa mañana. Pinochet apareció, pero no como lo esperaba Allende, sino que lo hizo montado en un tanque en forma de avión y abriendo fuego contra el gobierno de quien momentos antes había sido su dirigente. Esta traición provocó el fusilamiento ideológico e impulsó la decisión por parte del presidente Allende para terminar con su vida, de acuerdo con el testimonio de su médico personal.

Allende fue un personaje que encarnaba la ilusión. Hace 50 años el mundo vivía en medio de una Guerra Fría, tenía miedo y estaba separado por un telón de acero y tenía la amenaza latente y constante de que en cualquier momento se hiciera uso de las armas nucleares. La Segunda Guerra Mundial había terminado en 1945 pero la nueva guerra, la ideológica, la económica y el perfil de los nuevos imperios estaban abriéndose paso en ese mundo caótico y desordenado. Una de las partes del mundo en la que se hizo más evidente este desajuste y la creciente tensión entre la Unión Soviética y Estados Unidos fue el sudeste asiático. Vietnam no sólo fue una dolorosa y sangrienta derrota estadounidense, sino que también fue un punto de quiebre dentro y fuera de su territorio.

A mediados y finales del siglo pasado, seguía vigente la emblemática Doctrina Monroe, es decir, seguía latente el lema de que América era para los americanos. Un “Gran Palo”, en forma de la figura de los marines, garantizaba que toda tentación izquierdista o comunista sería reprimida por la fuerza y sin ninguna consideración. Para ese entonces, Cuba se había escapado o –lo que era lo mismo– la incultura, el desconocimiento y la imagen de Estados Unidos hicieron que cuando se dieran cuenta de quién era de verdad Fidel Castro y lo que pretendía su revolución, ya era muy tarde. Desde ese momento y tras la alianza entre cubanos y soviéticos, Cuba se convirtió en un vecino incómodo para Estados Unidos. No sólo porque Castro y su régimen iba en contra de lo que los estadounidenses planeaban para América Latina y el Caribe, sino porque la intromisión en territorio cubano por parte de los soviéticos los ponía en un preocupante y constante estado de alarma. A partir de ahí, la guerra de guerrillas, la repetición una y otra vez del esquema cubano –aunque también colombiano, como se pudo ver tras la muerte de Jorge Eliécer Gaitán– y el establecimiento de sociedades fragmentadas no solamente por la pobreza, sino por el armazón ideológico de izquierdas y derechas, daban muy poca capacidad de movimiento.

López Obrador admiraba a Salvador Allende. Creo que lo admiró más de lo que admiró a Fidel Castro. Además, creo que una de sus pocas lágrimas frente a la imposibilidad del sueño y la tristeza por la muerte de la utopía fue derramada precisamente ese 11 de septiembre de hace 50 años. Nunca olvidaré que la primera vez que tuvo la oportunidad de conocer al juez español Baltasar Garzón –quien ya tiene su sitio en los anales de la historia por haber conseguido la detención de Augusto Pinochet–, Andrés Manuel López Obrador nos comentó que una de las pocas veces que se habían emocionado en política fue cuando escuchó en la radio que, gracias al juez Garzón, Pinochet había sido detenido.

Allende era mucho más que un político. Era el triunfo de la utopía y de la buena voluntad. Entonces y ahora el presidente López Obrador desconocía los grandes éxitos que tuvo Salvador Allende en su política y los grandes fracasos que le produjo a su propio país. No sólo fueron los comunistas los que le votaron y formaron el gobierno con él –como el Partido Socialista o el Partido Radical de Chile–, sino que también lo acompañaron muchos miembros de la clase media emergente que militaron en la Unidad Popular y le votaron para que ganara las elecciones en 1970. Su triunfo cerró cualquier posibilidad de entendimiento con las clases medias y creó elementos de polarización social que finalmente, en medio del gran miedo estadounidense que había sobre que los comunistas –como ya había pasado en el caso de Allende o como pudo pasar en el caso de Italia con los eurocomunistas o los franceses–, pudieran llegar al poder por medio de procedimientos democráticos y no revolucionarios.

Washington –que en ese momento tenía un consejero de Seguridad Nacional con una gran sensibilidad sobre la evolución histórica como Henry Kissinger– tenía una enorme preocupación sobre el éxito comunista en las urnas. Eso fue lo que explicó la apuesta sin límite por la Internacional Socialista y la entronización de Willy Brandt. El descubrimiento de que el control de verdad no sólo estaba en la boca de los fusiles, sino que, sobre todo, estaba en la punta de los oliveros que hacían la economía, fue lo que motivó el cambio de política.

Salvador Allende fue el presidente de lo que para muchos es el Länder más austral de Alemania, que es Chile, país de grandes contrastes y enfrentamientos sociales que desde el siglo pasado, y más ahora –tras la victoria del presidente Boric–, tenía una frontera natural del éxito social y legitimidad en la Plaza Italia. Además, Chile era el país de mayor separación social, antes y después de la victoria de Salvador Allende. Pero, sobre todo, era un país en el que, si los movimientos comunistas tenían el éxito de encontrar la clave de gobierno tolerable, podían ser un elemento transportable a otros países de Latinoamérica, en medio de un momento en el que Washington no tenía posibilidad de contestar.

Han pasado 50 años y seguimos llorando a Víctor Jara y seguimos lamentando que el hombre, más pronto que tarde, vuelva a caminar por las alamedas de la libertad, como declaró en la mañana de ese día gris el presidente Allende. Pero la verdad es que estos 50 años desde aquel golpe de Estado han sido un fracaso en las Américas. El golpe devolvió una cierta paz social e impuso un orden militar al desarrollo del pueblo chileno; sin embargo, no consiguió ser un elemento de equilibrio social ni en Chile ni en los demás países latinoamericanos. Además, durante mucho tiempo Estados Unidos siguió pensando que era posible mantener sin cambiar con desconfianza la base del polvorín que es la América que habla español simplemente porque aquí nunca se equilibró la brecha social.

Ha tenido que pasar todo este tiempo y tener un control como el que impuso Pinochet y todos los cambios que hubo para que volviéramos a empezar. Hoy Chile es un país polarizado y fragmentado como lo fue en el pasado. Y las Américas han visto la rápida propagación de los elementos comunistas que, sin llegar a ser comunistas, sí que han tenido en su condición de antiamericana la posición más clara para tener una situación en la que ser enemigo de Estados Unidos forma parte del paquete que hará que el populismo tenga oportunidades de poder. En medio de todo esto, vino el otro 11 de septiembre, el de Nueva York. A partir de esa fecha –que hoy se conmemoran 22 años de lo sucedido–, los populistas como Hugo Chávez o como tantos otros en América, definitivamente tuvieron el camino despejado sencillamente porque Estados Unidos, que nunca cambió por su propio interés y entendimiento la Doctrina Monroe, tuvo bastante en buscar venganza tras el ataque a las Torres Gemelas.

América hoy no es más de izquierdas, pero tampoco es más americana. Es una tierra de nadie donde la insatisfacción social y la incapacidad de crear núcleos de desarrollo son los elementos predominantes. Por eso, analizando el panorama del balance social, se puede concluir que estos 50 años han sido –desde muchos puntos de vista– una oportunidad perdida para que las Américas estuvieran en paz y con una base de desarrollo social sostenida.

En la vida es importante ser creyente; yo confieso que lo soy. Solamente la fe y el convencimiento de que existe un diseño que nos supera a todos –sin importar dónde se haya nacido ni en qué condiciones– explica la coincidencia de los dos 11 de septiembre. El primero, el de 1973 en Chile, pudo haber cambiado por completo el devenir histórico si, en lugar de haber sido un golpe de Estado más, se hubiera tomado como una oportunidad de redistribuir mejor las riquezas, acortando la brecha social y siendo un cambio y símbolo de esperanza e ilusión de los pueblos latinoamericanos. No se hizo y pudo más la ambición de un líder como Augusto Pinochet. El otro 11 de septiembre, el de 2001 en Estados Unidos, fue la muestra para los estadounidenses de que –a pesar de que Dios los había privilegiado por más de 200 años al ponerles dos océanos alrededor– no eran intocables. Y es que, a pesar de tener todo para ser inmortales, Estados Unidos lleva mucho tiempo perdido en su propia tragedia interna. Los dos 11 de septiembre tienen un significado y una formación histórica que supera, por mucho, a los hechos en sí mismos.

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