No existe ciudad en el mundo más emblemática y que represente de mejor forma lo que los estadounidenses denominaron como melting pot que Nueva York. Este lugar está poblado por una mezcla de migrantes originarios de una multiplicidad de naciones de todo el mundo. Durante el siglo 20 y gran parte de este siglo 21, Nueva York fue el orgullo estadounidense y la muestra de lo que una fortaleza institucional y el tan trillado sueño americano eran capaces de ofrecerle no sólo a sus ciudadanos, sino a casi cualquier persona del mundo, sin importar cuáles eran sus orígenes o raíces. Sin embargo, hoy todo ha cambiado.
El alcalde demócrata de la ciudad de Nueva York, Eric Adams, ha argumentado que la migración puede ser el factor que lleve a la ciudad al colapso. En los últimos meses y años, la llamada Gran Manzana ha sido testigo de la gran desubicación social y de la necesidad que habita en las calles de la ciudad, pasando de ser la metrópoli mundial y representante del éxito empresarial a ser un refugio –con capacidades cada vez más limitadas– de los sueños de los migrantes. Además, por si todo esto no fuera suficiente, también se ve, se registra y se vive no sólo con la falta de integración social y la ausencia de un proyecto en común –que en su momento fue el elemento que consolidó no sólo a Nueva York, sino a todo Estados Unidos–, situación que ha provocado llegar a un punto en el que ni los residentes ni los migrantes buscan encontrar cosas que los unan y que permitan rediseñar positivamente y en conjunto la ciudad.
El siglo 21, el siglo del conocimiento y de las comunicaciones, ha marcado –entre otras cosas– el final del pacto de lealtad en la migración internacional. Por distintas razones personales y profesionales he sido migrante toda mi vida, residiendo en varios sitios del planeta. Hace muchos años que vivo y soy residente en Estados Unidos y recuerdo que, durante muchos años, una de las partes fundamentales del pacto migratorio era que –como señal de agradecimiento y lealtad al sitio que te permitía aspirar a una nueva vida– uno comenzaba ofreciendo lo mejor de sí. El país receptor te abría las puertas y a cambio tú le tenías que ofrecer tus mejores habilidades y cualidades, no sólo en el ámbito profesional, sino también en el personal, con tal de poder hacerte un sitio en la sociedad a la que estabas migrando.
Ahora, desde la revolución de las comunicaciones, desde que el mundo es flat y desde que todos podemos ver las mismas imágenes a través de nuestro celular, pero sin importar el contexto de éstas, los migrantes han dejado de llegar agradecidos a los países que los acogen. Llegan con furia y rabia exigiendo dónde está la parte del pastel que les corresponde. No hay ninguna reflexión sobre que detrás de esas fotografías, detrás de esa promesa y detrás de esa aspiración –por muy legítimo que sea– puede haber hasta siglos de cultura del sacrificio y del esfuerzo. Existe lealtad hacia lo que nos toca hacer; sin embargo, no hay obligación hacia lo que tenemos que hacer para llegar a tener la parte que nos corresponde en el desarrollo colectivo.
Hemos creado sociedades incomunicadas y autistas, unidas sólo por el fracaso de buscar oportunidades fuera de nuestro país de origen y viviendo no con agradecimiento sobre lo ofertado, sino con sentido de demanda hacia lo que no se tiene. Estamos en un punto en el que es como si la historia del mundo no tuviera elementos diferenciadores sobre cómo pudieron ir construyendo los países su propia fortuna. Es como si no existieran las razas ni las distintas lenguas y como si sólo existiera el derecho inalienable a tener lo mejor de cada sociedad sin tener que dar lo mejor de cada uno. Por eso en este momento, al ver las aterradoras filas de migrantes en ciudades como Nueva York y en una circunstancia que ha sobrepasado los límites y que se está dando en diferentes partes de Estados Unidos y del mundo, es muy importante entender algo. Y es que hasta que no exista un nuevo planteamiento y lectura local, profesional y personal de integración, no sólo este problema nunca tendrá solución, sino que estaremos condenados al estallido social por inconformidad e infelicidad y, sobre todo, por la falta de integración. Ejemplos sobre lo que menciono hay muchos, basta mirar y ver los últimos incidentes y protestas en Francia, la falta de control en la frontera entre México y Estados Unidos o las desalmadas imágenes de las personas que toman una balsa en el mar Mediterráneo con tal de llegar a Europa.
El mundo actual está lleno de imágenes. Desafortunadamente, son más las que demuestran la debacle política, social y económica, que aquellas que promueven o dan esperanza de recomponer el rumbo. Escenas como las que actualmente se están produciendo en el conflicto armado entre Israel y el grupo terrorista Hamás son, en gran medida, un anuncio de representación sobre el estado emocional caótico y, sobre todo, del caudal de odio que este tiempo ha conseguido generar.
Si uno recuerda y ve las grandes ciudades europeas, se dará cuenta de que no importa cuántos millones hayan venido de África, de Turquía o de América Latina, lo cierto es que las sociedades europeas dentro de sí están incomunicadas y que los recién llegados –que además en este momento son quienes están salvando el vacío demográfico– tampoco se han conseguido integrar. Es claro e irrefutable el hecho de que cada día estamos cada vez más aislados en comunidades que no se comunican, que no tienen un proyecto de vida y ni siquiera un propósito de felicidad en común.
No creo que sea posible seguir manteniendo el control de la migración en las fronteras, sobre todo porque cuando estaban las fronteras y el problema eran las entradas ilegales, este fenómeno significaba una mayoría de proyecto político colectivo en manos de una cierta normalidad ciudadana y nacional. En este momento, el problema, la disfunción y la ausencia de un proyecto global es lo que hace que, frente al crecimiento desaforado de los intentos de la migración normalmente ilegal, exista una reacción que lleve a cerrar las puertas y los controles migratorios. Sin embargo, en algunos casos esto es geográficamente imposible ya que ¿cómo cerrar un campo o un mar que separe dos territorios?
Pero la verdadera cuestión y problema no es el de cerrar las fronteras, sino que en realidad –por cuestiones políticas, sociales o económicas– hemos malinterpretado por completo el fenómeno al que nos enfrentamos desde hace siglos. Y es que ¿por qué no buscar incluir en vez de excluir? En países como Estados Unidos o como muchos otros de Europa, los migrantes son el gran motor de la economía nacional. Los líderes globales tienen que entender de una vez por todas que la migración es algo inevitable, que es algo que existe desde hace siglos y que seguirá existiendo siempre y, sobre todo, que la solución no radica en cerrar las fronteras, sino en abrir oportunidades que se vean consolidadas en un crecimiento y desarrollo común.
Resulta curioso que haya sido Ronald Reagan el último presidente estadounidense capaz de haber realizado un acto heroico al incorporar a millones de inmigrantes ilegales. Sin embargo, la paz social, el crecimiento y lo que hoy es la base de multiplicación dentro de la unión de las comunidades de la inmigración se debieron, en gran medida, a la política de legalización masiva que se implementó durante esa presidencia.
Los países de Europa tienen un problema incontestable. Los dueños de Europa no quieren a Europa. Los jóvenes franceses, los que salieron a manifestarse por los Campos Elíseos, quieren –y así lo confiesan– su cultura, su vida, su religión y su pertenencia, y del Estado que los acoge quieren el cheque de manutención y la protección. No buscan la posibilidad de crecimiento ni mucho más y es que, al final, el odio social y la furia contenida lo que busca, sobre todo, es destruir todo lo que se cruce en su camino. En este sentido, hay que saber y ser conscientes de que entre más nos tardemos en reconfigurar una nueva lista de objetivos y un nuevo esquema de integración social, será tiempo que estaremos perdiendo y que cobrará una factura muy alta en forma de manifestaciones del odio social contenido, poniéndonos en riesgo a todos.