Uno de los libros que habla sobre esa apasionante parte de la historia de Estados Unidos que fue el New Deal, impulsado bajo el liderazgo Franklin Delano Roosevelt, se llama No Ordinary Time, escrito por Doris Kearns Goodwin, traducido al español como Tiempos extraordinarios. Es indiscutible que estamos viviendo tiempos extraordinarios. Con claridad –con excepción del tema migratorio, en el que están atrapados la gran mayoría de los gobernantes del mundo, ya que es un fenómeno que ha sorprendido a todos desde en las últimas décadas, pero especialmente tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, y tras las primaveras y fenómenos de emancipación árabes– el discurso del Estado de la Unión de Joe Biden estuvo destinado a manifestar, sobre todo, cuánta vitalidad puede tener un hombre de 81 años, cuánta claridad conceptual y cuánto valor tiene para pronunciar un discurso político en tiempos extraordinarios. La declaración de Biden sobre que no se puede amar al país sólo cuando uno gana es estremecedora y es repetible para casi todos los países del mundo. Pero lo más importante es la confusión que generaron sus palabras –no sé si deliberada o por incapacidad– de plantarle cara, de una vez por todas, al fenómeno irresoluto de la crisis migratoria.
Thomas Jefferson fue un clásico. Amaba todas las condiciones que hicieron posible –desde los tiempos de Pericles hasta la época de Julio César– la supremacía de la voz del pueblo sobre la voluntad de los gobernantes. Su desconfianza, pero a la vez su convicción de tener que darle voz al pueblo, provocó que en Estados Unidos se diseñara un instrumento, en el fondo, tan poco actual y con tantas complejidades como es el Colegio Electoral de los Estados Unidos de América.
Contrario al sistema electoral mexicano, en Estados Unidos un candidato puede ganar el voto popular y aun así perder las elecciones presidenciales por el recuento de votos en el Colegio Electoral, como le sucedió a Hillary Clinton en 2016. Todo empieza con las reminiscencias y cuestionamientos sobre por qué los martes son los días que se vota en las primarias en Estados Unidos y la necesidad de analizar cómo era la sociedad cuando se instauró la normativa que sigue funcionando hasta el día de hoy. Los estadounidenses siempre se han visto envueltos en crisis de Estado que, de una manera u otra, han conseguido superar. Bastaría recordar la época en la que Franklin Delano Roosevelt tuvo que enfrentarse al Tribunal Supremo de su país o las constantes disputas con jueces del entonces chief justice, Charles Evans Hughes, en su intento de socavar la gran serie de reformas financieras –intervencionistas para algunos– que buscaban contrarrestar los efectos causados por la Gran Depresión estadounidense.
Antes de la crisis de 1929 nunca se había previsto que la especulación financiera y la falta de control sobre el manejo del dinero, en un país tan salvaje desde el punto de vista del capitalismo como lo es Estados Unidos, pudieran llegar a considerarse una cuestión de seguridad nacional. La falta de actualización y adecuación de los instrumentos jurídicos de la época provocaron la inevitable confrontación entre lo expuesto en el New Deal y jueces como Evans Hughes. Sin embargo, hubo un personaje –o más bien su legado constitucional y jurisprudencial– que fue clave para que el programa impulsado por Franklin Delano Roosevelt.
Oliver Wendell Holmes, considerado como uno de los jueces más reconocidos en la historia del Tribunal Supremo de Estados Unidos y nombrado juez de éste durante el mandato de Theodore Roosevelt, fue uno de los jueces que más promovió reforzar los esfuerzos para regular la economía de Estados Unidos. Su interpretación legal y jurisprudencia ejerció una influencia significativa en el desarrollo del pensamiento jurídico en Estados Unidos, contribuyendo al consenso judicial que respaldó la creación de nuevas regulaciones legales derivadas de las políticas del New Deal.
Hasta el día de hoy tampoco estaba previsto –ni siquiera en la sección o aplicación del artículo que se hizo después del estallido de la guerra civil– tener que ser testigos de una campaña presidida por un personaje tan atrabiliario y con un comportamiento tan fuera de las normas como lo es Donald Trump. No existían antecedentes y, lo que es más importante, no existían instrumentos que hiciesen, por ejemplo, que el ejercicio continuado del uso de la mentira desde la primera magistratura de la nación le costara el cargo o, por lo menos, una responsabilidad penal sobre lo que significa el misleading advertising a un cargo fundamental perpetrado contra la sociedad estadounidense.
Hasta la fecha el mundo no había visto a un candidato más que viable para ocupar la Presidencia de una de las principales potencias –si no es que la más– del planeta, como está sucediendo en Estados Unidos con la figura de Donald Trump y los múltiples procesos penales y civiles en su contra y que siguen pendientes de resolución. Dicho de otra forma, pese al intento de insurrección del 6 de enero de 2021, pese a su discurso, pese a la inacción y todo lo que sucedió ese día en el asalto al Capitolio, realmente había que querer, entender y había que usar el poder de poderes para pararlo, para que él no pudiera estar en la boleta del 5 de noviembre.
Por unanimidad, hace unos días la Corte Suprema de Estados Unidos consolidó y confirmó que ese personaje tan particular, problemático y, sin duda alguna, único en su tipo llamado Donald Trump –pese a todo– podrá aparecer en las boletas presidenciales. Se trata de una jurisprudencia muy peligrosa sobre lo que significa el gobierno de acuerdo con la ley y la aplicación del Rule of Law sobre la voluntad de la gente. El pueblo estadounidense lo sabe. Los jóvenes lo saben. Los viejos y quienes no quieren trabajar también lo saben. Y, sin embargo, Donald Trump puede ser nuevamente presidente de Estados Unidos, sobre todo tras ver el número de votos conseguidos en el Super Tuesday republicano de la semana pasada. A pesar de que los delegados involucrados en esta votación primaria republicana no representan a todos los estados decisivos, sí es un gran paso rumbo a la nominación presidencial de Trump.
No se equivoque, al día de hoy ya hay presidente y éste se llama Donald Trump. Un personaje que, con relación a los estadounidenses, a los migrantes y a los mexicanos se atiene al pragmatismo más radical y objetivo que sea en su beneficio. Para empezar, Trump tiene que encontrar la manera de recuperar y recaudar más de 450 millones de dólares, que son lo que tiene que pagar para subsanar la última multa impuesta en su contra. Además de eso, pese a todo lo que dice y pese a este aire de belle epoque y de tragedia mundial que se le está asignando al mundo, no lo veo en la tesitura de destruir la OTAN y producir lo que sería –si es que así lo hace– la guerra en Europa, con una supremacía muy importante a cargo de su amigo Putin sobre los demás. No creo que los estadounidenses hayan llegado a estar tan indefensos que sea posible precipitar su Estado al desastre sin que funcionen los mecanismos de control que, en este caso, pueden ser la clave del maletín de las armas nucleares en manos del presidente electo. Desde luego, todo esto lo veo poco probable ya que, para lograrlo, tendría que convencer a todos los altos mandos militares estadounidenses de desencadenar lo que, sin duda alguna, sería un holocausto nuclear.
Así están las cosas, no hay que darle más vueltas. Lo de Joe Biden, como siempre sucede cuando el poder es efectuado con buenas intenciones, pero sin estar acompañado por la fe, convicción y liderazgo, tiene un gran camino por recorrer. Sobre todo porque, aunque llegue a ganar, da la impresión de que está perdiendo. Quedan ocho meses, en ocho meses puede pasar cualquier cosa, pero lo que actualmente es importante estudiar es la reacción del pueblo estadounidense. Y al pueblo estadounidense, pese a las mentiras, los excesos y los fraudes, le gusta más Trump que alguien que, por más que tenga muchos más años de experiencia política y siendo incluso cuatro años mayor de edad, aún no termina de convencer a los estadounidenses. En tiempos turbulentos, los pueblos generalmente se inclinan por elegir a capitanes que destaquen no tanto por su experiencia, sino por ser capaces de hacer lo que sea por mantener a flote el barco.
Las migraciones han llegado para quedarse. Europa actualmente –por crecimiento demográfico– pertenece más a los enemigos jurados de la civilización cristiana que a los seguidores o practicantes de la religión que forjó los cimientos de la historia europea que, sin duda alguna, en su mayoría fue el cristianismo. Una de las realidades incómodas para los estadounidenses es que no podrían subsistir por sí mismos sin el trabajo y aportación que dan los migrantes a su desarrollo. La migración y la discriminación de cualquier tipo que viene intrínsecamente asociada a este fenómeno se ha convertido en uno de los factores que más altera y polariza la vida de las sociedades. Tuvimos y vivimos el poscomunismo, pero hasta hace muy pocos días descubrí que una de las partes del rompecabezas de la realidad actual que casi a todos nos hace falta aceptar y digerir es que estamos en medio de la era del poscristianismo.
Estados Unidos no tiene un proyecto migratorio. Europa tampoco. Con las fuerzas autóctonas no se pueden construir los países; tal vez por eso el discurso de Biden fue confuso, sobre todo en cuanto al tema medular de la elección de este año, que es la migración. Pero la migración –no hay que engañarse– es un factor completamente necesario e imprescindible del desarrollo de algunos países, sobre todo de Estados Unidos. Y esta situación solamente puede producir más polarización, seguramente también votos rumbo al 5 de noviembre, pero también una confusión que puede terminar precipitando –dependiendo del resultado electoral– el estallido de la guerra civil.
La mesa está puesta. Hace décadas que unas primarias no estaban tan más definidas y menos competitivas. Trump y Biden. Biden y Trump. Inicia el segundo round. De los estados en cuestión sólo fue Vermont el que le dio un ligero suspiro de esperanza a una Nikki Haley, que un día después de conocer los resultados decidió abandonar por completo la contienda. Por el otro lado, por el demócrata, sólo hubo una sorpresa llamada la Samoa estadounidense. El 5 de noviembre está a la vuelta de la esquina. ¿Conseguirá terminar el trabajo Biden o logrará Trump “hacer a América grande otra vez”? Ya veremos, aunque lo cierto es que, por el momento, la balanza pareciera que está claramente inclinada hacia un lado.