Año Cero

Pagar las cuentas

Dejemos de conformarnos con propuestas vacías y sin sentido o imposibles de alcanzar y empecemos por exigir programas e ideas claras sobre el rumbo del país.

Es bien sabido que la memoria de los pueblos –conformada por grupos de seres humanos– es frágil, quebradiza y asustadiza. A fin de cuentas, la memoria colectiva es el habitáculo que todos tenemos para vivir relacionados unos con otros. Tendemos a olvidar lo malo y lo sucedido y recordarlo sólo cuando podemos o debemos cobrarlo, aunque en ocasiones ni en esas circunstancias lo recordamos. Ha llegado el momento de sacar y pagar las cuentas. Toda la oportunidad histórica, todo lo que dijimos, todo lo que nos prometieron, toda la obra en la que confiábamos se ha vencido y es hora de ver si se cumplió con lo prometido y exigir todo por lo que se tiene que pagar. Por eso, como pasa con la virtud ajena, es necesario acelerar todo y establecer unas condiciones tales que impidan el recuento y la exigencia de pagar lo que se debe.

Han concluido los seis años más importantes y prometedores –tanto cuantitativa como cualitativamente– que el país ha conocido en las últimas décadas. La República, sostenida bajo el mayor apoyo democrático obtenido en toda su historia, tuvo la oportunidad de cambiarlo todo. Pudimos haber iniciado un camino de rectificación que –sin que significara una amnistía por la vía de hecho contra los malos, con los que habíamos instalado entre unos y otros, unos por acción y otros por omisión, y otros por no quererlo ver, un sistema de cleptocracia– supusiera el inicio de una nueva era en nuestro país. Tuvimos la oportunidad de instaurar un mecanismo similar a la Comisión de la Verdad que presidió Desmond Tutu y el cual –gracias al enorme talento de Nelson Mandela– evitó un baño de sangre al momento de reconvertir la minoría blanca explotadora frente a la mayoría negra que, a cambio de su futuro, tenía que sacrificar su instinto de venganza y su dolor, al menos durante un tiempo. Teníamos una inmejorable oportunidad, sin embargo, no la aprovechamos.

¿El país está o es mejor que en el año 2018? ¿Qué pasó con la educación? Desde que José Vasconcelos decidió cambiar los libros por las balas ha habido buenos, malos, regulares, corruptos, menos corruptos, hombres de Estado al frente del Estado, pero siempre ha habido una constante: el capítulo de educación sigue sin ser resuelto. Y por más que se han hecho avances en el combate del analfabetismo, viendo los resultados de pruebas como la PISA o de otros parámetros educativos, es claro que tenemos un gran camino que recorrer para que la educación se instaure como el motor que conduzca al país al verdadero desarrollo. Y no solamente al desarrollo material, sino al desarrollo moral e intelectual. Enseñamos a la gente a leer y la gente aprendió a leer; otra cosa es hasta dónde llegamos y qué tan provechoso era y es el material que le damos a las generaciones jóvenes para que lo aprendido les sirva tanto para hacerse su propio camino en un mundo cada vez más competitivo como para que las habilidades y destrezas aprendidas sirvan para crear un mejor y más preparado país.

Creo que es fundamental reconocer que, durante un tiempo y de golpe, este pueblo se puso de pie y entregó todo el poder a una persona, a un régimen y a una ideología o movimiento que aún sigue sin estar claro cuál es su objetivo o razón de ser. Otro problema es tener la capacidad de pedir las cuentas y cobrarlas cuando llegue el momento indicado. Hoy, ¿es más o menos solidario el país que hace seis años? ¿Se puede tener una relación de mayor simpatía con unas situaciones, por ejemplo, en el gobierno de los estados? Gobiernos que han quedado completamente dependientes de lo que se decida desde Palacio Nacional y cuestionando si verdaderamente seguimos funcionando bajo un régimen federal en el que las entidades federativas gozan de ciertas independencias o si cada vez más regresamos al centralismo que caracterizó a otras épocas del país.

Con independencia de donde uno esté, con independencia de lo que uno piense o sienta, es evidente que siempre se llega el momento en el que se tiene que pagar lo que se debe. En la vida, se paga lo bueno y lo malo que hacemos. Yo no quiero decir que este sea el sexenio de la maldad, sólo quiero decir que nada ni nadie podrá impedir ni evitar el ejercicio de rendición de cuentas. Aunque la gran pregunta es ¿quién pagará y cómo lo hará? Tal vez por eso, toda la estrategia política de esta campaña es que sea tan clara la victoria, que haya tanta diferencia en el resultado y que sea tan imposible de cuestionar, que simplemente nadie lo intente. Al final, todo eso tendrá consecuencias muy importantes, y es que al final del día, nadie podrá impedir que nos miremos en un espejo y que veamos qué fue lo que pasó con nuestras vidas, qué pasó con todas nuestras esperanzas de crecimiento, y qué sucedió con lo que pudimos hacer en estos últimos años. Lo más fácil en política es morder la mano que te dio de comer, pero lo único que en política pudiera resultar suicida es no reclamar, no pedir y no cobrar lo que se debe.

Sigo pensando y cuestionándome de dónde salió la sociedad y la gente para llenar el Zócalo y el Ángel reclamando que no se tocaran las elecciones democráticas. Si eso ya pasó y si ya tuvimos el valor de salir a las calles para levantar la voz, no hay mejor campaña electoral para hacer frente a todo aquello que el pueblo de México considera que no es lo correcto y para dar inicio a una nueva recomposición y reestructura del camino. No se trata de demostrar quién es mejor o peor, de quién te gusta más o menos, de quién te fías más o menos; simplemente se trata de saber quién debe pagar la cuenta.

En cualquier caso, la clase política en su conjunto, la que ha estado y la que aspira a llegar, la que nunca terminó de irse y la que permitió –por ignorancia, conveniencia o corrupción– convertir la palabra ‘política’ en algo innoble y desechable para el bien del pueblo, debe saber que la cuenta no solamente la tiene que pagar quien tuvo toda la confianza y quien tuvo todo el poder para cambiar las cosas. También van a tener que pagar los que, en algunos momentos, fueron sensibles y susceptibles a la manipulación que genera el miedo en los que no tenían la hoja blanca para poder defender, ya no los principios, sino los equilibrios de la sociedad.

Todo esto contribuye a conformar una realidad que es inevitablemente preocupante y que supera el juego de cuántos votos, en teoría, tiene una candidata frente a la otra candidata. El problema siempre fue el modelo, y ahora las dos candidatas –con independencia de quién termine por imponerse– tienen que entender que tendrán un problema común. El problema común es cómo se sentirá el 3 de junio el actual ocupante del Palacio Nacional y cómo afrontarán todo lo que sigue sin resolverse en la vida cotidiana de los mexicanos. Además, quien sea que gane en las elecciones tendrá que definir cuál será el programa para el futuro del país: ¿la continuidad en qué aspecto? ¿En la destrucción del Estado, en no pagar las cuentas, en volverse sólo sensibles frente a los propios intereses y deseos o verdaderamente arriesgarse a velar por el desarrollo y crecimiento de quienes votarán por ellas?

No sigamos en el juego de las encuestas, de los espectaculares ni de los mítines. Dejemos de conformarnos con propuestas vacías y sin sentido o imposibles de alcanzar y empecemos por exigir unos programas, una idea clara del rumbo del país, pero, sobre todo, una voluntad férrea e inquebrantable que, por lo menos, nos garantice el cobrar lo que se nos debe.

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