Desafortunadamente, pelearse con la realidad sólo lleva a la destrucción total. Seguramente México tiene un problema con los dueños de los medios de comunicación. Nuestro país también es probable que tenga un problema con su clase política. En resumen, se podría decir que México tiene muchos problemas, aunque hay uno que es superior a los demás y sobre el que no hay espacio para debatir: el problema de la inseguridad. La violencia ha superado la realidad y los niveles de inseguridad se encuentran en niveles críticos y preocupantes. No sólo se trata de que en cualquier momento podamos pasar a formar parte de las estadísticas y convertirnos en una víctima más de las elevadas tasas de homicidios, desaparición forzada o de cualquier representación de la violencia. Lo más preocupante de la situación actual es que –conforme nos vamos adentrando en el proceso electoral– pareciera que nos estamos empezando a acostumbrar a vivir rodeados de atentados contra aspirantes políticos de cualquier color o partido. No estoy diciendo que la muerte de los políticos valga más que la nuestra, sino que lo que busco resaltar es el panorama y contexto bajo el cual se celebrará el acto supremo de la democracia que es ir a votar.
¿A qué se habrá referido el presidente López Obrador cuando dijo que el Poder Judicial estaba tramando un golpe de Estado técnico? Probablemente con este tipo de comportamientos y declaraciones lo que busca –como un acto de previsión y autoprotección– es evitar que suceda una situación similar a la que le sucedió en 2006 y, sencillamente, en caso de no serle favorables, desconocer los resultados electorales. Estoy seguro de que no existe una maldad conceptual detrás de los atentados políticos –que, por cierto, hasta el momento la cuenta asciende a 50 asesinatos relacionados con las próximas elecciones, superando los 43 homicidios de las elecciones de 2018– aunque la situación merece un especial y minucioso análisis.
Si para cuando llegue el 2 junio podemos seguir pensando e ir libremente a las urnas a votar, dígame ¿qué es lo que impide pensar o suponer que a lo que estamos asistiendo no es a un cúmulo de circunstancias que casualmente se centran en los candidatos políticos, sino que las ganas de impregnar de muerte el proceso electoral hace que estén tan en duda los resultados que incluso haya gente que simplemente no se presente a la cita electoral? Una cosa es robar una mesa, un acta, un número o miles de ellos. Voto a voto se gana o se pierde la libertad. Aunque si el escenario empieza con el supuesto de que basta que presentes tu candidatura a un puesto de elección popular para poner en riesgo tu seguridad, ¿cómo podremos vivir con la certeza de que cuando el 2 de junio los ciudadanos vayamos a votar no seremos barridos por una ametralladora?
El último complot que México registró en su vida política fue cuando en 1913 el entonces presidente mexicano, Francisco Madero –junto con su hermano Gustavo y su vicepresidente Jose María Pino Suárez–, fue asesinado durante el periodo conocido como la Decena Trágica, culminando el último golpe de Estado que se ha visto en nuestro país. En dicho evento, estuvieron involucrados Victoriano Huerta –quien después pasó a ser el presidente de México– y el entonces embajador estadounidense, Henry Lane Wilson. Contrario a lo que pudiera parecer, considerando las diversas conspiraciones y movidas maquiavélicas en la política, México no tiene mucha experiencia en cuanto a los golpes de Estado tradicionales se refiere. Y es que, si nos vamos a lo que formal y estrictamente se refiere a la perpetración de un golpe de Estado, tendría que haber sido el Ejército quien fuera el que principalmente lleva a cabo la sublevación y se hace cargo del control de país, contrario a lo que sucedió en 1913 que podría considerarse más como un acto conspirativo que un golpe de Estado per se. Se trató más de un golpe a base de cañonazos –haciendo alusión a la célebre frase de Álvaro Obregón sobre que “nadie aguanta un cañonazo de cincuenta mil pesos”– que uno en el que fuera el Ejército el que buscaba imponer su sentido de orden y poder en el país. ¿Cómo se podrían o bajo qué categoría podríamos considerar los cañonazos que ha habido durante la cuarta transformación? Si tuviéramos que señalar y hacer mención sobre el censo de los nuevos millonarios en México, ¿cuántos de ellos serían militares o involucrados con el sector militar?
No creo que en nuestro país exista un acuerdo expreso con los cárteles. Sin embargo, hay realidades en la vida que se convierten en acuerdos implícitos. Los cárteles también pueden entender y darse cuenta de que su equilibrio podría estar en riesgo, que podrían dejar de dar abrazos y limitarse únicamente a soltar balazos y, en defensa de sus intereses –que ni son sagrados ni legales– están encargándose de aligerar la nómina y hacer posible el proceso electoral.
Corremos riesgos. Siempre se corren riesgos. Cuando un presidente hace alusión a la posibilidad de que se perpetre un golpe de Estado técnico sin explicar en qué consistiría, se vuelve inevitable que a ello se sume la inseguridad como el principal problema del país y piense que realmente se anuncie que no habrá elecciones. O, dicho de otra manera, que, aunque las haya –y siempre y cuando no sea lo que el Presidente espera–, simplemente se desconocerá el resultado de los próximos comicios electorales. Confieso que lo que digo se trata de una especulación propia, aunque confieso que inevitablemente en el damero que estamos construyendo –teniendo la inseguridad como un factor inamovible– en mi cabeza se prevé que aún exista la posibilidad de que más candidatos políticos puedan ser eliminados.
El pueblo de México exige y requiere que el Presidente dé una explicación sobre a qué se refiere o qué es lo que pretende cuando menciona la posibilidad de que seamos testigos de un golpe de Estado técnico. Pero, además, queremos saber si –en el fondo– esto no se trata de una estrategia maldita para justificar que sencillamente no se lograron los objetivos y deseos planteados en asegurar la continuidad del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Cuando en cualquier país sudamericano, europeo o casi de cualquier otra región en el mundo se refiere a un golpe de Estado técnico, es inevitable pensar en que se consolidará una interrupción de la normalidad constitucional y democrática. No obstante, en México no es el mismo caso, sobre todo porque, frente a la ausencia de nuestro recuerdo sobre la experiencia histórica, nos autoconvencemos sobre que algo así no es posible que suceda en nuestro país. Sin embargo, en México todo siempre es posible.
¿Cómo es posible que hemos llegado a un punto tal de destrucción y de ceguera colectiva en el que, en lugar de celebrar los logros de una administración, se estén haciendo apuestas y predicciones sobre por cuánto sobrepasaremos o no los más de 200 mil homicidios cometidos en este sexenio? Es necesario voltear la mirada a lo que significa y representa que en una ciudad tan significante como lo es –o era– Celaya se asesine a una de sus aspirantes a alcaldesa sin problema alguno, pero, sobre todo, con la plena garantía que cualquier asesino en México goza sobre de que se puede matar a quien sea y no será perseguido. Realmente, ¿qué o por qué estaremos votando el próximo 2 de junio? ¿Quién nos propone, con credibilidad y fiabilidad, una solución para que matarnos deje de ser lo normal? Pero, aún más terrorífico que eso, ¿quién nos garantizará que quien nos quiera matar deje de ser consciente o pensar que cuenta con toda la protección o inacción por parte del Estado?
Si quiere usted puede usar estos argumentos a beneficio de su inventario, sin embargo, lo que es un hecho es que hay preguntas que exigen respuestas. Yo quiero saber ¿qué golpe de Estado técnico teme el Presidente? Y también quiero saber ¿cuándo llegará el momento en el que el Estado y su incapacidad de actuación deje de proteger a nuestros asesinos?