Nunca he sido partidario ni he seguido teorías conspirativas. Siempre he considerado que la vida tiene una parte aleatoria que ni siquiera el cerebro más retorcido del mundo puede condicionar. Crecí y me eduqué en torno a la teoría conspirativa sobre los múltiples y posibles asesinos que perpetraron el magnicidio de John F. Kennedy. Seguí la creación de la Comisión Warren y, posteriormente, el informe emitido y presentado por el entonces presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos, Earl Warren. Un juez que desempeñó sus funciones en una época en la que verdaderamente se respetaba su posición, y cuando modificar o eliminar el sistema judicial a conveniencia no formaba parte de la agenda presidencial. En su informe, se llegó a la conclusión de que el asesinato de Kennedy, por muy difícil de creer y desmintiendo todo tipo de teorías conspirativas, tenía como responsable a un solo hombre de nombre Lee Harvey Oswald.
Este sábado, mientras veía en directo la comparecencia de Donald Trump en Butler, Pensilvania, fue increíble recopilar la serie de imágenes y momentos que capté en mi mente. Primero, fue el gesto automático y no fingido del expresidente Trump tocándose la oreja. Unos segundos después, ya hay fotografías en las que se le ve con la cara pegada al suelo y con las manos juntas, como si estuviera rezando o probablemente que ese era su fin. Pero la imagen que más se quedó grabada en mi mente es la fotografía en la que, con la bandera de Estados Unidos ondeando al fondo, Donald Trump alzó su puño dando a entender que él nunca se rendirá. Sin duda alguna, esa es una fotografía histórica que perdurará por mucho tiempo, y si antes de este atentado ya había quien aseguraba que el regreso de Trump a la Casa Blanca era cuestión de tiempo, hay muy poca duda de que después de lo sucedido este pronóstico sea verdadero. El puño de Trump representa lo indomable del espíritu americano y su capacidad de nunca rendirse.
De momento, dejemos este hecho aquí y que cada quien interprete lo que quiera. Vaya por delante que no es mi convicción ni veo ningún elemento, salvo los comentarios de algunos de los asistentes al evento que admitieron el hecho de que estamos ante una conspiración, si no para asesinar a Trump, sí por lo menos para advertirle por dónde no puede seguir.
El 6 de enero del año 2021 pasaron muchas cosas en Washington, DC, pero la más importante fue la decisión del presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor y de los militares de no seguir ninguna instrucción que supusiese la vulneración del ordenamiento constitucional estadounidense. No es un secreto para nadie que el llamado Estado profundo –es decir, la CIA, el FBI, los servicios de inteligencia y de policías secretas y demás– no tiene a Donald Trump entre sus personajes favoritos. Trump se ha reído de ellos, los ha ridiculizado e incluso los ha llamado incompetentes. Pero, lo que es más importante, todas las doctrinas defensivas y toda la historia desde el final de la Segunda Guerra Mundial sobre la doctrina defensiva de Estados Unidos han sido ridiculizadas por el expresidente Trump bajo dos principios fundamentales. Primero, él argumenta y defiende que no se tiene que defender a nadie. Segundo, su postura de que los demás deben pagar también por su propia seguridad y esto no debe recaer únicamente en la responsabilidad de Estados Unidos.
Nadie sabe lo que pasará a partir de aquí, sin embargo, me temo que el atentado del sábado –que para mí lo fue– tenía un mensaje que se quería dar. Lo que no sé es si el destinatario último de ese mensaje, Donald Trump, lo entenderá y lo seguirá. En cualquier caso, así como su amigo Putin lo ha recomendado y lo ha usado muchas veces como un ejemplo de lo que es un político competente e inteligente, ahora sin duda alguna todas las crisis –y aquí cabe mencionar que en la vida política de Estados no existen las casualidades– están de una forma u otra relacionadas.
Mientras la Unión Europea busca su propia identidad en medio de una convulsión simultánea entre Francia, Alemania, Italia o Inglaterra –sobre todo tras la decisión de los ingleses de abandonar la Unión–, Viktor Orbán, actual presidente de Hungría, está haciendo una peculiar gira que empieza por Moscú y sigue por la China de Xi Jinping. Se dice que su objetivo es buscar una solución para la guerra de Ucrania, lo que aún no queda claro es por qué no se acercó a sus homólogos occidentales para lograr la tan ansiada estrategia que dé la paz a la ya prolongada y desgastante guerra en territorio ucraniano.
Es revelador el hecho de que, en la primera semana del nuevo gobierno laborista en Inglaterra, el dato más importante que trascendió fue el que señalaba lo que la guerra en Ucrania le estaba costando a los ingleses. Esto se trata de algo que, mucho me temo, no se detendrá ahí y que provocará que los pueblos de Europa y el estadounidense –con Trump a la cabeza– empiecen a sacar la cuenta de lo que cuesta seguir involucrados en la guerra de Ucrania. Pero, sobre todo, también pondrá en relieve el costo que tiene mantener el modelo de seguridad colectiva.
Trump no cree en la OTAN ni en el esquema defensivo que actualmente hace que el Ejército estadounidense tenga la distribución territorial que tiene alrededor del mundo. Sin embargo, para el Ejército estadounidense y sus altos mandos, estos dos factores sí importan. Es muy importante saber que con Trump no caben las sorpresas; ya todos vimos –empezando por sus subordinados, ya que él fungió y posiblemente fungirá nuevamente como el comandante en jefe– a lo que está dispuesto a llegar y a hacer con tal de no perder el poder o de volverlo a tener. Si además a eso se le une que ya ha sido condenado en varios procesos y que previsiblemente seguirá siendo culpable de los que le quedan, las relaciones de Trump pueden ser todas menos las que en algún momento pensó o quiso el llamado orden establecido.
Además del hombre que disparó en contra del expresidente Donald Trump, desconozco si había alguien más involucrado –directa o indirectamente– en el atentado. Lo que sí sé es que el Estado profundo de Estados Unidos de América no comparte la visión que tiene Trump sobre cómo se deben ganar o perder las guerras.