En estos momentos, México necesita concentrar sus esfuerzos, sus ilusiones, sus lágrimas y sus alegrías en lo que seguirá a partir de aquí. “Haiga sido como haiga sido” –recordando la célebre frase del expresidente Calderón–, la reforma al Poder Judicial fue aprobada y promulgada el mismo día que los mexicanos conmemoramos la Independencia de nuestro país. Fue una especie de regalo otorgado por el Presidente saliente a su sucesora, aunque, sobre todo, se trató de una confirmación sobre que en nuestro país la voluntad está por encima de todo.
No es que la fe mueva montañas, es que la fe –especialmente en uno mismo y en su pueblo– es capaz de tumbar cualquier institución. Ya somos un país con una reforma judicial aprobada que tiene como una de sus primeras consecuencias la necesidad de sacar el recuento del costo exacto del sueño y de la destrucción de los poderes. Para magnificar y traducir algunas de las consecuencias de lo sucedido, he preparado un muy sucinto menú de los costos más elementales y cuantificables en el corto plazo.
Por razones obvias –como seres humanos que somos– he colocado en primer lugar la traducción de lo que supondrá el hecho de que las personas que estaban o estarán esperando la resolución de un juicio ya no lo podrán hacer bajo el sistema que tantos años caracterizó el devenir jurídico de nuestra sociedad. En la actualidad más de 37 por ciento de las personas privadas de su libertad no tiene una sentencia. Si a esto se le suman los cambios propuestos en la reforma, el tiempo que tomará en formularse las leyes secundarias y todo el trabajo adicional que, inevitablemente, se les sumará a los jueces, existe una posibilidad de que el tiempo promedio para resolver un caso pueda aumentar hasta más de seis meses para determinados delitos. Claro, y esto es si todo sale según lo planeado y si en realidad los mecanismos propuestos funcionan como se pretende.
Con el retraso de la aplicación de la justicia viene el inevitable riesgo que esta reforma atenta contra la libertad de los mexicanos. El artículo 10 de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU dicta que todo ser humano tiene derecho a un juicio justo y a ser escuchado con justicia por un tribunal independiente e imparcial. Hoy en México no sólo existirá una clara y potencial parcialidad al momento de impartir justicia, sino que, además –en medio de todo el caos creado– sigue habiendo miles de casos que ni siquiera han podido ser discutidos ni están cerca a obtener un veredicto. Y es que con la prácticamente desaparición y, sobre todo, parálisis del sistema jurídico, todo aquel que estuviera esperando a obtener un juicio en tiempo –ya no sé si en forma–, pero por lo menos dentro de los plazos que normalmente se fijan en un proceso judicial, se han quedado en el completo y absoluto abismo de la incertidumbre.
No hay que ser magos para descifrar que un sistema tardado generará una sobrecarga no sólo para los jueces –que en este punto es indispensable mencionar que sólo hay 4.6 jueces por cada 100 mil habitantes– sino también para el sistema penitenciario. Si no se hace algo para contrarrestar esta preocupante situación, existe un claro riesgo de que haya una sobrepoblación en nuestras cárceles. Aunque para llenarla, claro está, primero se tiene que resolver la gran incógnita de cómo y cuándo se reanudarán los miles de casos pendientes.
A este respecto, existe una estimación de que el costo para poder hacer frente a este desafío será de al menos 3 mil millones de pesos anuales que serán utilizados en la contratación de más jueces y personal administrativo. Faltará ver si dicha contratación y procesos son suficientes, ya que si algo ha quedado claro a lo largo de la historia de nuestro país es que el uso de más recursos nunca ha garantizado su eficiencia.
Pero este es sólo uno de los preocupantes elementos que ha traído consigo la controversial reforma. Entre algunos –por no mencionar todos– de los costos económicos que está teniendo y puede tener este acto, destaca el hecho de la cada vez más clara e inevitable fuga de capital que se ha generado como producto de la incertidumbre política, legal y jurídica que se está viviendo en México. Las decisiones unilaterales y la constante imposición de la voluntad de quien gobierna el país han provocado que –hasta el momento– se estime la reducción de hasta un 5 por ciento de la inversión extranjera directa en el corto plazo. Asimismo, esta falta de claridad y confianza sobre el panorama nacional ha provocado de manera indirecta –ya que no fue el único elemento– la depreciación del peso mexicano por más de 2 por ciento y fluctuaciones negativas en la Bolsa Mexicana de Valores.
Imagine que usted es un empresario –ya sea extranjero o local– interesado en invertir en México. Ahora póngase a pensar que, después de un análisis minucioso de dónde y cómo invertirá su dinero, toma la decisión de aventurarse en estas arenas movedizas y hace efectiva su inversión. Sin embargo, para su mala fortuna el día de mañana alguien decide sacar lo peor de sí mismo y lo estafa o le roba, poniendo en riesgo no sólo su integridad personal sino la seguridad de su dinero. ¿Quién va a juzgar a esa persona? O, mejor dicho, ¿de qué manera se pretende asegurar y proteger la inversión de los empresarios que, dicho sea de paso, son parte fundamental del crecimiento y desarrollo de un país como el nuestro?
Como se muestra en la reforma, más de mil seiscientos jueces, ministros y magistrados serán electos por medio del voto popular, generando un cambio sin precedente en la estructura jurídica de México. Los puestos que antes eran obtenidos por medio de un sistema basado en la meritocracia y la destreza técnica, hoy –y a la espera de lo que se pueda plantear en las leyes secundarias– aún siguen sin quedar claros cuáles serán los requisitos para los aspirantes a conformar el cuerpo jurídico del país. Además, claramente la austeridad republicana no se hizo presente en este proceso, ya que esta elección popular se prevé que tenga un costo superior a los 5 mil millones de pesos, aunque –como hemos visto en las proyecciones financieras de la 4T– fácilmente se puede superar esa cantidad.
Uno de los temas pensados por todos, pero poco discutidos, es el relacionado con la imparcialidad que tendrán los jueces electos. La eliminación de los concursos abiertos para la selección de jueces y su reemplazo por ternas propuestas por la próxima presidenta del país y que serán votadas por el Senado –que no hay que olvidar que es un Senado con mayoría calificada por parte de Morena y sus aliados– podría generar problemas de parcialidad y poner en duda la independencia judicial. Si en la actualidad el sistema judicial, su imparcialidad y su eficiencia, ha sido constantemente cuestionado, no puedo imaginarme lo que sucederá cuando la elección de los posibles responsables de impartir la justicia en nuestro país quede en manos de unos pocos o, mejor dicho, de quien tenga el poder.
Otra de las consecuencias –que sobra añadir que ya son muchas y que vendrán más– de la reforma fue el paro total de actividades por más de 15 mil trabajadores del Poder Judicial. Si bien la huelga terminó el pasado 17 de septiembre, este acto paralizó por completo la impartición de justicia en México, desconociendo a ciencia cierta todas las afectaciones sociales, económicas y jurídicas de este acto.
La lista es larga y, sin embargo, las campanas siguen sonando. En nuestro caso, el campanazo de Dolores significó el inicio de la Independencia. Después de la reforma, del día que se produjo y cómo se produjo, las campanas siguen sonando y tengo claro por quién doblan. Doblan por el sistema judicial imperfecto –manifiestamente mejorable– pero que era un sistema que servía a la sociedad, contrario al significante vacío que existe en estos momentos. Supongo que alguien en el gobierno, ya sea en el saliente o en el entrante, estará pensando que es muy difícil que no estemos produciendo ya el decreto de amnistía para que –por respeto a los derechos humanos –los que están en las cárceles esperando juicio, puesto que no lo van a poder tener, por lo menos les otorguemos la libertad.
Sin juicios y sin un sistema que garantice la correcta aplicación de la justicia, corremos el gran riesgo de terminar poniendo en libertad a gente muy peligrosa en las calles. Cambiamos los abrazos por los balazos, ahora –si esta situación no recompone el camino y se da certidumbre– tendremos que volver a abrir los brazos ya no sólo para estar a la merced de los balazos, sino para recibir a los criminales que esperan ansiosamente que esta situación colapse y que esto, a la vez, suponga su inevitable pase de salida de las cárceles del país.